– ¡Sí, señor!
Se subieron al coche.
– Al sesenta y siete de Rodean Crescent -dijo el hombre.
– Sesenta y siete de Rodean Crescent -repitió Yac. Le habían enseñado que siempre convenía repetir la dirección claramente.
El coche se llenó de los olores a alcohol y perfume. Shalimar, lo reconoció al instante. El perfume de su infancia. El que siempre llevaba su madre. Entonces se giró hacia la mujer.
– Bonitos zapatos -dijo-. Bruno Magli.
– Sí -masculló ella.
– Talla cuatro -añadió.
– Eres un experto en zapatos, ¿eh? -preguntó la mujer, sarcástica.
Yac miró el rostro de la mujer en el espejo. Estaba muy erguida. No tenía la cara de alguien que se lo hubiera pasado bien. Ni de alguien muy agradable. El hombre tenía los ojos cerrados.
– Zapatos -dijo Yac-. Ajá.
Capítulo 21
Rachael se despertó sobresaltada. Sentía un dolor punzante en la cabeza. Desorientada, por un instante tuvo la cruel ilusión de encontrarse en casa, en su cama, con una resaca de campeonato. Entonces sintió la dura superficie de metal. La tela de arpillera. La peste a aceite de motor. Y la realidad irrumpió en su conciencia, despertándola del todo y sumiéndola en una oscura espiral de terror.
El ojo derecho le dolía una barbaridad. Aquello era una agonía. ¿Cuánto tiempo había pasado ahí tirada? El hombre podía regresar en cualquier momento, y si lo hacía, vería que se había soltado las muñecas. Volvería a atárselas y probablemente le daría un escarmiento. Tenía que soltarse las piernas y correr, ahora, mientras aún tenía alguna posibilidad.
«Oh, Dios mío, por favor, ayúdame.»
Tenía los labios tan secos que se le abrían en dolorosas grietas cuando intentaba moverlos. Sentía la lengua como si tuviera una bola de pelo metida en la boca. Aguzó el oído por un momento, para asegurarse de que no había nadie alrededor. Lo único que pudo oír fue el sonido de una sirena distante, y una vez más se preguntó, con un atisbo de esperanza, si sería una patrulla policial que había salido en su busca.
Pero ¿cómo iban a encontrarla allí dentro?
Rodó por el suelo hasta que notó el lateral de la furgoneta, se agarró para erguirse y empezó a buscar con las uñas el borde de la cinta adhesiva que tenía alrededor de los tobillos, tanteando el PVC untado de aceite en busca de un punto de agarre.
Por fin lo encontró y, muy despacio, con cuidado, fue levantando el borde de la cinta hasta que tuvo una tira ancha. Empezó a tirar de ella; la cinta empezó a despegarse con una serie de agudos ruidos. Luego, con una mueca de dolor, separó el último trozo de la piel de los tobillos.
Agarrándose a la tela de arpillera empapada, consiguió ponerse en pie, estiró las piernas y se las frotó para recuperar la sensibilidad, y avanzó a tientas hasta la puerta trasera de la furgoneta. De pronto soltó un chillido de dolor al pisar algo afilado, una tuerca o un tornillo. Tanteó las puertas traseras en busca de una manilla. Encontró un vástago metálico vertical y pasó las manos por encima hasta que encontró la manilla. Intentó apretar hacia abajo. No pasó nada. Lo intentó hacia arriba, pero tampoco se movía.
Se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. El corazón se le encogió en el pecho.
«No. Por favor, no. Por favor, no.»
Se giró y se dirigió a la parte delantera. Su respiración agitada resonaba en la caverna metálica del interior de la furgoneta. Encontró la parte trasera del asiento del acompañante, se encaramó torpemente y luego pasó los dedos por el borde de la ventanilla hasta que encontró el seguro. Lo agarró todo lo fuerte que pudo con los dedos untados en aceite y tiró.
Aliviada, notó que subía sin problemas.
Entonces tanteó en busca de la manilla, tiró de ella y empujó con todas sus fuerzas la puerta, casi cayendo de bruces en el suelo de cemento al abrirse. Al mismo tiempo se encendió la luz interior de la furgoneta.
