Yac se preguntó si podía leerle la mente.
Capítulo 94
Grace, sentado en el despacho al final de la sala de operaciones, estaba dando cuenta de un horrible pegote de chow mein de pollo y gambas casi helado que algún agente bien intencionado le había traído. Si no hubiera estado muerto de hambre, lo habría tirado a la basura. Pero no había comido nada desde su cuenco de cereales de primera hora de la mañana, y necesitaba la energía.
En el garaje de detrás de Mandalay Court no se había registrado movimiento. Pero el número y la calidad de los candados de aquella puerta seguían dándole que pensar. El subdirector Rigg enseguida le había dado permiso para que Darren Spicer les contara lo que había visto sin que ello le acarreara consecuencias, pero de momento Branson no había podido encontrarle. Grace esperaba que el violador en serie no estuviera jugando a algún juego macabro con ellos.
Hundió el tenedor de plástico en el recipiente de cartón, mientras miraba la imagen cuadriculada que tenía en la pantalla de la mesa de delante. Todos los coches y los treinta y cinco agentes de aquella operación estaban equipados con transmisores que comunicaban su posición exacta, con un margen de error de un par de metros.
Comprobó la posición de cada uno de ellos, y luego las imágenes de las calles de la ciudad a través de las cámaras de circuito cerrado. Las pantallas de la pared mostraban tanto las imágenes de visión nocturna como lo grabado a la luz del día. Desde luego la ciudad estaba más animada que el día anterior. La gente se habría quedado en casa la noche del viernes, pero parecía que la del sábado iba a ser toda una fiesta.
Mientras masticaba una gamba correosa, la radio cobró vida con un crujido y se oyó una voz excitada:
– ¡Objetivo Uno localizado! ¡Girando a derecha-derecha por Edward Street!
«Objetivo Uno» era el código asignado a John Kerridge: Yac. Objetivo Dos y los números siguientes se aplicarían a cualquier furgoneta blanca o peatón que despertaran sospechas.
Al momento, Grace dejó el plato de cartón en la mesa y tecleó el comando para mostrar en uno de los monitores de la pared la imagen de la cámara situada en el cruce de Edward Street con Old Steine. Vio un taxi Peugeot, con los colores oficiales de Brighton, turquesa y blanco, pasando frente a la cámara hasta perderse de vista.
– Una pasajera. Mujer. En dirección este-este -oyó.
Un momento más tarde, Grace vio un pequeño Peugeot que se dirigía en la misma dirección. El transmisor que apareció en la cuadrícula le indicó que era uno de sus coches camuflados, el número 4.
Conectó la siguiente imagen en la secuencia de cámaras del circuito cerrado y vio el taxi cruzando la intersección con Egremont Place, donde Edward Street se convertía en Eastern Road.
«Casi el mismo patrón que anoche», pensó Grace. Pero esta vez, aunque no podría explicar por qué, había cambiado algo. Al mismo tiempo, le seguía preocupando la gran fe que había puesto en las opiniones de Proudfoot.
Comunicó por el teléfono interno con su oficial de nivel plata.
– ¿Hemos preguntado el lugar de destino a la compañía de taxis?
– No, jefe, no hemos querido alertarlos, por si la operadora le dice algo al taxista. Tenemos suficiente cobertura como para mantenerlo controlado, si se mantiene en la zona.
– De acuerdo.
Otra voz excitada sonó en la radio.
– Gira a la derecha…, a la derecha por… ¿Cómo se llama esa calle? Montague, creo. ¡Sí, Montague! ¡Se para! ¡Se abre la puerta de atrás! ¡La chica sale del coche! ¡Oh, Dios mío, está corriendo!
Capítulo 95
Había llegado a primera hora de la tarde, para asegurarse de encontrar aparcamiento en una de esas zonas reguladas con tique cerca del piso de ella. En un punto por el que tuviera que pasar al volver de su clase de kick-boxing.
