Denise Starling se quedó mirando a su marido, que iba vestido con el informe mono azul de la cárcel y que llevaba un parche sobre el ojo derecho, sentado frente a ella en la gran sala de visitas, pintada con colores chillones. Una cámara los vigilaba desde el techo y un micrófono los grababa discretamente. Entre ellos solo había una mesa de plástico azul.
A ambos lados, otros reclusos hablaban con sus seres queridos y familiares.
– ¿Has leído los periódicos? -insistió ella-. Te relacionan con las violaciones del Hombre del Zapato, en 1997. También son cosa tuya, ¿no?
– Haz el favor de bajar la voz.
– ¿Por qué? ¿Tienes miedo de lo que puedan hacerte en el ala de prisión preventiva? No les gustan los pervertidos, ¿verdad? ¿Te buscan con zapatos de mujer en las duchas? Eso te gustaría, ¿no?
– Baja la voz de una vez. Tenemos cosas de las que hablar.
– Yo no tengo nada que hablar contigo, Garry Starling. Has destruido nuestro matrimonio. Siempre supe que eras un maldito pervertido. Pero no sabía que eras un violador y un asesino. Te lo pasaste bien con ella en el Tren Fantasma, ¿verdad? En una de nuestras primeras citas me llevaste hasta allí y me metiste el dedo en el coño. ¿Te acuerdas? Te pone, ese lugar, ¿eh?
– Yo no subí al Tren Fantasma. No fui yo. ¡Créeme!
– Sí, claro, tengo que creerte. ¡Ja!
– No fui yo. Eso no lo hice yo.
– Sí, claro, y tampoco eras tú el de la cementera, ¿verdad? Sería alguien que se te parecía.
Él no dijo nada.
– Toda aquella mierda de atarme y obligarme a hacer cosas con los zapatos, mientras tú mirabas y te tocabas…
– ¡Denise!
– No me importa. ¡Que lo oiga todo el mundo! Has arruinado mi vida. Te has llevado mis mejores años. Todas aquellas gilipolleces de que no querías tener hijos porque habías tenido una infancia tan desgraciada. Eres un monstruo, y estás donde te mereces estar. Espero que te pudras en el Infierno. Y más vale que te busques un buen abogado, porque yo no te voy a apoyar. Voy a sacarte hasta el último penique que pueda -dijo, y se echó a llorar.
Él se quedó en silencio. No tenía nada que decir. Si hubiera podido, le habría gustado acercarse por encima de la mesa y estrangular a aquella puta con sus propias manos.
– Pensé que me querías -sollozó ella-. Pensé que podríamos crear una vida juntos. Pensé que eras un poco excéntrico, pero que si te amaba lo suficiente quizá podría cambiarte, que podría ofrecerte algo que nunca habías tenido.
– ¡Déjalo ya!
– Es cierto. Una vez fuiste honesto conmigo. Hace doce años, cuando nos casamos, me dijiste que era la única persona que te había dado paz en la vida. Que te entendía. Me dijiste que tu madre te obligaba a follártela, porque tu padre era impotente. Que aquello te hizo aborrecer las partes íntimas de las mujeres, incluso las mías. Pasamos por toda aquella mierda psicológica juntos.
– ¡Denise, cierra la boca!
– No, no la cerraré. Cuando empezamos a salir entendí que los zapatos eran lo único que te ponía. Y lo acepté porque te quería.
– ¡Denise! ¡Joder, cállate!
– Tuvimos muchos años buenos. No me di cuenta de que me estaba casando con un monstruo.
– Tuvimos buenos momentos -dijo él, de pronto-. Buenos momentos, hasta hace poco. Entonces tú cambiaste.
– ¿Que cambié? ¿Qué quieres decir con que cambié? ¿Te refieres a que me harté de masturbarme con zapatos? ¿Es eso lo que quieres decir con que cambié?
Él volvió a callarse de nuevo.
– ¿Qué futuro me espera ahora? Ahora soy la señora del Hombre del Zapato. ¿Estás orgulloso? Has destrozado mi vida. ¿Sabes nuestros buenos amigos, Maurice y Ulla, con los que salimos a cenar cada sábado al China Garden? No me devuelven las llamadas.
– A lo mejor nunca les gustaste. A lo mejor era yo el que les gustaba, y tú eras la bruja quejicosa a la que soportaban porque venías conmigo.
