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El sargento, de veintinueve años, se puso en pie y pasó junto a varias filas de mesas hasta llegar a la de uno de sus pocos colegas que sí estaba de turno, el sargento Norman Potting.

Este, quince años mayor que él, era un perro viejo, un policía de carrera que nunca había recibido un ascenso, en parte por su actitud políticamente incorrecta y en parte por su caótica vida privada, pero también porque, al igual que muchos otros agentes, como el difunto padre de Grace, prefería el trabajo de calle a las responsabilidades burocráticas que traían consigo los ascensos. Grace era uno de los pocos del departamento que le tenían afecto y que disfrutaban escuchando sus batallitas, pues veía que podía aprender algo de ellas. Además, el tipo le daba un poco de pena.

El sargento estaba concentrado tecleando algo en el ordenador con el dedo índice de la mano derecha.

– Jodida tecnología -masculló con su rudo acento de Devon al tiempo que la sombra de Grace caía sobre él. El hombre desprendía un fuerte olor a tabaco-. Me han dado dos clases, pero aún no entiendo un carajo. ¿Qué tenía de malo el sistema de siempre que todos conocíamos?

– Se llama progreso -dijo Grace.

– Brrr. ¿Progreso? ¿Como eso de dejar entrar a todo tipo de gente en el cuerpo?

Grace hizo caso omiso al comentario y fue al grano:

– Hay una denuncia de desaparición que no me hace mucha gracia. ¿Estás ocupado? ¿O tienes tiempo para acompañarme a investigar?

Potting se puso en pie.

– Lo que sea para dejar de picar piedra, como decía mi tía -respondió-. ¿Qué tal las Navidades, Roy?

– Cortas pero agradables. Las seis horas que he pasado en casa, quiero decir.

– Por lo menos tú «tienes» una casa -apuntó Potting, taciturno.

– ¿Y eso?

– Yo vivo en una pensión. Me echó de casa, sin más. No es muy divertido desear a tus hijos feliz Navidad desde un teléfono de pago en el pasillo, y comer una «cena de Navidad para uno» del ASDA frente a la tele.

– Lo siento -respondió Grace. Lo sentía de verdad.

– ¿Sabes por qué las mujeres son como los huracanes, Roy?

Grace sacudió la cabeza.

– Porque cuando llegan son una tormenta incontrolable de pasión, pero cuando se van se te llevan el coche y la casa.

Grace le rio la gracia con una sonrisa cómplice.

– A ti te va bien, tú estás felizmente casado. Te deseo buena suerte. Pero no bajes la guardia -añadió Potting-. Estate atento por si cambia el viento. Créeme, este es mi segundo fracaso. Tendría que haber aprendido de la primera vez. Las mujeres creen que los polis son de lo más interesante hasta que se casan con ellos. Entonces se dan cuenta de que no son lo que parecían. Tienes suerte si tu matrimonio es diferente.

Grace asintió, pero no dijo nada. Las palabras de Potting se acercaban peligrosamente a la realidad. A él nunca le había interesado la ópera de ningún tipo. Pero hacía poco Sandy le había arrastrado a una representación de Los piratas de Penzance interpretada por una compañía de aficionados. Ella no había dejado de tirarle puyas durante la canción «La vida del policía no es una vida feliz».

Él le había respondido que se equivocaban, que él estaba muy contento con su vida.

Más tarde, en la cama, ella le había susurrado que quizás hubiera que cambiar la letra de la canción, que debería decir: «La vida de "la esposa" de un policía no es una vida feliz».

Capítulo 11

Jueves, 1 de enero de 2010

Varias de las casas de la calle residencial donde se encontraba el hospital tenían luces de Navidad en las ventanas y coronas decorativas en la puerta. Muy pronto volverían a sus cajas y permanecerían otro año guardadas, pensó Grace con cierta tristeza, al tiempo que reducía la velocidad y se acercaba a la entrada de la mole de cemento sucio y ventanas con cortinas de mal gusto que era el hospital de Crawley. Le gustaba el influjo mágico que tenían las fiestas de Navidad en todo el mundo, aunque a él le tocara trabajar.