Pero cuando llegó no había ni un jodido espacio libre. Así que le había tocado esperar al final de la calle, en una zona de estacionamiento prohibido.
Aquella zona al sur de Eastern Road era un laberinto de estrechas callejuelas con casas victorianas adosadas de dos o tres plantas, popular entre estudiantes y solteros, y en el corazón del barrio gay. Había numerosas agencias inmobiliarias que anunciaban pisos en venta o en alquiler. A ambos lados de la calle había coches, la mayoría pequeños y viejos, y unas cuantas furgonetas.
Tuvo que esperar más de una hora, casi hasta las tres y media, hasta que vio salir, aliviado, a un viejo Land Cruiser, que dejó un espacio suficientemente grande. Estaba a apenas diez metros de la puerta de entrada de la casa de color azul claro, con ventanas en saliente, donde estaba el piso de Jessie Sheldon. ¡La diosa Fortuna le sonreía!
Era perfecto. Había puesto suficientes monedas como para estar cubierto hasta las seis y media, cuando acababa la limitación de aparcamiento. Ahora acababa de pasar aquella hora.
Una hora y diez minutos antes, Jessie había salido por la puerta principal, con su chándal y sus deportivas, y había pasado a su lado de camino a su clase de kick-boxing, a la que iba cada sábado por la tarde y de la que tanto hablaba en Facebook. Podría habérsela llevado en aquel momento, pero aún había demasiada luz y pasaba gente por la calle.
Pero ahora estaba oscuro y, de momento, la calle estaba desierta.
Ella iría con prisas, lo sabía. Había informado al mundo de que iba a volver a casa lo antes posible, para ponerse sus mejores galas y llevar a Benedict a su primer encuentro con sus padres.
«¡Estoy taaaaan nerviosa! ¿Y si no les gusta?», había escrito en Facebook.
¡Y añadió que estaba taaaaan contenta con los zapatos Anya Hindmarch que se había comprado!
Él también estaba taaaaan contento con el par de zapatos Anya Hindmarch que se había comprado. Estaban allí mismo, en la furgoneta, esperándola. Y él también estaba taaaaan nervioso. Nervioso y excitado, con una especie de cosquilleo por todo el cuerpo.
«¿Dónde estás esta noche, superintendente-pollón-estu- pendo Roy Grace? Aquí no te veo, ¿eh? ¡No tienes ni una pista! ¡Una vez más!»
Había aparcado de modo que pudiera verla en cuanto se acercara a través de la rendija que dejaban las cortinas del parabrisas trasero, aunque las cortinas no eran realmente necesarias. Había aplicado una película plástica negra al parabrisas de detrás y a las ventanillas laterales que hacía imposible ver dentro desde el exterior, incluso a plena luz del día. Por supuesto, los amantes de esas furgonetas Volkswagen clásicas no verían con buenos ojos una mejora como los cristales tintados. No le importaba una mierda.
Miró el reloj, se puso los guantes de látex, la gorra de béisbol y se llevó los binoculares de visión nocturna a los ojos. Ella aparecería por la esquina en cualquier minuto, caminando o quizá corriendo. Había doscientos metros desde la esquina de la calle hasta la puerta de su casa. Si venía corriendo, tendría veinte segundos. Si venía caminando, un poco más.
Lo único importante es que viniera sola y que la calle siguiera desierta.
Si no, tendría que adoptar el plan alternativo: meterla en casa. Pero haría más difícil la tarea de volver a sacarla y meterla en la furgoneta sin que la vieran. Más difícil, pero no imposible; aquello también lo había pensado.
Temblaba de emoción al repasar una vez más su lista de preparativos. El corazón le latía con fuerza. Abrió la puerta deslizante, cogió la nevera falsa que había hecho con contrachapado y la acercó a la puerta. Luego se quitó la gorra de béisbol, se puso el pasamontañas y volvió a ponerse la gorra encima, para ocultar el pasamontañas todo lo posible. Luego miró los zapatos en el suelo de la furgoneta. Idénticos a los que se había comprado ella.