Garry era de constitución ligera y tenía cara de pícaro, con un cabello corto y bien peinado que empezaba a clarear y a volverse gris. Sus grandes ojos redondos, situados bajo unas cejas arqueadas, le habían valido el apodo de Búho en el colegio. Ahora, alcanzada ya cierta edad, con sus pequeñas gafas montadas al aire, su elegante traje, su camisa impecable y una corbata sobria, tenía el aspecto de un científico que observara en silencio el mundo que tenía delante con una misteriosa mirada desapegada, como si fuera un experimento creado por él mismo en el laboratorio y que no le dejara completamente satisfecho.
A diferencia de su marido, Denise, que había sido una rubia esbelta de marcadas curvas en la época en que se habían conocido, últimamente se había ido hinchando. Aún era rubia, gracias a su peluquera, pero tantos años bebiendo se habían cobrado su precio. En opinión de Garry -aunque él nunca se lo diría, porque era muy reservado-, desnuda, tenía el tipo de un cerdo fofo.
– Lizzie, mi hermana -anunció Garry, en tono de disculpa, volviendo a tomar asiento-. Se ha pasado unas horas en comisaría: la han pillado conduciendo borracha. Solo quería asegurarme de que ha ido a verla un abogado y de que la lleven a casa.
– ¿Lizzie? ¡Será tonta! ¿Cómo se le ha ocurrido? -exclamó Denise.
– Sí, claro -replicó Garry-. Lo hizo a propósito, ¿verdad? ¡Déjala respirar, por Dios! Ha sufrido un matrimonio de mierda y ahora ese capullo le está haciendo pasar por un divorcio de mierda.
– Pobrecilla -dijo Ulla.
– Aún está muy por encima del límite. No le dejarán volver a casa en coche. No sé si debería ir y…
– ¡Ni se te ocurra! -respondió Denise-. Tú también has bebido.
– Hoy en día hay que tener un cuidado tremendo, con el alcohol y el coche -señaló Maurice, arrastrando las palabras-. Yo no lo haré. Me temo que no siento demasiada simpatía por la gente a la que pillan conduciendo borracha. -Luego, al ver la expresión hosca de su amigo, prefirió corregirse-: Salvo en el caso de Lizzie, por supuesto. -Y forzó una sonrisa.
Maurice había ganado una millonada construyendo residencias para ancianos. Su esposa, Ulla, era sueca. Se había implicado mucho en la lucha por la defensa de los derechos de los animales los últimos años, y no hacía mucho había encabezado un bloqueo en el puerto de Shoreham -el principal puerto de Brighton- para parar el trato inhumano que en su opinión se daba a las ovejas para la exportación. Garry había observado, especialmente en los últimos dos años, que los dos tenían cada vez menos cosas en común.
Había sido padrino de bodas de Maurice. En aquel tiempo deseaba en secreto a Ulla. Ella era la típica sueca de piernas largas y melena rubia. De hecho, había seguido deseándola hasta hacía poco, cuando ella había empezado a dejar de cuidarse. También había ganado peso y le había dado por vestirse de Madre Tierra, con blusones amplios, sandalias y abalorios hippies. Llevaba el pelo descuidado y parecía que se aplicaba el maquillaje como si fuera pintura de guerra.
– ¿Habéis oído hablar del efecto Coolidge? -dijo Garry.
– ¿Y eso qué es? -preguntó Maurice.
– Cuando Calvin Coolidge era presidente de Estados Unidos, fue a visitar una granja de pollos con su mujer. El granjero se sintió incómodo cuando un gallo empezó a follarse a una gallina delante de la señora Coolidge. Le pidió disculpas a la primera dama, pero ella le preguntó cuántas veces al día hacía eso el gallo. El granjero le dijo que decenas de veces. Ella se le acercó y le susurró: «¿Le importaría contárselo a mi marido?».
Garry hizo una pausa mientras Maurice y Ulla se reían. Denise, que ya había oído la anécdota antes, no hizo ningún gesto. Garry prosiguió:
– Entonces, un poco más tarde, Coolidge le preguntó al granjero sobre el gallo: «Dígame, ¿siempre se folla a la misma gallina?». El granjero contestó: «No, señor presidente, siempre es una diferente». Coolidge le susurró al hombre: «¿Le importaría contárselo a mi esposa?».
