El mareo empeoró. Estaba a punto de vomitar.
Otra sacudida, y luego otra. Se oyó un golpeteo, como el de una puerta mal cerrada. El miedo se apoderó de ella. Algo iba muy mal; había ocurrido algo terrible. A medida que recobraba la conciencia fue retrocediendo en sus recuerdos, vacilante, como si algo se lo impidiera.
No podía mover ni los brazos ni las piernas. El miedo aumentó. Estaba tendida boca abajo sobre algo duro que no paraba de moverse. Tenía la nariz tapada y le costaba respirar. Intentó desesperadamente hacerlo por la boca, pero algo se la tapaba, y el aire no podía entrar. Intentó gritar, pero solo oyó un quejido sordo y sintió una reverberación en la boca.
Aterrada, forcejeó y se revolvió intentando respirar, haciendo un esfuerzo por aspirar más fuerte. Por la nariz no absorbía suficiente aire como para llenar los pulmones. Se agitó, gimió, giró el cuerpo a un lado y a otro, luego se puso boca arriba, aspirando, aspirando con desesperación en busca de aire, a punto de perder el conocimiento. Luego, tras unos momentos boca arriba, la nariz se le descongestionó un poco y le entró un poco más de aire. El pánico disminuyó. Respiró hondo varias veces y se calmó mínimamente; luego intentó volver a gritar. Pero el sonido se le quedaba atrapado en la boca y la garganta.
Un resplandor iluminó la oscuridad por un instante y pudo ver el techo del vehículo. Luego volvió la oscuridad.
Otro resplandor. Vio a una persona agazapada en el asiento del conductor; solo los hombros y la parte trasera de una gorra de béisbol. La luz pasó y al instante otra ocupó su lugar. Los faros de los coches en sentido contrario, dedujo.
De pronto a su derecha aparecieron unas luces intensas, las de un vehículo que los adelantaba. Por un breve instante vio parte de su rostro reflejado en el espejo interior. Se quedó de piedra, aterrada. Aún llevaba puesto el pasamontañas negro.
Posó los ojos en ella.
– ¡Tú échate y disfruta del viaje! -dijo, con una voz suave y sin expresión.
Ella intentó hablar, haciendo un nuevo esfuerzo por mover los brazos. Los tenía a la espalda, atados por las muñecas. La cuerda estaba muy tensa; no había modo de liberarse. Intentó mover las piernas, pero daba la impresión de que se las habían atado por los tobillos y por las rodillas.
¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Cuánto tiempo habría pasado desde…
Debería estar en la cena-baile. Benedict iba a conocer a sus padres. Iba a ir a buscarla. ¿Qué estaría pensando en aquel momento? ¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría frente a su casa, llamando al timbre? ¿Llamándola por teléfono? Unos nuevos faros iluminaron el interior. Miró a su alrededor y vio lo que parecía un pequeño mueble de cocina: una puerta se abría y se cerraba, dando golpes contra el mueble pero sin cerrarse. Ahora estaban frenando. Oyó que cambiaba de marcha y el ruido del intermitente.
Sintió un miedo aún más profundo. ¿Adónde iban?
Entonces oyó una sirena, primero muy débil y luego más fuerte. Estaba detrás de ellos. ¡Ahora la oía aún más fuerte! Y de pronto sintió un arranque de euforia. ¡Sí! Benedict habría ido a buscarla y, al ver que no estaba allí, habría llamado a la Policía. ¡Ya llegaban! Estaba a salvo. ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Unos reflejos de luz azul, como si fueran los de una lámpara de araña rota en pedazos, inundaron el interior de la furgoneta y el aire se llenó con el aullido de la sirena. Entonces, un instante después, las luces azules habían desaparecido. Jessie oyó alejarse la sirena en la distancia.
«No, idiotas, no, no, no, no. ¡Por favor, volved! ¡Por favor, volved aquí!»
La furgoneta tomó una curva cerrada a la derecha y ella salió despedida por el suelo hacia la izquierda. Dos virajes bruscos e inesperados y paró. Se oyó el ruido del freno de mano. «¡Por favor, volved!» Entonces una linterna le enfocó la cara, lo que la dejó mareada por un momento.
– Ya casi estamos -dijo él.
