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(teléfono: 0903-30821)

o con cualquier comisaría de policía.

Había bocetos hechos a mano de las víctimas y de los sospechosos, algunos retratos robot hechos por ordenador, uno de ellos de un sospechoso de violación, con diferentes sombreros y capuchas, con y sin gafas.

Al frente de la nueva unidad de casos fríos estaba Jim Doyle, que era quien respondía directamente ante Grace. Doyle era un exsuperintendente en jefe con el que Grace había trabajado muchos años atrás, un hombre alto y de aspecto reflexivo y con un físico que no dejaba entrever su fuerza mental (y física). Tenía más aspecto de distinguido académico que de policía. Sin embargo, su carácter firme e imperturbable, así como su mente inquieta y su precisión en el enfoque ante cualquier cosa le habían convertido en un policía tremendamente efectivo: había participado en la resolución de muchos de los más graves crímenes violentos del condado durante sus treinta años de carrera. En el cuerpo lo conocían como Popeye, en referencia a su homónimo, Jimmy Doyle, Popeye, el personaje de The french connection.

Los dos colegas de Doyle también tenían una larga experiencia. Eamon Greene, un tipo serio y tranquilo, había sido campeón de ajedrez sub-16 de Sussex y ahora era un gran maestro, que aún jugaba y ganaba torneos. Antes de retirarse, con solo cuarenta y nueve años, y de volver más tarde al cuerpo como civil, había alcanzado el rango de superintendente en la Brigada de Delitos Graves del Departamento de Investigaciones Criminales. Brian Foster, exinspector jefe conocido como Fossy, era un hombre delgado de sesenta y tres años, con el pelo muy corto y unos rasgos infantiles y atractivos, pese a su edad. El año anterior había corrido cuatro maratones en diferentes países en cuatro semanas consecutivas. Desde que se había retirado del D.I.C. de Sussex, a los cincuenta y dos años, había pasado una década en la oficina del fiscal del Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra de La Haya, y ahora volvía a casa, dispuesto a iniciar una nueva fase en su carrera.

Grace, vestido con traje y corbata para su primer encuentro con el nuevo subdirector, que tendría lugar más tarde, hizo sitio en una de las mesas y se sentó frente a ella, con su segunda taza de café del día entre las manos. Eran las 8.45.

– Bueno -dijo, balanceando las piernas-, es fantástico teneros aquí a los tres. De hecho, dejadme que reformule eso: ¡es cojonudo!

Los tres esbozaron una sonrisa.

– Popeye, tú me enseñaste prácticamente todo lo que sé, así que no quiero ponerme a explicarte cómo freír un huevo. El jefe -quería decir el comisario en jefe, Tom Martinson- nos ha concedido un presupuesto generoso, pero vamos a tener que obtener resultados si queremos recibir lo mismo el año que viene. Es decir, si queréis seguir teniendo este mismo trabajo el año que viene.

Luego se dirigió a los otros dos:

– Solo voy a deciros algo que Popeye me dijo la primera vez que trabajé con él. Como parte de su trabajo, en los noventa, le acababan de asignar los casos fríos, o comoquiera que se les llamara entonces.

Eso provocó una risita ahogada. Los tres agentes retirados sabían los dolores de cabeza que causaban los constantes cambios en la terminología de la Policía.

Grace se sacó una hoja de papel del bolsillo y la leyó:

– Dijo, literalmente: «Cuando se revisa un caso frío, se usa la tecnología forense de hoy para resolver los crímenes del pasado, con vistas a evitar los crímenes del futuro».

– Me alegro de que todos aquellos años juntos no fueran en balde, Roy -dijo Jim Doyle-. ¡Por lo menos te acuerdas de algo!

– Pues sí. ¡Es impresionante que hayas podido aprender algo de un veterano! -bromeó Foster.

Doyle no cayó en la provocación. Roy prosiguió:

– Es probable que ya hayáis visto en la televisión o en el Argus que una mujer fue violada en Nochevieja.

– ¿La del Metropole? -preguntó Eamon Greene.

– Esa misma.

