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Omotoso pisó a fondo. Upperton se echó adelante, encendió las luces, la sirena y la cámara para medir la velocidad; luego tiró del cinturón de seguridad para tensarlo. La manera de conducir de su colega cuando perseguía a alguien siempre le ponía nervioso.

Llegaron a la altura del Mazda enseguida y fijaron su velocidad en setenta y cinco millas por hora antes de que redujera para embocar la rotonda. Luego, para su asombro, el vehículo volvió a acelerar al salir de la rotonda. El sistema de lectura de matrículas fijado al salpicadero, que pasaba directamente la información al ordenador de la Dirección General de Tráfico, permaneció totalmente en silencio, lo que indicaba que el coche no había sido robado y que tenía los papeles en regla.

Esta vez la cámara fijó la velocidad en ochenta y un millas por hora, más de ciento treinta kilómetros por hora.

– Tendremos que tener una charla con él -dijo Upperton.

Omotoso aceleró, se colocó justo detrás del Mazda y le hizo luces. Era el momento en que siempre se preguntaban si el conductor intentaría huir o si sería sensato y pararía.

Inmediatamente se iluminaron las luces de freno. El intermitente izquierdo empezó a parpadear, y el coche se detuvo en el arcén. Por la silueta que veían a través del parabrisas trasero, parecía que solo había un ocupante, la mujer que iba al volante, que los miraba, nerviosa, por encima del hombro.

Upperton apagó la sirena, dejó las luces azules en marcha y encendió las de avería. Luego salió del coche y, luchando contra el viento, rodeó el automóvil hasta llegar a la puerta del conductor, sin dejar de comprobar la carretera por si venía algún coche por detrás.

La mujer bajó la ventanilla a medias y le miró, nerviosa. Tendría cuarenta y pocos años, y lucía una masa de cabello rizado alrededor de su rostro, de facciones duras pero no sin atractivo. Parecía haberse puesto el pintalabios algo torpemente y el rímel se le había corrido, como si hubiera estado llorando.

– Lo siento, agente -dijo, con la voz algo tensa y poco nítida-. Supongo que iba un poco rápido.

Upperton flexionó las rodillas para acercarse todo lo posible a su rostro y poder olerle el aliento. Pero no hacía falta. Si hubiera encendido una cerilla, probablemente le habrían salido llamas de la boca. El coche también olía mucho a cigarrillos.

– Tiene algún problema de vista, ¿verdad, señora?

– No, esto…, no. De hecho he ido al oftalmólogo hace poco. Tengo una visión casi perfecta.

– Así pues, ¿suele adelantar coches patrulla a alta velocidad?

– ¡Oh, qué tonta! ¿Eso he hecho? ¡No los he visto! Lo siento. Es que acabo de pelearme con mi exmarido. Tenemos un negocio a medias, ¿sabe? Y yo…

– ¿Ha estado bebiendo, señora?

– Solo una copa de vino… con el almuerzo. Una copita.

A él le olía más bien como si se hubiera bebido toda una botella de vino.

– ¿Podría apagar el motor, señora, y salir del coche? Le voy a pedir que se someta a la prueba de alcoholemia.

– No irá a ponerme una multa, ¿verdad, agente? -dijo, arrastrando las palabras aún más que antes-. Es que…, es que necesito el coche para trabajar. Y ya me han quitado algunos puntos del carné.

«Qué sorpresa», pensó él.

Ella se desabrochó el cinturón y salió, no sin esfuerzo. Upperton tuvo que ofrecerle el brazo para evitar que se cayera hacia la carretera. No hacía falta ni que soplara en el alcoholímetro, pensó. Lo único que tenía que hacer era ponérselo a veinte metros, y el aparato reventaría.

Capítulo 16

Viernes, 9 de marzo de 1979

– Johnny! -le gritó su madre desde el dormitorio-. ¡Para eso! ¡Para ese ruido! ¿Me oyes?

El, de pie sobre la silla de su dormitorio, cogió otro de los clavos que sostenía entre los labios, lo colocó contra la pared y lo golpeó con el martillo. ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!

– ¡Johnny, para ese puto ruido de una vez! ¡Ahora mismo! ¡Para! -gritó ella.