Lo único que Jessie pudo ver cuando él apartó el haz de la linterna fueron sus ojos a través de las ranuras del pasamontañas. Intentó hablar con éclass="underline" «Por favor, ¿quién eres? ¿Qué es lo que quieres? ¿Adónde me has traído?». Pero lo único que le salió fue un gemido que reverberaba en la cinta, como una bocina ahogada.
Oyó que se abría la puerta del conductor. El motor, al ralentí, emitía un murmullo constante. Entonces oyó un ruido metálico que parecía el repiqueteo de una cadena y luego el de unas bisagras oxidadas. ¿Una puerta que se abría?
A aquello le siguió un sonido familiar. Un zumbido suave. De pronto la esperanza aumentó en su interior. ¡Era su teléfono móvil! Lo había puesto en modo silencioso, con vibración, para su clase de kick-boxing. Sonaba como si estuviera en algún sitio, por delante. ¿Estaría en el asiento del acompañante?
Por Dios, ¿quién sería? ¿Benedict, que se preguntaba dónde estaba? A los cuatro tonos se paró y se conectó automáticamente el buzón de voz.
Un momento más tarde aquel tipo volvió a ponerse al volante, avanzó unos metros y volvió a salir de la furgoneta, dejando una vez más el motor al ralentí. Jessie oyó el mismo crujido metálico y el ruido de la cadena otra vez. Se dio cuenta de que ahora estaban al otro lado de alguna puerta cerrada con llave, y el pánico se apoderó aún más de ella. Era algún lugar privado. Algún sitio donde no llegarían las patrullas de la Policía. Tenía la boca seca y la sensación de estar a punto de vomitar, con el sabor de la bilis en la garganta, amarga y penetrante. Tragó saliva.
La furgoneta dio un bote y luego otro más -debían de ser bandas limitadoras de la velocidad-, bajó una cuesta que hizo que saliera despedida hacia delante y se golpeara el hombro con algo; luego subió otra que la mandó hacia atrás sin que pudiera hacer nada por evitarlo. A continuación avanzaron por una superficie lisa, con unos ruiditos periódicos cada pocos segundos, como los que producen las uniones entre losas de hormigón. Allí dentro reinaba una oscuridad total; daba la impresión de que conducía con las luces apagadas.
Por un momento, el terror se convirtió en rabia, y luego en una furia salvaje y desatada. «¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí! ¡Desátame! ¡No tienes derecho a hacer esto, cabrón!» Forcejeó, tirando de las muñecas, de los brazos con todas sus fuerzas, agitándose, sacudiéndose. Pero lo que fuera que la tenía atada no se movió.
Dejó de moverse y tomó aire, con los ojos llenos de lágrimas. En ese momento debería estar en la cena. Con su bonito vestido y sus zapatos nuevos, del brazo de Benedict, mientras él charlaba con sus padres, haciendo gala de su ingenio y ganándoselos, como estaba segura de que ocurriría. Últimamente Benedict estaba nerviosísimo. Había tenido que tranquilizarle, asegurándole que quedarían prendados con él. Su madre le adoraría, y su padre…, bueno, la primera impresión que daba era la de tipo duro, pero en realidad era un buenazo. Lo adoraría, se lo había prometido.
«Sí, bueno, hasta que se enteren de que no soy judío.»
La furgoneta siguió su trayecto. Ahora giraban a la izquierda. Los faros se iluminaron por un momento. Jessie vio lo que parecía el muro de una vieja estructura alta, como una fachada lisa con ventanas rotas. Aquella visión le provocó un escalofrío, como si una ráfaga de aire gélido le recorriera todo el cuerpo. Era como uno de los edificios donde estaba ambientada aquella película de terror, Hostal. El edificio donde llevaban a gente inocente para que un grupo de sádicos ricos se ensañaran con ellos.
Su imaginación iba en caída libre. Siempre había sido aficionada a las películas de terror. Ahora pensaba en todos los asesinos perturbados que había visto en las películas, que secuestraban a sus víctimas, las torturaban y luego las mataban impunemente. Como en El silencio de los corderos, La matanza de Texas o Las colinas tienen ojos.
El terror la estaba bloqueando. Respiraba rápido y profundo, dominada por el pánico, con el corazón golpeándole el pecho, y por dentro estaba hecha una furia.