Le gustaba estar dentro de una casa grande. O, más exactamente, en «los recovecos» de aquellas casas.
A veces, acurrucado en el interior de alguna cavidad estrecha, sentía como si la casa fuera su segunda piel. O, apretujado en un vestidor, rodeado de vestidos colgados y de los hipnóticos aromas de las bellas mujeres que los poseían, y del cuero de los zapatos, se sentía en la cima del mundo, dueño y señor de la mujer que se ponía todo aquello.
Como la propietaria de los vestidos que tenía alrededor en aquel momento. Y de aquellos montones de zapatos de diseño de sus diseñadores favoritos.
¡Y muy pronto, por un rato, sería suya! Muy pronto.
Ya sabía mucho de ella, mucho más que su marido, de eso no tenía duda. Era jueves. La había observado las tres noches anteriores. Sabía a qué horas llegaba y salía de casa. Y conocía los secretos de su portátil (¡un detalle por su parte, no haberle puesto contraseña!). Había leído los mensajes de correo electrónico que se había intercambiado con el griego con el que se acostaba. Había visto las fotografías que se había tomado con él, algunas de ellas más que escandalosas.
Pero aquella noche, si todo iba bien, durante un rato su amante sería él. No el Señor Peludo, con su cuidada barba de tres días y aquel garrote indecentemente grande.
Tendría que ir con cuidado de no moverse ni un centímetro cuando ella llegara. Las perchas eran especialmente escandalosas (las peores eran aquella finas de metal que daban en las tintorerías). Había quitado unas cuantas, las más ruidosas, y las había dejado en el suelo del armario, y había envuelto con tela las que tenía más cerca. Ahora lo único que tenía que hacer era esperar.
Era como salir a pescar. Se necesitaba mucha paciencia. Podía ser que ella tardara en volver, pero por lo menos no había peligro de que su marido se presentara esa noche.
Hubby se había ido en avión, muy, muy lejos, a un congreso sobre software en Helsinki. Estaba todo ahí, sobre la mesa de la cocina, la nota de él en el que le decía que la vería el sábado, firmada «Te quiero, besos», con el nombre del hotel y el número de teléfono.
Solo para asegurarse, como tenía tiempo de sobra, había llamado al hotel usando el teléfono de la cocina y había pedido que le pasaran con el señor Dermot Pearce. Una voz cantarina le había dicho que el señor Pearce no contestaba y que si quería dejarle un mensaje en su buzón de correo.
Sí, sintió la tentación de decir: «Estoy a punto de follarme a tu mujer», dejándose llevar por la emoción del momento, por la satisfacción al ver que todo iba saliéndole redondo. Pero el sentido común le hizo colgar.
Las fotografías en el salón de dos niños adolescentes, un niño y una niña, le preocuparon un poco. Pero sus dos dormitorios estaban inmaculados. No eran los dormitorios de dos chavales que vivieran allí. Llegó a la conclusión de que serían los hijos de un primer matrimonio del marido.
Había un gato, uno de esos asquerosos birmanos, que se le había quedado mirando en la cocina. Él le había dado una patada, y el animal había desaparecido por la gatera. Todo estaba tranquilo. Estaba contento y excitado.
Percibía la vida, la respiración de algunas casas. En especial cuando las calderas se ponían en marcha y las paredes vibraban. ¡Respirando! Sí, como él ahora, respirando con tanta intensidad por la excitación que podía oír su propio sonido, los latidos de su corazón, el paso de la sangre por las venas, como si fluyera en algún tipo de carrera.
¡Dios, qué sensación!
Capítulo 28
Roxy Pearce llevaba esperando aquella noche toda la semana. Dermot estaba de viaje de negocios y ella había invitado a Iannis a cenar. Quería hacerle el amor en su propia casa. ¡La idea le parecía deliciosamente morbosa!
