Ya se había establecido que la última persona que la había visto era su monitor de kick-boxing, en un gimnasio de la zona. Ella se había mostrado muy animada, a la espera de aquella noche, aunque algo nerviosa ante la perspectiva de presentar a su novio en familia.
Podía haberse arrepentido, pensó Grace. Pero no parecía capaz de dejar plantado a su novio y de decepcionar a su familia de aquel modo. Cuanto más oía al respecto, menos le gustaba la situación. Aquello provocaba que aún estuviera más furioso.
Furioso ante la petulancia de Ken Acott.
Furioso ante aquel desgraciado que se escudaba en su «no hay comentarios» y en su condición. Grace conocía a un niño con Asperger. Un colega del cuerpo y su esposa, que había sido amiga de Sandy, tenían un hijo adolescente con aquella afección. Era un chaval raro pero dulce, que estaba obsesionado con las pilas. Un niño a quien no se le daba bien interpretar las emociones de la gente y que tenía problemas para relacionarse. En algunos aspectos de conducta, no distinguía del todo el bien y el mal. Pero, tal como lo veía él, era una persona capaz de distinguir la línea que separa el bien y el mal si se trataba de cosas tan graves como violaciones o asesinatos.
– ¿Puedes explicarme por qué te interesan los váteres? -le preguntó.
– ¡Las cadenas de cisterna! Tengo una colección. Podría enseñársela en algún momento.
– Sí, me gustaría mucho.
Acott le clavó una mirada asesina.
– No me ha dicho si su váter tiene la cisterna alta o baja -prosiguió Kerridge.
Grace se lo pensó un momento.
– Baja.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué te gustan los zapatos de mujer, John? -respondió Grace de pronto.
– Lo siento -dijo Acott, con la voz tensa de la rabia-. No voy a permitir ningún interrogatorio.
Grace no le hizo caso e insistió:
– ¿Te parecen sensuales?
– La gente sensual es mala -respondió Yac.
Capítulo 102
Grace salió de la sala de interrogatorios aún más intranquilo que cuando había entrado. John Kerridge era un hombre extraño y percibía en él una tendencia a la violencia. Sin embargo, no le parecía que tuviera la astucia o la capacidad mental que habría necesitado el Hombre del Zapato para quedar impune tras sus delitos de doce años atrás y después de los de las últimas semanas.
Le inquietaban en particular las últimas noticias sobre el posible secuestro de Jessie Sheldon aquella misma noche. Lo que más le preocupaba era el zapato en la acera. La chica iba vestida con chándal y deportivas. ¿De quién era el zapato, entonces? Un zapato de mujer de tacón alto nuevecito, típico del Hombre del Zapato.
Pero había algo más que le tenía intranquilo en aquel momento, más aún que John Kerridge y Jessie Sheldon. No recordaba cuándo se le había pasado por la cabeza la primera vez -en algún momento desde su salida del garaje de Mandalay Court, por la tarde, y la llegada a la sala de operaciones de comisaría-. Y no paraba de darle vueltas; más incluso que antes.
Salió de la Sussex House y se dirigió a su coche. La llovizna casi había desaparecido y se estaba levantando viento. Se sentó al volante y arrancó el motor. En aquel momento, la radio emitió un comunicado. Era un informe actualizado de uno de los agentes que habían asistido al incendio de la furgoneta en la granja al norte de Patcham. El vehículo aún estaba demasiado caliente como para registrarlo.
Poco después, hacia las 22.15, aparcó el Ford Focus sin marcas en la calle principal, The Drive, algo al sur de su destino. Luego, con la linterna escondida en el bolsillo de su gabardina, caminó un par de cientos de metros hasta Mandalay Court, intentando parecer un paseante cualquiera, para no correr el riesgo de alertar al Hombre del Zapato, o a quienquiera que usara el garaje, por si se le ocurría volver.
Ya había hablado con el agente de guardia para advertirle de su llegada. La alta silueta de Jon Exton salió a su encuentro cuando estaba bajando la rampa.
– Todo tranquilo, señor -informó el policía.
Grace le dijo que permaneciera de guardia y que le informara por radio si veía acercarse a alguien; luego rodeó el bloque de pisos y pasó junto a los candados del último garaje, el número 17.
Con la linterna encendida, recorrió todo el lateral, contando sus pasos. El garaje tenía unos ocho metros y medio de largo. Lo comprobó de nuevo volviendo sobre sus pasos, y luego volvió a la parte frontal y sacó un par de guantes de látex.
Jack Tunks, el cerrajero, le había dejado la puerta abierta. Grace levantó la puerta articulada, la cerró tras de sí e iluminó el interior con la linterna. Entonces contó sus pasos hasta la pared del fondo.
Seis metros.
El pulso se le aceleró.
Dos metros y medio de diferencia.
Golpeó la pared con los nudillos. Sonaba a hueco. Falsa. Se giró hacia los estantes de madera del extremo derecho de la pared. El acabado era burdo e irregular, como si fueran caseros. Entonces miró la tira de rollos de cinta americana. Aquello era una herramienta típica de los secuestradores. Luego, a la luz de la linterna, vio algo que no había observado en su visita anterior. Los estantes tenían un fondo de madera que los separaba dos o tres centímetros de la pared.
Grace nunca había practicado el bricolaje, pero sabía lo suficiente como para cuestionarse por qué el pésimo «manitas» que había hecho aquellos estantes les había puesto un fondo. Solo se le pone un fondo a los estantes si hay que esconder una pared fea, ¿no? ¿Por qué se molestaría nadie en hacerlo en el caso de un viejo garaje asqueroso?
Con la linterna en la boca, agarró uno de los estantes y probó a tirar de él con fuerza. Nada. Tiró aún con más fuerza, pero tampoco pasó nada. Entonces agarró el siguiente de arriba. Lo movió y de repente se soltó. Tiró y vio, en la ranura en la que estaba encajado el estante, un pestillo. Apoyó el estante contra la pared y abrió el pestillo. Entonces probó primero a tirar y luego a empujar la estantería. Pero no se movió.
Comprobó cada uno de los estantes que quedaban y descubrió que el último también estaba suelto. Lo sacó y descubrió un segundo pestillo, también oculto en la ranura del estante. Lo abrió y se puso en pie, agarró dos de los estantes que seguían en su sitio y empujó. No pasó nada.
Entonces tiró, y casi se cayó de espaldas cuando toda la estantería cedió.
Era una puerta.
Agarró la linterna y enfocó el haz de luz hacia el vacío que se creó detrás. Y se quedó sin respiración.
Se le heló la sangre.
Al mirar alrededor, era como si unos dedos helados le recorrieran la columna.
Había una caja de embalaje en el suelo. Las paredes estaban cubiertas casi en su totalidad de recortes de periódico viejos y amarillentos. La mayoría eran del Argus, pero algunos eran de diarios nacionales. Dio un paso adelante y leyó el titular de uno de ellos. Tenía fecha del 14 de diciembre de 1997:
La Policía confirma la última víctima
del hombre del zapato
Allá donde enfocara la linterna, aparecían titulares en las paredes. Más artículos, algunos con fotografías de las víctimas. Había fotografías de Jack Skerritt, el inspector del caso. Y más allá, en un lugar destacado, una gran fotografía de Rachael Ryan que le miraba desde debajo de un titular de primera plana del Argus de enero de 1998: