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– Estaba borracho como una cuba. Solo vio una parte.

– ¿Suficiente para localizar el vehículo?

– No.

– ¿Tú le creíste?

– Sí. Aún le creo.

– No tenemos mucho. ¿No, Roy? -dijo Doyle.

– No, pero hay algo raro. Esta mañana he venido pronto para repasar ese dosier en particular, antes de esta reunión. ¿Y sabéis qué? -dijo, mirándolos a los tres a los ojos.

Todos negaron con la cabeza.

– Las hojas que buscaba habían desaparecido.

– ¿Quién iba a llevárselas? -exclamó Foster-. Quiero decir… ¿Quién tendría acceso a ellas, para poder llevárselas?

– Tú eras poli -replicó Grace-. Dímelo tú. Y dime también por qué.

Capítulo 25

Lunes, 5 de enero de 2010

Quizá fuera el momento de dejarlo.

La cárcel te hacía envejecer. Te echaba encima diez años de vida… o te los quitaba, según cómo lo miraras. Y en aquel momento a Darren Spicer no le gustaba ninguna de las dos perspectivas.

Desde los dieciséis años de edad, se había pasado gran parte de su vida dentro. A la sombra. «Un recluso de ida y vuelta», como lo llamaban. Un delincuente de profesión. Pero sin mucho éxito. Desde que era adulto, solo había pasado dos Navidades consecutivas en libertad, y había sido en los primeros años de su matrimonio. Su certificado de nacimiento -el auténtico- decía que tenía cuarenta y un años. El espejo del baño decía que tenía cincuenta y cinco… y subiendo. Por dentro se sentía como si tuviera ochenta. Se sentía muerto. Sentía…

Nada.

Mientras hacía espuma, se quedó mirando al espejo con los ojos apagados, sonriendo tristemente al viejo zorro arrugado que le devolvía la mirada. Estaba desnudo, y su cuerpo desgarbado y pellejudo -él prefería pensar que estaba delgado- mostraba la musculatura fruto de sus sesiones diarias de ejercicio en el gimnasio de la cárcel.

Se puso manos a la obra, a quitarse aquella barba de tres días con la misma hoja desgastada que había usado en la cárcel durante semanas, antes de que lo soltaran, y que se había llevado consigo. Cuando acabó, tenía la cara tan afeitada como el resto del cuerpo, que se había depilado la semana anterior. Siempre lo hacía al salir de la cárcel, como gesto de purificación. Una vez, en los primeros tiempos de su difunto matrimonio, había llegado a casa con ladillas en el pubis y en el pecho.

Llevaba dos pequeños tatuajes, en lo alto de ambos brazos, pero nada más. Muchos de sus compañeros de cárcel estaban cubiertos de ellos, y los lucían como una muestra de virilidad. Pero ¿para qué llevar algo que facilitaba la identificación? Además, ya tenía todas las marcas que necesitaba: cinco cicatrices en la espalda, producto de otras tantas puñaladas que le habían asestado en la cárcel los colegas de un traficante al que se había cargado años atrás.

Su última sentencia había sido la más larga hasta el momento: seis años. Por fin había conseguido un permiso tras cumplir tres. Era el momento de dejarlo, pensó. Sí, pero…

El gran pero.

Se suponía que uno tenía que sentirse libre al abandonar la cárcel. Pero él aún tenía que rendir cuentas ante su agente de la provisional. Había que presentarse a cursos de reinserción. Tenía que obedecer las normas de los albergues en los que se alojaba. Cuando te soltaban, se suponía que podías volver a casa.

Pero él no tenía casa.

Su padre había muerto mucho tiempo atrás y apenas había cruzado una docena de palabras con su madre desde hacía veinticinco años… y le parecían demasiadas. Su única hermana, Mags, había muerto de sobredosis de heroína cinco años atrás. Su exesposa vivía en Australia con su hijo, al que no había visto desde hacía diez años.

