– ¿Esta quién es? -preguntó Branson, cambiando de pronto de tema al poner otra canción.
– Laura Marling.
– No tiene personalidad. Parece una imitadora -dijo, tras escuchar un momento.
– ¿Imitadora? ¿De quién?
Branson se encogió de hombros.
– A mí me gusta -afirmó él, desafiante.
Escucharon en silencio unos momentos, hasta que descubrió un hueco e inició la maniobra para aparcar.
– Con las mujeres vocalistas no tienes criterio. Ese es tu problema.
– A mí me gusta. ¿Vale?
– Eres triste.
– A Cleo también le gusta -replicó-. Me lo regaló ella por Navidad. ¿Quieres que le diga que piensas que es una mujer triste?
– ¡Uuuuuu! -respondió Branson, levantando sus enormes y cuidadas manos.
– Sí. ¡Uuuuuu!
– ¡Un respeto! -dijo Branson, pero casi en voz baja, y sin un rastro de humor en su tono.
Las tres plazas reservadas para la Policía estaban ocupadas, pero al tratarse de un día festivo había muchos huecos libres por todas partes. Grace aparcó en uno, apagó el motor y salieron del coche. Luego corrieron bajo la lluvia y se dirigieron al lateral del hospital.
– ¿Alguna vez discutías con Ari sobre música?
– ¿Por qué? -preguntó Branson.
– No sé, me ha entrado la duda.
La mayoría de los visitantes de aquel complejo de edificios no habría notado el pequeño cartel blanco con letras azules que decía Saturn Centre y que indicaba un sendero sin ningún rasgo particular delimitado por la pared del hospital a un lado y un seto al otro. Tenía el aspecto de llevar al patio de las basuras.
Sin embargo, en realidad llevaba al primer Centro de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales de Sussex. Era una unidad especializada, recién inaugurada por el comisario jefe, como otras repartidas por Inglaterra, y que suponía un importante cambio en el modo de tratar a las víctimas de violaciones. Grace aún recordaba una época, no tan lejana, en que, aún traumatizadas, tenían que pasar por en medio de la comisaría y someterse a interrogatorio por parte de agentes varones, que en muchos casos hasta se permitían hacer bromitas. Todo aquello había cambiado, y aquel centro era la última aportación.
Allí las víctimas, en un estado de profunda vulnerabilidad, podían ser atendidas por agentes y psicólogas de su mismo sexo, profesionales que harían todo lo posible por reconfortarlas y tranquilizarlas, procediendo al mismo tiempo a la desagradable tarea de buscar la verdad.
Una de las cosas más duras a las que tenían que enfrentarse los agentes de asistencia de víctimas de abusos era al hecho de que las propias víctimas en realidad se convertían en una suerte de escenario del crimen, ya que sus ropas y sus cuerpos podían contener pruebas y rastros de importancia vital. El tiempo, como en todas las investigaciones, era un factor crucial. Muchas víctimas de violación tardaban días, semanas o incluso años en ir a la Policía, y muchas nunca denunciaban las agresiones por no revivir la experiencia más angustiosa de su vida.
Branson y Grace pasaron junto a un contenedor de basuras negro con ruedas y luego al lado de unos conos de tráfico apilados en aquel lugar tan inesperado, y llegaron a la puerta. Roy llamó al timbre y unos momentos después se abrió la puerta. Les hicieron pasar y apareció de la nada una agente que él conocía, pero cuyo nombre no le venía a la mente.
– ¡Feliz Año Nuevo, Roy! -dijo ella.
– ¡Feliz Año!
Grace vio que la mujer miraba a Glenn y se devanó los sesos desesperadamente en busca de su nombre. De pronto le vino a la cabeza.
– Glenn, esta es Brenda Keys. Brenda, este es el sargento Glenn Branson, uno de mis colegas en la Brigada de Delitos Graves.
– Encantada, sargento -dijo ella.
Brenda Keys era una entrevistadora con formación especial que ya interrogaba a las víctimas en Brighton y en otras partes del país antes de que se creara aquel centro. Era una mujer amable y de aspecto inteligente, con el cabello corto y castaño y que llevaba unas grandes gafas; siempre iba vestida de un modo discreto, como en esta ocasión, con unos pantalones negros, una camisa y un suéter gris con el cuello de pico.