Tendida en el suelo, perfectamente dispuesta, estaba su preciada colección de cadenas de cisterna. Tenía quince. Las había encontrado en contenedores de basura por todo Brighton (bueno, todas excepto dos, que había robado de algún baño).

Se sacó otro clavo de la boca. Lo situó en línea. Empezó a darle con el martillo.

Su madre se presentó en la habitación, apestando a aquel perfume, Shalimar. Llevaba una camisola de seda negra, medias de rejilla con ligas a medio poner, un maquillaje aplicado a la carrera y una peluca de rizos dorados un poco ladeada. Tenía puesto un zapato de tacón negro y llevaba el otro en la mano, levantado como un arma.

– ¿Me estás oyendo?

El no le hizo ningún caso y siguió clavando.

– ¿Es que estás sordo, joder? ¿Johnny?

– No me llamo Johnny -masculló con los clavos entre los labios, sin dejar de darle al martillo-. Me llamo Yac. Tengo que colgar mis cadenas.

Sosteniendo el zapato por la punta, le clavó el tacón contra el muslo. Con un gemido como el de un perro al azotarle, cayó de lado y se estrelló contra el suelo. Un momento después ella estaba de rodillas a su lado, soltándole una tunda de golpes con el afilado tacón del zapato.

– ¡No te llamas Yac, te llamas Johnny! ¿Lo entiendes? Johnny Kerridge.

Volvió a golpearle, una y otra vez. Y otra.

– ¡Soy Yac! ¡Es lo que dijo el médico!

– ¡Atontado! Hiciste que tu padre se fuera de casa y ahora me estás volviendo loca a mí. ¡El médico no dijo eso!

– ¡El médico escribió Yac!

– ¡El médico escribió Y.A.C. [2] en sus jodidas notas! ¡Porque eso es lo que eres: un niño autista, un niño autista inútil, imbécil y patético! Pero te llamas Johnny Kerridge. ¿Te enteras?

– ¡Me llamo Yac!

El se enroscó en un ovillo protector mientras ella levantaba de nuevo el zapato. La mejilla le sangraba por el impacto del tacón. Aspiró el denso y empalagoso perfume de su madre. Ella guardaba un gran frasco en su tocador y una vez le había dicho que era el perfume más elegante que podía llevar una mujer, y que tendría que estar contento de tener una madre con tanta clase. Pero ahora no estaba demostrando mucha clase.

Justo en el momento en que iba a golpearle otra vez, sonó el timbre de la puerta.

– ¡Oh, mierda! -exclamó ella-. ¿Ves lo que has hecho? ¡No me has dejado arreglarme a tiempo! ¡Estúpido! -Volvió a golpearle en el muslo, tan fuerte que le agujereó los vaqueros-. ¡Mierda, mierda, mierda!

Salió corriendo de la habitación, gritando:

– Ve a abrirle la puerta. ¡Dile que espere abajo! -dijo, y cerró la puerta del dormitorio de un portazo.

Yac se puso en pie, dolorido, y salió cojeando de la habitación. Caminó poco a poco, deliberadamente, sin ninguna prisa, y bajó la escalera de la casa adosada en la que vivían, en un extremo de la urbanización Whitehawk. Cuando llegó al último escalón, el timbre volvió a sonar.

– ¡Abre la puerta! -gritó su madre-. ¡Hazle pasar! No quiero que se vaya. ¡Lo necesitamos!

Con sangre en la cara, en la camiseta y en varios puntos de los pantalones, Yac fue hasta la puerta principal y la abrió sin demasiada convicción.

Apareció un hombre rechoncho y sudado, de aspecto torpe, con un traje gris que no le sentaba nada bien. Yac se lo quedó mirando. El hombre le devolvió la mirada y se ruborizó. El niño lo reconoció. Había venido antes, varias veces.

Se giró y gritó hacia el hueco de las escaleras:

– ¡Mamá! ¡Es ese hombre apestoso que no te gusta, que ha venido a follarte!

Capítulo 17

Sábado, 27 de diciembre de 1997
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[2] Y.A.C., siglas de Young Autistic Child, «niño autista», en inglés. (N. del T.)