Maurice y Ulla aún seguían riéndose cuando llegaron el crujiente pato pequinés y las tortitas.
– ¡Esa me ha gustado! -dijo Maurice, que inmediatamente hizo un gesto de dolor al recibir una patada de Ulla bajo la mesa.
– Te toca un poco demasiado de cerca -comentó ella, ácida.
Maurice le había contado a Garry una serie de aventuras a lo largo de los años. Ulla se había enterado de más de una.
– Por lo menos el gallo practica el sexo como Dios manda -le dijo Denise a su marido-. No tiene que recurrir a esas cosas retorcidas con las que tú te corres.
Garry le sonrió implacablemente tras la máscara que se había creado, siguiéndole la corriente. Se hizo un incómodo silencio mientras aparecían las tortitas, la cebolleta y la salsa hoisin, y mientras el camarero cortaba el pato antes de retirarse.
Maurice se sirvió una tortita y enseguida intervino de nuevo, cambiando de tema:
– Bueno, ¿y cómo pinta el negocio este año, Garry? ¿Crees que la gente va a reducir gastos?
– ¿Cómo iba a saberlo? -interrumpió Denise-. Siempre está en ese campo de golf.
– ¡Claro que sí, cariño! -se defendió Garry-. Ahí es donde consigo nuevos clientes. Así es como construí mi negocio. Un día logré a la Policía como cliente, jugando al golf con un agente.
Garry Starling había empezado como electricista, trabajando para Chubb Alarms, como instalador. Luego lo había dejado y se había arriesgado a crear su propia empresa; al principio trabajaba desde un minúsculo despacho en el centro de Brighton. Había escogido el mejor momento, ya que era cuando el negocio de la seguridad empezaba a dispararse.
Era una fórmula que no fallaba. Aprovechaba que era socio del club de golf, del Round Table y del Rotary Club para venderle el producto a todo el que encontraba. A los pocos años de empezar en el negocio, ya había creado Sussex Security Systems y Sussex Remote Monitoring Services, que se habían convertido en uno de los mayores negocios de seguridad de la zona de Brighton, tanto en instalaciones domésticas como comerciales.
– En realidad el negocio va bien -dijo, dirigiéndose a Maurice-. ¿Qué tal tú?
– ¡A tope! -respondió Maurice-. ¡Increíble, pero cierto! -Levantó la copa-. ¡Bueno, salud para todos! ¡Por un año brillante! No llegamos a brindar en Nochevieja, ¿verdad, Denise?
– Sí, bueno, lo siento. No sé qué me dio. Debió de ser la botella de champán que nos tomamos en la habitación mientras nos cambiábamos.
– Que «tú» te tomaste -la corrigió Garry.
– ¡Pobrecilla! -dijo Ulla.
– Aun así -comentó Maurice-, Garry hizo todo lo que pudo para beberse lo suyo y lo tuyo en la fiesta, ¿verdad, campeón?
– Sí, bueno, hice un esfuerzo supremo -concedió Garry, sonriendo.
– Vaya si lo hizo -confirmó Ulla-. ¡Estaba bien cocido!
– Oye, ¿habéis leído hoy el Argus? -dijo Maurice, cambiando de tono de pronto.
– No -respondió Garry-. Todavía no lo he leído. ¿Por qué?
– ¡Se ve que violaron a una mujer en el hotel! ¡Mientras nosotros estábamos de fiesta! ¡Increíble!
– ¿En el Metropole? -preguntó Denise.
– ¡Sí! En una habitación. ¿No es increíble?
– Estupendo -dijo ella-. Es genial saber que tu atento marido está poniéndose de alcohol hasta las cejas mientras su esposa está en la cama, sola, con un violador suelto por ahí.
– ¿Qué decía el periódico? -dijo Garry, haciendo caso omiso.
– No mucho… Solo unas líneas.
– No pongas esa cara de culpabilidad, cariño -insistió Denise-. Tú no podrías mantenerla tiesa el tiempo suficiente para violar a una pulga.
Maurice se afanó en llenar su tortita con tiras de carne de pato.
– A menos que ella llevara tac…, ¡ay! -gritó.
Garry le había dado una buena patada bajo la mesa, para que se callara.