Que aquellas salas de entrevistas eran de reciente creación resultaba evidente. Todas olían a moqueta nueva y a recién pintado, y estaban insonorizadas.
Aquello era un laberinto de salas situadas tras puertas cerradas de madera de pino, con una recepción central enmoquetada en beis. Las paredes, pintadas de color crema, estaban decoradas con láminas enmarcadas, fotografías artísticas de vivos colores de escenas familiares de Sussex: las cabinas de la playa de Hove, los molinos Jack y Jill, en Clayton, o el muelle de Brighton. La buena intención era evidente, pero era como si alguien hubiera intentado con demasiado ahínco distanciar a las víctimas que acudían a este lugar de los horrores que habían experimentado.
Se registraron en la recepción. Brenda los puso al día. Mientras lo hacía, se abrió una puerta junto al pasillo y una agente corpulenta, con el cabello de punta, peinado en púas, como si hubiera metido los dedos en el enchufe, se dirigió hacia donde estaban con una sonrisa amistosa.
– Agente Rowland, señor -se presentó-. ¿El superintendente Grace?
– Sí. Y este es el sargento Branson.
– Están en Entrevistas Uno; acabamos de empezar. La agente de enlace Westmore está hablando con la víctima, y el sargento Robertson está observando. ¿Quiere pasar a la sala de observación?
– ¿Cabemos los dos?
– Pondré otra silla. ¿Les puedo traer algo de beber?
– Me iría estupendo un café -dijo Grace-. Cargado, sin azúcar.
Branson pidió una Coca-Cola light.
Siguieron a la agente por el pasillo, dejando atrás puertas con carteles que decían sala de exámenes médicos, sala de reuniones y, por fin, sala de entrevistas.
Poco después la agente abrió otra puerta sin cartel y entraron. La sala de observación era un espacio pequeño, con una estrecha mesa de trabajo blanca ocupada por unos cuantos ordenadores. En la pared había una pantalla plana que mostraba las imágenes de circuito cerrado procedentes de la sala de entrevistas adjunta. El sargento que había acudido en primer lugar al hotel Metropole, un hombre de apenas treinta años con el rostro infantil y una pelusa de cabello rubio cortado a máquina, estaba sentado frente a la mesa con un ordenador portátil enfrente y una botella de agua sin tapón. Llevaba un traje gris que le quedaba fatal y una corbata violeta con un nudo enorme, y tenía la palidez enfermiza de quien se enfrenta a una resaca monumental.
Grace se presentó, y presentó a Glenn. Ambos se sentaron, Roy en una dura silla de oficina con ruedas que la agente acababa de traer.
La pantalla daba una imagen estática de una habitación pequeña y sin ventanas, amueblada con un sofá azul, un sillón del mismo color y una mesita redonda con una gran caja de pañuelos de papel. La moqueta era de un triste gris oscuro y las paredes estaban pintadas de un blanco roto. En lo alto de la pared se veía claramente una segunda cámara con micrófono.
La víctima, una mujer de aspecto asustado y de entre treinta y cuarenta años vestida con un albornoz de rizo con las letras MH bordadas en el pecho, estaba sentada en el sofá, con las manos cruzadas sobre el vientre. Era delgada y tenía un rostro atractivo pero pálido, con el rímel corrido. Su larga cabellera pelirroja estaba hecha una maraña.
Al otro lado de la mesa estaba sentada Claire Westmore, la agente de enlace con víctimas de agresión sexual. Imitaba los gestos de la víctima, sentándose en la misma postura, con los brazos alrededor del vientre también ella.
A lo largo de los años, había aprendido los medios más efectivos para obtener información de las víctimas y de los testigos durante las entrevistas. El primer principio tenía que ver con el código de vestuario. Nunca hay que llevar nada que pueda distraer al sujeto, como rayas o colores vivos. Westmore iba vestida al efecto, con una camisa azul lisa y un suéter azul marino con el cuello de pico, pantalones negros y unos sencillos zapatos negros. Tenía su media melena rubia recogida con una cinta, lo que dejaba la cara despejada. La única joya que llevaba era una sencilla gargantilla de plata.