No lo había visto desde el sábado por la tarde, cuando se había paseado por su apartamento, desnuda, con sus nuevos Jimmy Choo, que no se había quitado ni para follar, algo que a él le había puesto a tope.
Roxy había leído en algún sitio que la hembra de mosquito se vuelve tan loca cuando busca sangre que hace lo que sea, aunque sepa que le llevará a la muerte, para conseguir esa sangre.
Así se sentía ahora al pensar en Iannis. Tenía que verle. Tenía que poseerlo, a cualquier precio. Y cuanto más suyo era, más lo necesitaba.
«Soy mala persona», pensó, sintiéndose culpable, mientras apretaba el acelerador de su Boxster plateado por calles elegantes y oscuras como Shirley Drive, a la luz de las farolas. Dejó atrás la zona de ocio de Hove y tomó The Droveway, volvió a girar a la derecha y llegó hasta la gran casa que se habían construido, cuadrada y moderna, un remanso de paz en plena ciudad, con el jardín trasero orientado a los campos de juego de una escuela privada. Las luces de seguridad se fueron encendiendo a medida que pasaba por la vía de acceso.
«¡Soy TAN mala persona!»
Aquello era la típica cosa por la que podías acabar pudriéndote en el infierno. A ella la habían educado para que fuera una buena niña católica, para que creyera en el pecado y en la condenación eterna. Y con Dermot se había comprado el billete solo de ida a la condenación, y con camiseta de regalo.
Cuando se conocieron él estaba casado. Ella le había seducido, apartándolo de su mujer y de los niños que él adoraba, tras una relación apasionada que se había ido haciendo cada vez más fuerte durante los dos años siguientes. Estaban locamente enamorados. Pero entonces, cuando se fueron a vivir juntos, la magia se evaporó.
Ahora vivía aquellas mismas pasiones irrefrenables con Iannis. Al igual que Dermot, estaba casado, y tenía dos niños mucho más pequeños. Su mejor amiga, Viv Daniels, no aprobaba aquello, y le había avisado de que se iba a ganar la fama de «destrozamatrimonios». Pero no podía evitarlo, no podía cambiar sus sentimientos.
Bajó la visera sobre el parabrisas en busca del mando del aparcamiento, esperó a que se levantara la puerta, entró en el garaje, que parecía inmenso sin el BMW de Dermot, y apagó el motor. Entonces cogió las bolsas de Waitrose del asiento del acompañante y bajó.
Había conocido a Iannis una noche que Dermot la había llevado a cenar al Thessalonica, en Brighton. El se había acercado y se había sentado en su mesa al acabar la cena, invitándoles a ouzo por cortesía de la casa y sin dejar de mirarla.
Lo primero que la sedujo fue su voz. El modo apasionado en que hablaba de la comida y de la vida, con su inglés defectuoso. Su rostro atractivo y sin afeitar. Su pecho peludo, visible a través de una camisa blanca abierta casi hasta el ombligo. Sus facciones duras. Parecía ser un hombre sin una preocupación en el mundo, relajado, contento con su suerte.
¡Y tan atractivo!
Mientras abría la puerta interior y marcaba el código en el teclado de la alarma para que no saltara, no observó que en el panel había una luz diferente a la habitual. Era la que indicaba el modo nocturno, que aislaba el piso de arriba, manteniendo activada la protección solo en la planta baja. Pero ella tenía la cabeza puesta en algo completamente diferente. ¿Le gustaría a Iannis lo que iba a cocinarle?
Había optado por algo sencillo: entrantes italianos variados, chuleta y ensalada. Y una botella -o dos- de la preciada bodega de Dermot.
Mientras cerraba la puerta tras de sí, llamó al gato:
– ¡Sushi! /Eo, Sushi! ¡Mami está en casa!
Ponerle aquel nombre tan estúpido al gato había sido idea de Dermot, que se había inspirado en el primer restaurante al que habían ido, en Londres, la primera vez que habían quedado.
Se encontró un silencio por respuesta, algo nada habitual.