– Yo asistí a la primera entrevista con la víctima el jueves pasado, día de Año Nuevo -explicó Grace-. Según parece, el agresor, disfrazado de mujer, obligó a la víctima a entrar en una habitación del hotel con el pretexto de pedirle ayuda. Luego, con la cara cubierta por una máscara, la ató y le metió uno de los zapatos de tacón de aguja de la propia víctima por la vagina y por el ano. Parece que luego intentó penetrarla él mismo, con un éxito solo parcial. El caso tiene algún parecido con el modus operandi del caso frío del Hombre del Zapato, de 1997. En aquellos casos, el violador recurrió a una serie de disfraces y pretextos diferentes para solicitar la ayuda de sus víctimas y atraparlas. Luego dejó de delinquir (al menos en Sussex) y nunca se le atrapó. Tengo un resumen de este caso, que me gustaría que leyerais de forma prioritaria. Cada uno tendréis vuestros propios casos, pero por ahora quiero que todos trabajéis en este, ya que creo que podría ayudarme en el caso que estoy investigando actualmente.

– ¿Había algún rastro de ADN, Roy? -preguntó Doyle.

– No había rastros de semen en ninguna de las mujeres, pero las tres víctimas dijeron que usó condón. Había fibras de ropa, pero no arrojaron nada concluyente. Ningún arañazo, nada de saliva. Dos de sus víctimas declararon que el hombre no tenía vello púbico. Desde luego aquel tipo iba con mucho cuidado de no dejar pruebas, incluso en aquella época. Nunca se encontró ADN. Solo había un elemento común: todas las víctimas eran grandes amantes de los zapatos.

– Lo cual cubre prácticamente el noventa y cinco por ciento de la población femenina, empezando por mi mujer -comentó Jim Doyle.

– Exacto -confirmó Grace.

– ¿Y qué me dices de las descripciones? -preguntó Brian Foster.

– Por el modo en que fueron tratadas las víctimas de violación, no mucho. Tenemos a un hombre de constitución ligera, con poco vello corporal, un acento estándar y una polla pequeña.

»Me he pasado el fin de semana repasando los archivos de las víctimas, y los de los otros delitos cometidos durante el mismo periodo -prosiguió Grace-. Hay otra persona que sospecho que pudiera ser víctima del Hombre del Zapato, posiblemente la última. Se llamaba Rachael Ryan. Desapareció en Nochebuena (o más bien en Navidad) de 1997. Lo que me ha llamado la atención es que en aquella época yo era sargento. Fui a interrogar a sus padres. Gente respetable, completamente sorprendidos por el hecho de que su hija no se hubiera presentado a cenar en Navidad. Todo apunta a que era una jovencita decente de veintidós años, sensata, aunque en baja forma tras la ruptura con su novio.

Estuvo a punto de añadir que había desaparecido de la faz de la Tierra exactamente igual que su mujer, Sandy.

– ¿Alguna teoría? -preguntó Foster.

– La familia no tenía ninguna -dijo Grace-. Pero interrogué a las dos amigas con las que había salido en Nochebuena. Una de ellas me dijo que estaba algo obsesionada con los zapatos. Que se compraba zapatos muy por encima de sus posibilidades (de diseño, de más de doscientas libras el par). Todas las víctimas de nuestro hombre llevaban zapatos caros -añadió, encogiéndose de hombros.

– No tenemos mucho a lo que agarrarnos, Roy -reconoció Foster-. Si había roto con su novio, quizá se quitara la vida. Ya sabes que en Navidad es cuando la gente siente más estas cosas. Recuerdo cuando mi ex me dejó tres semanas antes de Navidad. Casi me suicido. Era en 1992. El día de Navidad tuve que comer solo en un jodido Angus Steak House.

Grace sonrió.

– Es posible, pero por todo lo que me enteré de ella en aquel momento, no lo creo. Lo que sí creo que es significativo es que uno de sus vecinos estuviera mirando por la ventana a las tres de la madrugada (el momento encaja perfectamente) y que viera a un hombre que metía a una mujer a la fuerza en una furgoneta blanca.

– ¿Tomó la matrícula?