– ¿Sabes qué voy a hacer? -dijo ella, sollozando otra vez-. Voy a irme a casa y me voy a suicidar. Seguro que ni te importa.
– Pues asegúrate de no fallar.
Capítulo 120
Denise Starling volvió a casa conduciendo su Mercedes descapotable sin prestar demasiada atención. A través de las lágrimas veía la carretera mojada que tenía delante. Los limpiaparabrisas repiqueteaban rítmicamente. En la BBC Sussex Radio, una mujer parloteaba con cierta alegría sobre las vacaciones desastrosas, e invitaba a los oyentes a llamar a la emisora y contar su propia experiencia.
Sí, todas las vacaciones con Garry habían sido un maldito desastre. La vida con él había sido horrible. Y ahora estaba empeorando aún más.
¡Cabrón de mierda!
A los tres años de matrimonio se había quedado embarazada. Él la había hecho abortar. No quería traer niños al mundo. Le había citado unos versos, de un poeta cuyo nombre no recordaba, sobre cómo te jodían la vida los padres.
Lo que le había pasado durante su infancia le había afectado, de eso no había duda. Le había dañado de un modo que ella nunca entendería.
Siguió conduciendo, muy por encima de la velocidad permitida. Recorrió London Road, pasó Preston Park y gritó «¡Que te jodan!» cuando la cámara de control de tráfico, de la que se había olvidado completamente, le hizo una foto con flash. Entonces giró por Edward Street, dejó atrás los juzgados, el Brighton College y el Royal Sussex County Hospital.
Unos minutos más tarde giró a la derecha frente al East Brighton Golf Club, del que era socio Garry -no por mucho tiempo, pensó, con una extraña satisfacción malsana: ¡que volviera al mundo de los parias!-. Luego superó la colina, tomó Roedean Crescent y por fin giró a la izquierda, para entrar en la vía de acceso a su gran casa de falso estilo Tudor. Pasó junto a la puerta del garaje, de dos hojas, y paró frente al Volvo gris de Garry.
Entonces, con los ojos aún húmedos, abrió la puerta principal de la casa. Por unos momentos tuvo problemas para desconectar la alarma. «¡Típico! ¡Para una vez que falla la alarma, Garry no está en casa para solucionarlo!»
Cerró de un portazo y luego corrió la aldaba de seguridad. «¡Que te jodan, mundo! ¿Quieres pasar de mí? ¡Perfecto! Yo también voy a pasar de ti. ¡Voy a abrirme una botella del burdeos más caro de Garry y me voy a pillar un buen pedo!» Entonces una voz suave a sus espaldas dijo:
– ¡Shalimar! ¡Me gusta el Shalimar! ¡Lo olí la primera vez que nos vimos!
Un brazo le rodeó el cuello. Le apretaron algo húmedo y de olor nauseabundo contra la nariz. Ella se revolvió unos segundos, con la mente cada vez más turbia.
Antes de caer inconsciente, las últimas palabras que oyó fueron:
– Eres como mi madre. Haces cosas malas a los hombres. Cosas malas que hacen que los hombres hagan cosas malas. Eres asquerosa. Eres mala, como mi madre. Me trataste mal en el taxi. Destrozaste a tu marido, ¿sabes? Alguien tiene que detenerte antes de que destruyas a otras personas.
Ella tenía los ojos cerrados, así que le susurró al oído:
– Voy a hacerte algo que le hice a mi madre hace tiempo. Con ella esperé demasiado, así que tuve que hacerlo de otra manera. Pero luego me sentí muy bien. Sé que también me sentiré bien después de esto. A lo mejor incluso mejor. Ajá.
Yac arrastró el cuerpo escaleras arriba. El pom-pom, pom-pom de sus Christian Louboutin negros golpearon con cada escalón.
Se detuvo, sudando, cuando llegó al rellano. Entonces se agachó y recogió la cuerda azul de remolque que había encontrado en el garaje. Con las manos enfundadas en guantes, ató un extremo a una de las vigas de falso estilo Tudor del techo, la más próxima a las escaleras. Ya había hecho un nudo corredizo en el otro extremo. Y había medido la distancia.
Pasó el nudo alrededor del cuello de la mujer, que seguía desmayada, y la levantó, con cierta dificultad, hasta la altura de la barandilla.