La arqueóloga forense de pronto se mostró más animada.
– ¡Sí, mira! Mira la clavícula. ¿La ves? No hay señales de fusión en la clavícula medial, ni siquiera al inicio del hueso. Eso suele ocurrir hacia los treinta años. Así que podemos determinar con bastante certeza que tenía menos de treinta años; veintipocos, diría yo. Podré dar una edad más aproximada cuando tengamos el esqueleto a la vista.
Grace se quedó mirando el rostro de la muerta, sintiendo una profunda tristeza por ella.
«¿Eres tú, Rachael Ryan?»
Estaba cada vez más seguro de que lo era.
Recordó claramente cuando tuvo que hablar con sus padres, que estaban destrozados en aquellos días terribles tras su desaparición, la Navidad de 1997. Se acordaba de su rostro, de cada detalle, pese a que hacía tantos años. Aquel rostro sonriente, feliz, aquella cara bonita; una cara tan joven y tan llena de vida…
«¿Te he encontrado por fin, Rachael? Demasiado tarde, lo sé. Siento mucho que sea tan tarde. Perdóname. He hecho todo lo que he podido.»
Un análisis de ADN le diría si tenía razón, y no iba a haber problemas para obtener una buena muestra. Tanto la patóloga como la arqueóloga forense estaban profundamente impresionadas ante el estado del cadáver. Nadiuska declaró que estaba mejor conservado que algunos cuerpos que solo llevaban muertos unas semanas, y lo atribuyó al hecho de que la hubieran envuelto en dos capas de plástico y a que hubiera sido enterrada en un terreno seco.
En aquel momento, Nadiuska estaba realizando un raspado vaginal, y embolsaba y etiquetaba cada muestra a medida que iba profundizando.
Grace siguió mirando el cuerpo, los doce años que se le habían escapado. Y de pronto se preguntó si, un día, se encontraría en un depósito, en algún lugar, contemplando un cadáver y declarando que se trataba de Sandy.
– ¡Es muy curioso! -anunció Nadiuska-. ¡La vagina está absolutamente intacta!
Grace no podía apartar los ojos del cadáver. La larga melena castaña tenía una frescura casi obscena, comparada con la piel marchita de la que salía. Había oído hablar del mito de que el cabello y las uñas siguen creciendo tras la muerte. La realidad, más prosaica, era que la piel se contrae: eso es todo. Todo se detiene con la muerte, salvo las células parasitarias del interior del cuerpo, que se ponen las botas cuando ven que el cerebro ya no envía anticuerpos para combatirlas. Así que, cuanto más se encoge la piel, marchitándose, devorada desde el interior, más quedan expuestos el cabello y las uñas.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó de pronto Nadiuska-. ¡Mirad lo que tenemos aquí!
Grace se giró hacia ella, sobresaltado. Su mano, enfundada en un guante, sostenía un pequeño objeto de metal con un fino mango. Algo colgaba de su extremo. Al principio pensó que se trataba de un trozo de carne.
Luego, mirando con más atención, vio lo que era realmente.
Un preservativo.
Capítulo 109
Le arrancó la cinta americana que le cubría la boca y, al tirar de la última capa, despegándosela de la piel, los labios y el cabello, Jessie soltó un gemido. Luego, casi ajena al profundo dolor, empezó a respirar con ansiedad, sintiendo el alivio momentáneo que suponía respirar normalmente.
– Encantado de saludarte como corresponde -dijo él con su suave voz, a través de la ranura del pasamontañas.
Encendió la luz interior de la furgoneta; por primera vez Jessie pudo verle bien. Allí sentado, mirándola, no parecía particularmente grande o fuerte, ni siquiera con aquel mono de cuero de motociclista machote que le cubría todo el cuerpo. Pero el pasamontañas le helaba la sangre. Vio el casco en el suelo, con unos gruesos guantes encima. En las manos llevaba otros, pero estos eran quirúrgicos.
– ¿Tienes sed?
La había recolocado en el suelo, apoyándole la espalda contra la pared, pero seguía atada. Jessie miró, desesperada, la botella de agua abierta que le tendía y asintió.
– Por favor. -Le costaba hablar; tenía la boca seca y pastosa.
Entonces la vista se le fue al cuchillo de caza que aquel hombre tenía en la otra mano. No es que lo necesitara; ella tenía los brazos atados tras la espalda y las piernas por las rodillas y los tobillos.