Su casa era cualquier sitio en el que encontrara un catre donde echarse a dormir. La noche anterior había sido una habitación en un centro de reinserción social junto al Old Steine, en Brighton. La había compartido con cuatro patéticos borrachos apestosos. Ya había estado allí antes. Hoy iba a intentar conseguir un sitio mejor. El Centro de Noche Saint Patrick's. La comida no estaba mal, y tenían un lugar para guardar cosas. Había que dormir en un gran dormitorio, pero estaba limpio. Se suponía que la cárcel debía ayudarte a reintegrarte en la comunidad después de cumplir condena. Pero la realidad era que la comunidad no te quería. La reinserción era un mito. Aunque él les seguía el juego, aceptaba las normas.

«¡Reinserción!»

¡Ja! El no estaba interesado en hacer cursos de reinserción, pero se había mostrado muy dispuesto los seis meses anteriores, en la cárcel de Ford Open, para preparar su puesta en libertad, porque aquello le permitía pasar algún día fuera de la cárcel, con el programa de reinserción laboral. «Capacitación profesional», lo llamaban. Él había elegido el curso de mantenimiento de hoteles, lo que le permitía pasar tiempo en diferentes hoteles de Brighton. Trabajando en segundo plano. Estudiando la distribución. Con acceso a las llaves de las habitaciones y a los sistemas de programación de las llaves electrónicas. Algo muy útil.

Desde luego.

Su visitadora habitual en la cárcel de Lewes, una señorita agradable y maternal, le había preguntado si tenía algún sueño, si podía imaginarse una vida más allá de los muros de la cárcel.

Sí, claro, le había dicho, tenía un sueño. Volverse a casar. Tener hijos. Vivir en una bonita casa -como las casas señoriales en las que solía entrar a robar para subsistir- y conducir un buen coche. Tener un trabajo fijo. Sí. Ir de pesca los fines de semana. Aquel era su sueño. Pero aquello, le dijo, nunca iba a suceder,.

– ¿Por qué no? -le había preguntado ella.

– Le diré por qué no -respondió Darren-. Porque tengo ciento setenta y dos antecedentes. ¿Sabe? ¿Quién iba a dejarme seguir en mi puesto cuando se enterara de eso? Y siempre acaban enterándose. -Hizo una pausa, y luego añadió-: De todos modos, aquí no estoy mal. Tengo a mis colegas. La comida está bien. La electricidad está pagada. Tengo televisión.

Sí, estaba bien, solo que…

Nada de mujeres. Aquello era lo que echaba de menos. Las mujeres y la cocaína era lo que más le gustaba. En la cárcel podía conseguir drogas, pero no mujeres. No muy a menudo, en todo caso.

El jefe le había dejado quedarse en Navidad, pero dos días después de San Esteban le habían soltado. ¿Para qué?

Mierda.

Con un poco de suerte, aquel día sería el último en el centro de reinserción social. Si seguías las normas en el Saint Patrick's durante veintiocho días, podías conseguir uno de sus MiPods. Eran unos extraños nichos de plástico, como cápsulas del tiempo copiadas de uno de esos hoteles japoneses. Podías quedarte en el MiPod diez semanas más. Eran un espacio mínimo, pero te daban intimidad; podías tener tus cosas a buen recaudo.

Y él tenía cosas que necesitaba mantener en secreto.

Su colega, Terry Biglow -si es que podía llamar colega a aquella comadreja traicionera- le guardaba las únicas posesiones que tenía en el mundo. Estaban dentro de una maleta, con tres cadenas con candado para que nadie pudiera ver su contenido: las cadenas y los candados eran la prueba de lo mucho que confiaba en Biglow.

Quizás esta vez conseguiría mantenerse lejos de la cárcel. Reunir suficiente dinero, robando y trapicheando con drogas, hasta poder comprarse un pisito. ¿Y luego qué? ¿Una mujer? ¿Una familia? Tan pronto le gustaba la idea como le parecía demasiado. Demasiado lío. Lo cierto era que había acabado gustándole su modo de vida. Contar solo con su compañía, con sus cosas.

Su padre había sido techador. Él, de crío, le había ayudado. Había visto algunas de las casas elegantes de Brighton y Hove en las que solía trabajar su padre (y había observado a las apetitosas señoras elegantemente vestidas y con llamativos coches que vivían en ellas). A su padre le gustaba aquel estilo de vida. Le habría gustado tener una casa elegante y una mujer con clase.