La furgoneta se detuvo. Él volvió a salir. Jessie oyó el ruido de una puerta metálica corredera y luego el terrible chirrido del metal contra otra superficie dura. El tipo volvió a subir, cerró su puerta y siguió adelante, encendiendo de nuevo los faros.
«Tengo que hablar con él, de alguna manera.»
A través del parabrisas podía ver que se encontraban en el interior de algún enorme edificio industrial en desuso, de la altura de un hangar de aviación o de varios hangares. Por un momento, los faros le mostraron una pasarela de acero con barandillas en lo alto de las paredes y, a lo lejos, una red de algo parecido a enormes y polvorientos cilindros de combustible de algún cohete Apolo, apoyados en enormes soportes de acero y hormigón. Al girar, vio unas vías que desaparecían entre el polvo y los escombros, y una vagoneta oxidada, cubierta de grafitos, que daba la impresión de que no se había movido desde hacía décadas.
La furgoneta se detuvo.
Jessie temblaba tanto del miedo que no podía pensar con claridad.
El hombre salió y apagó el motor. Le oyó alejarse. Luego el gruñido del metal, un sonoro golpe que resonó, seguido del repiqueteo de algo que sonaba como una cadena. Oyó los pasos que volvían hacia la furgoneta.
Un momento más tarde la puerta trasera se abrió y allí estaba él. Enfocó la linterna hacia ella, primero a la cara y luego al cuerpo. Ella se quedó mirándole a la cara, cubierta con el pasamontañas, temblando de terror.
Podría darle una patada, pensó. Aunque tenía las piernas atadas una con otra, podría flexionar las rodillas y soltar las piernas contra él, pero a menos que pudiera desatarse los brazos, ¿de qué serviría? Solo para enfurecerle.
Necesitaba hablar con él. Recordó consejos que había leído en los periódicos sobre los rehenes que habían sobrevivido a una captura. Había que intentar conectar con los captores. Les resultaba más difícil hacerte daño si establecías un vínculo. De algún modo tenía que conseguir que le destapara la boca para poder hablar con él. Razonar con él. Descubrir qué quería.
– No deberías haberme dado esa patada -dijo él de pronto-. Te había traído unos bonitos zapatos nuevos, los mismos que ibas a ponerte en la fiesta a la que ibas a llevar a Benedict para que conociera a tus padres. Las mujeres sois todas iguales. Os creéis que tenéis el poder. Os ponéis todas esas cosas para seducir a vuestro hombre y, luego, diez años más tarde, os volvéis todas gordas y horrorosas, llenas de celulitis y con el vientre caído. Alguien tiene que daros una lección, y yo lo haré, aunque tenga que ser con solo un zapato.
Jessie volvió a intentar hablar.
El se agachó. Con un movimiento repentino que la pilló por sorpresa, le dio la vuelta y la puso boca abajo. Luego se sentó sobre sus piernas, aprisionándolas y aplastándola con su peso. Jessie sintió que le pasaba algo alrededor de los tobillos y que lo apretaba. Cuando el tipo se levantó, Jessie sintió que le tiraba de las piernas hacia la izquierda. Luego, al cabo de unos momentos, sintió que tiraba hacia la derecha. Intentó mover las piernas, pero no podía.
Entonces oyó un chasquido metálico. Un instante más tarde, algo frío y duro le rodeó el cuello, tirando de él. Se oyó otro sonoro chasquido, como el de un candado al cerrarse. De pronto algo le tiró de la cabeza hacia delante, y luego hacia la izquierda. Otro chasquido, como otro candado, y otro tirón de la cabeza hacia la izquierda. Otro chasquido.
Estaba tumbada, como si la hubieran colocado en un potro de tortura medieval. No podía mover la cabeza, las piernas ni los brazos. Intentó respirar. La nariz se le estaba tapando de nuevo. Se agitó, aterrorizada.
– Ahora tengo que irme. Me esperan para cenar -dijo él-. Te veré mañana. Sayonara, baby.
Ella gimoteó de terror, intentando rogarle. «¡No, por favor! ¡No, por favor, no me dejes boca abajo! No puedo respirar. Por favor, soy claustrofóbica. Por favor…»
Oyó que la puerta de atrás se cerraba con un golpe.
Pasos. Un ruido lejano y un golpe metálico que resonó.
Entonces oyó el motor de una motocicleta que arrancaba, aumentaba de revoluciones y se perdía en la distancia con un rugido cada vez más lejano. Mientras escuchaba, temblando de miedo, haciendo grandes esfuerzos por respirar, sintió de pronto el contacto de algo caliente que se le iba extendiendo por la ingle y por los muslos.
Capítulo 101
Grace se sentó en la pequeña sala de interrogatorios del Centro de Custodia, junto al agente Foreman que, al igual que él, tenía formación especial en técnicas de interrogatorio de testigos y sospechosos. Sin embargo, en aquel momento su formación no les estaba valiendo de mucho. John Kerridge había adoptado la táctica del «sin comentarios», gracias al listillo de su abogado, Ken Acott.
Sobre la mesa estaba la grabadora con tres casetes vírgenes. En lo alto de las paredes, dos cámaras de vídeo los observaban, como pájaros algo inquisitivos. El ambiente era tenso. Grace estaba de un humor de perros. En aquel momento no le habría importado alargar el brazo por encima de la estrecha mesa de interrogatorios, agarrar a Kerridge por el cuello y sacarle la verdad a aquel mierdecilla a base de apretárselo, fuera un discapacitado o no lo fuera.
Acott los había informado de que su cliente se encuadraba en el espectro del autismo. Kerridge, que seguía insistiendo en que le llamaran Yac, sufría el síndrome de Asperger. Su cliente le había informado también de que había salido del taxi persiguiendo a una pasajera que había echado a correr sin pagar. Resultaba evidente que era a la pasajera de su cliente a quien tenían que haber detenido, y no a su cliente. Este estaba siendo discriminado y perseguido debido a su discapacidad. Kerridge no haría ningún comentario si no era en presencia de un médico especialista.
Grace decidió que en aquel momento tampoco le importaría estrangular al capullo de Acott. Se quedó mirando al educado abogado con su traje de corte perfecto, su camisa y su corbata; sentía incluso el olor de su colonia. Contrastaba con su cliente, también vestido con traje, camisa y corbata, pero que era un personaje patético.
Kerridge tenía el cabello corto y oscuro, peinado hacia delante, y un curioso rostro acongojado que podría haber resultado incluso atractivo, de no ser porque tenía los ojos un poco más juntos de lo normal. Era delgado y de hombros caídos, y parecía absolutamente incapaz de estar inmóvil. Se agitaba como un escolar aburrido.
– Son las nueve en punto -dijo Acott-. Mi cliente necesita una taza de té. Tiene que tomarse una cada hora, a las horas en punto. Es su ritual.
– Tengo noticias para su cliente -dijo Grace, mirando fijamente a Kerridge-: esto no es un hotel Ritz-Carlton. Se le dará té fuera del horario habitual en que se sirve el té cuando yo decida que se le puede dar. En todo caso, si su cliente tuviera la bondad de mostrarse más dispuesto a cooperar (o quizá si su abogado tuviera la bondad de mostrarse más dispuesto a cooperar), estoy seguro de que podríamos hacer algo para mejorar la calidad de nuestro servicio de habitaciones.
– Ya se lo he dicho, mi cliente no va a hacer ninguna declaración.
– Tengo que tomarme el té -dijo Yac de pronto.
– Te lo tomarás cuando yo diga -respondió Grace, observándolo.
– Tengo que tomármelo a las nueve en punto.
Grace se lo quedó mirando fijamente. Se produjo un breve y tenso silencio; luego Yac le devolvió la mirada y dijo:
– ¿El váter de su casa es de cisterna alta o de cisterna baja?
La voz del taxista demostraba vulnerabilidad; algo que le tocó un nervio a Grace. Desde la noticia del secuestro en Kemp Town dos horas antes y del descubrimiento de un zapato en la acera donde supuestamente había tenido lugar, había habido novedades: un joven había ido a buscar a su novia para asistir juntos a un elegante evento celebrado media hora después del momento del secuestro y ella no le había abierto la puerta. Tampoco había respondido al teléfono móvil; le saltaba siempre el buzón de voz.