Sin duda, bajo el cielo azul y soleado que se habría imaginado el arquitecto al proyectarlo, el edificio tendría un aspecto mucho más agradable que el que ofrecía aquella lluviosa mañana de enero. Grace pensó que probablemente al arquitecto se le habría olvidado pensar en las persianas que tapaban la mitad de sus ventanas, las decenas de coches aparcados en desorden en el exterior, la plétora de señales de tráfico y las manchas de humedad de las paredes.

Branson solía disfrutar asustándolo con sus habilidades al volante, pero esta vez le había dejado conducir a él, para poder concentrarse en el resumen completo que quería hacerle de su horrible semana de fiestas. El matrimonio de Glenn, que había alcanzado nuevas cotas negativas en las semanas previas, se había deteriorado aún más el día de Navidad.

Tras el berrinche que le provocó ver que su esposa, Ari, había cambiado las cerraduras de su casa, la mañana de Navidad la situación se desbordó y Glenn perdió completamente los nervios al llegar cargado de regalos para sus dos hijos pequeños y encontrarse con que ella no le permitía la entrada. El, que había sido un fornido gorila de discoteca, abrió la puerta principal de una patada y se encontró, tal como sospechaba, al nuevo amante de su esposa en su casa, jugando con «sus» hijos, frente a su árbol de Navidad. ¡Por Dios santo!

Ella había llamado a la Policía y él se había librado por poco de ser arrestado por los agentes enviados a la casa desde la División Este de Brighton, lo que habría puesto punto final a su carrera.

– Bueno, ¿y tú qué habrías hecho?

– Probablemente lo mismo. Pero eso no significa que esté bien.

– Ya -respondió, y se quedó callado un momento-. Tienes razón. Pero cuando me encontré a ese capullo del entrenador personal jugando a la X-Box con «mis» hijos…, podría haberle arrancado la cabeza y haber jugado a baloncesto con ella.

– Vas a tener que echarte el freno de algún modo, colega. No quiero que esto acabe con tu carrera.

Branson se quedó mirando la lluvia a través del parabrisas. Luego se limitó a decir, con un hilo de voz:

– ¿Y eso qué importa? Ya nada importa.

Roy le tenía un gran cariño a aquel tipo, a aquel tiarrón, enorme, noble y de buen corazón. Lo había conocido unos años atrás, cuando Glenn era un agente recién incorporado al cuerpo. En él reconoció muchos aspectos de sí mismo: las ganas, la ambición. Y Glenn tenía aquel elemento clave necesario para ser un buen policía: una gran inteligencia emocional. Desde entonces, Grace se había erigido en mentor suyo. Pero ahora que su matrimonio se desintegraba y que empezaba a dejarse llevar por su temperamento, Glenn estaba peligrosamente cerca de perderlo todo.

También se hallaba peligrosamente cerca de dañar la profunda amistad que los unía. Durante los últimos meses, Branson había sido su inquilino, y aún ocupaba su casa frente al mar, en Hove. A Grace aquello no le importaba, ya que de hecho él se había instalado en casa de Cleo, una vivienda independiente en el barrio de North Laine, en el centro de Brighton. Pero no le gustaba que su amigo toqueteara su preciosa colección de discos, ni las constantes críticas a sus gustos musicales.

Como ahora.

A falta de coche propio -su querido Alfa Romeo, que había quedado destrozado en una persecución unos meses atrás y que aún era objeto de disputa con la compañía de seguros-, Grace se veía obligado a usar coches de la Policía, que eran todos pequeños Ford o Hyundai Getz. Acababa de cogerle el tranquillo a un accesorio para el iPod que Cleo le había regalado en Navidad y con el que podía poner su música en cualquier equipo de radio, y había estado presumiendo ante Branson durante el camino.