Con aquella tenue luz pudo por fin ver el interior de su prisión. Pero no había mucho. Solo unas cuantas herramientas que colgaban de clavos en la pared desnuda. Un neumático. Agarró la tela de arpillera y corrió junto a la furgoneta, hacia la puerta del garaje, con el corazón en un puño. De pronto la arpillera se enganchó con algo y, al tirar de ella, diversos objetos cayeron al suelo con un gran ruido metálico. Ella hizo una mueca pero siguió adelante, hasta llegar a la puerta de bisagra.
Había una manilla doble en el centro, fijada con cables al mecanismo situado en lo alto de la puerta. Intentó girar la manilla, primero a la derecha y luego a la izquierda, pero no se movió. Debía de estar cerrada desde el exterior. Con el pánico a flor de piel, agarró el cable y tiró de él. Pero tenía los dedos resbaladizos y no consiguió nada.
Desesperada, golpeó la puerta con el hombro, haciendo caso omiso al dolor. Pero no pasó nada. Presa del miedo y de una desesperación creciente, volvió a intentarlo. Resonó un sonoro booommmmm metálico.
Y luego otro.
Yotro.
«Por favor, Dios, alguien tiene que oír esto. Por favor, Dios. Por favor.»
Entonces, de pronto, la puerta se abrió, asustándola, casi tirándola hacia atrás.
Allí fuera, rodeado de la luz cegadora de la calle, estaba él, mirándola inquisitivamente.
Ella le devolvió la mirada, aterrorizada. Escrutó a toda velocidad el exterior, esperando con desesperación que pasara alguien, preguntándose si tendría fuerzas para esquivarlo y salir corriendo.
Pero antes de que tuviera ocasión, él le propinó un puñetazo bajo la barbilla. Salió despedida hacia atrás con tal fuerza que la cabeza impactó sonoramente contra la parte trasera de la furgoneta.
Capítulo 22
Aquella mañana el sargento Roy Grace se sorprendió ante la cantidad de gente concentrada en la sala de reuniones de la planta superior de la comisaría de John Street, en Brighton. A pesar del frío que hacía fuera, allí dentro parecía que faltaba el aire.
Las personas desaparecidas no solían despertar gran atención, pero en aquella época del año había pocas noticias. La epidemia de gripe aviar en Hong Kong era uno de los pocos titulares de impacto a los que podían recurrir los periodistas entre las fiestas de Navidad y la próxima celebración del Año Nuevo.
Pero la historia de la joven desaparecida, Rachael Ryan, que había coincidido con la serie de violaciones que habían tenido lugar en la ciudad el último par de meses, había despertado la imaginación de los medios, no solo locales, sino también nacionales. Y el Argus, por supuesto, estaba poniéndose las botas con la entrada del nuevo año y el Hombre del Zapato suelto por Brighton.
Reporteros de prensa, radio y televisión ocupaban todas las sillas, y también el resto del espacio de la abarrotada sala sin ventanas. Grace se sentó, perfectamente trajeado, tras una mesa en la tarima que había delante, junto al inspector jefe Jack Skerritt, perfectamente uniformado y apestando a tabaco de pipa, y el jefe del gabinete de prensa de la Policía, Tony Long.
Tras ellos había un tablero azul con el emblema de la Policía de Sussex, y a su lado una fotografía ampliada de Rachael Ryan, y la mesa estaba cubierta de micrófonos y grabadoras. De allí salía un manojo de cables que iban por el suelo hasta las cámaras de televisión de BBC South Today y de Meridian Broadcasting.
Entre los clics de las cámaras y las constantes ráfagas de flashes, Skerritt procedió a presentar a sus colegas en el estrado; luego, con su voz rotunda leyó la declaración que tenía preparada: «La noche del 24 al 25, una vecina de Brighton de veintidós años, Rachael Ryan, desapareció, según ha denunciado su familia, que la esperaba a cenar el día de Navidad. No se sabe nada de ella desde entonces. Sus padres nos han informado de que eso es del todo inhabitual en la chica. Nos preocupa la integridad de esta señorita y le pediríamos a ella o a cualquiera que tenga información sobre ella que contacte con el Centro de Investigaciones de la comisaría de Brighton con la máxima urgencia».