Podía soltarle una patada, lo sabía. También podía flexionar las rodillas y darle con fuerza, y hacerle mucho daño. Pero; de que serviría aquello? ¿Para enfurecerle aún más y provocar que le hiciera algo aún peor que lo que tenía pensado?
Era esencial mantener la pólvora seca. Por su experiencia como enfermera sabía cuáles eran los puntos vulnerables, y por sus clases de kick-boxing sabía dónde dar una patada de gran efecto que, lanzada contra el punto idóneo, le dejara inerme al menos unos segundos y, con un poco de suerte, más tiempo.
Si encontraba la ocasión.
Solo tendría una. Era esencial que no la desperdiciara.
Se bebió el agua con avidez, tragando, tragando con desesperación, hasta derramársela por la barbilla. Se atragantó y tosió con fuerza. Cuando acabó de toser bebió un poco más, aún sedienta, y le dio las gracias, sonriendo, mirándole directamente con expresión amable, como si fuera su nuevo mejor amigo, sabiendo que, de algún modo, tenía que establecer un vínculo con él.
– Por favor, no me hagas daño -dijo, con la voz ronca-. Haré lo que quieras.
– Sí -respondió él-. Sé que lo harás. -Se echó adelante y le puso el cuchillo frente a la cara-. Está afilado -le dijo-. ¿Quieres saber hasta qué punto? -Presionó la parte lisa de la fría hoja de acero contra su mejilla-. Está tan afilado que podrías afeitarte con él. Podrías afeitarte todo ese asqueroso vello, especialmente el del pubis, todo empapado en orina. ¿Sabes qué más podría hacer con él?
– No -respondió ella, temblando de miedo, con la hoja del cuchillo aún presionada contra la mejilla.
– Podría circuncidarte.
Dejó que aquellas palabras calaran.
Ella no dijo nada. El cerebro le bullía, buscando alguna idea. «Un vínculo. Tengo que establecer un vínculo.»
– ¿Por qué? -dijo ella, intentando parecer tranquila, aunque le salió una especie de jadeo-. Quiero decir… ¿Por qué ibas a querer hacer eso?
– ¿No es eso lo que les hacen a todos los niños judíos?
Ella asintió, sintiendo la hoja que empezaba a morderle la piel, justo por debajo del ojo derecho.
– La tradición -respondió.
– Pero ¿a las niñas no se lo hacen?
– No. En algunas culturas, pero no en la judía.
– ¿Ah, sí?
Tenía el cuchillo tan apretado que no se atrevía a mover la cabeza lo más mínimo.
– Sí. -Apenas articuló la palabra; el sonido se quedó atrapado en su garganta, presa del terror.
– Al circuncidar a una mujer se impide que obtenga placer sexual. Una mujer circuncidada no puede alcanzar el orgasmo, así que al cabo de un tiempo no se molesta siquiera en intentarlo. Eso significa que no se molesta en ponerle los cuernos a su marido; no tiene sentido. ¿Sabías eso?
Una vez más, la respuesta no llegó casi a salirle de la garganta:
– No.
– Yo sé cómo hacerlo -dijo-. Lo he estudiado. No te gustaría que te circuncidara, ¿verdad?
– No -respondió, esta vez en forma de tenue suspiro. Estaba temblando, intentando respirar regularmente, calmarse. Pensar con claridad-. No hace falta que me hagas eso -dijo, con una voz algo más audible esta vez-. Me portaré bien contigo, lo prometo.
– ¿Te lavarás para mí?
– Sí.
– ¿Por todas partes?
– Sí.
– ¿Te afeitarás el pubis para mí?
– Sí.
Sin apartarle el cuchillo del pómulo, dijo:
– Tengo agua en la furgoneta; agua corriente calentita. Jabón. Una esponja. Una toalla. Una maquinilla. Voy a dejar que te quites toda la ropa para que puedas lavarte. Y luego vamos a jugar con ese zapato -prosiguió, señalando hacia el suelo con la botella de agua-. ¿Lo reconoces? Es idéntico al par que te compraste el martes en Marielle Shoes, en Brighton. Es una lástima que echaras uno a la calle de una patada; podríamos haber jugado con la pareja. Pero nos divertiremos solo con uno, ¿verdad?