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Normalmente el gato salía a su paso, se frotaría contra su pierna y luego levantaría la vista, expectante ante la perspectiva de la cena. Pero no estaba allí. «Quizás haya salido al jardín -pensó-. Bueno.»

Consultó su reloj de pulsera y luego el de la cocina: las seis y cinco. Iannis llegaría dentro de menos de una hora.

Había sido otro día de mierda en la oficina, con el teléfono mudo y un saldo deudor que se acercaba peligrosamente al límite. Pero ahora no iba a pensar en aquello, al menos durante unas horas. Lo único que importaba era el tiempo que iba a pasar con Iannis. ¡Pensaba paladear cada minuto, cada segundo, cada nanosegundo!

Vació las bolsas sobre la mesa de la cocina, guardó las cosas, cogió una botella del Château de Meursault de Dermot y lo metió en la nevera para que se enfriara un poco; luego abrió una botella de su Gevrey Chambertin del 2000 para que respirara. A continuación quitó la tapa a una lata de comida para gatos, vertió el contenido en el cuenco y lo colocó en el suelo.

– ¡Sushi! -llamó de nuevo-. ¡Eo, Sushi! ¡La cena!

Luego subió las escaleras corriendo, con la idea de ducharse, depilarse las piernas, ponerse un poco de perfume Jo Malone, bajar de nuevo y preparar la cena.

Desde el interior del armario, él la oyó llamar al gato y se tapó la cabeza con el pasamontañas. Entonces percibió sus pasos al subir por las escaleras. Todo su cuerpo se puso rígido de la emoción.

Flotaba en una nube de excitación. ¡La tenía dura como una piedra! Intentó controlar la respiración mientras la observaba desde detrás de los vestidos de seda, a través de las puertas de cristal esmerilado del armario. Estaba preciosa. Aquella melena negra y lisa. El modo en que se descalzaba los zapatos negros de la oficina, de una patada. Entonces se quitó su traje chaqueta azul marino sin pensárselo dos veces. ¡Como si lo estuviera haciendo para él!

¡Gracias!

Se quitó la blusa blanca y el sujetador. Sus pechos eran más pequeños de lo que él se había imaginado, pero no importaba. Estaban muy bien. Firmes, pero de pezones pequeños. No importaba. Los pechos no eran lo suyo.

¡Ahora las braguitas!

¡Era de las que se afeitaban! ¡Blanquita y perfilada, con una fina tirita brasileña! Muy higiénico.

¡Gracias!

Estaba tan excitado que tenía la ropa empapada de sudor.

Entonces ella se metió en el baño, desnuda. Él oyó el ruido de la ducha. Aquel habría sido un gran momento, lo sabía, pero no quería que estuviera toda mojada y embadurnada de jabón. Le gustaba imaginar que se secaba y se perfumaba para él.

Al cabo de unos minutos ella volvió al dormitorio, envuelta en una gran toalla, con otra más pequeña en la cabeza. De pronto, como si actuara para él, dejó caer la toalla que le envolvía el cuerpo, abrió una puerta del armario y eligió un par de elegantes zapatos negros y brillantes, con largos tacones de aguja.

¡Los Jimmy Choo!

Apenas podía contener su excitación mientras la veía ponérselos, apoyando un pie y luego el otro en la pequeña butaca junto a la cama y atándose las correas, cuatro en cada zapato. Entonces se paseó por la habitación, mirándose, desnuda, deteniéndose y posando para verse reflejada en el gran espejo de la pared desde todos los ángulos.

Oh, sí, preciosa. ¡Oh, sí! ¡Oh, sí! ¡Gracias!

Él se regodeó mirando la fina tira de vello púbico que tenía por debajo del liso vientre. Le gustaba que lo llevara recortado. Le gustaban las mujeres que se cuidaban, que se fijaban en los detalles.

¡Solo para él!

Ahora se acercaba al armario, con la toalla aún envolviéndole el pelo. Estiró una mano. Tenía la cara a unos centímetros de la de él, al otro lado del cristal esmerilado.

Estaba listo.

Ella abrió la puerta.

Él tendió la mano, enfundada en un guante quirúrgico, y le plantó la gasa con el cloroformo en la nariz.

Como un tiburón al ataque, se deslizó por entre los vestidos colgados y le agarró la cabeza por la nuca con el otro brazo, manteniendo la presión contra la nariz unos segundos hasta que cayó, inconsciente, entre sus brazos.

Capítulo 29

Martes, 30 de diciembre de 1997

Rachael yacía inmóvil en el suelo de la furgoneta. A él le dolía el puño en el punto en el que había impactado con la cabeza de la chica. Le dolía tanto que se temía que se hubiera podido romper un par de dedos. Apenas podía mover el pulgar y el índice.

– Mierda -dijo, sacudiendo la mano-. Mierda, joder, mierda. ¡So zorra!

Se quitó el guante para examinarse los dedos, pero era difícil ver nada bajo la tenue luz del piloto interior de la furgoneta.

Entonces se arrodilló a su lado. Al golpearla había oído un fuerte chasquido. No sabía si se había roto un hueso de la mano o si habría sido la mandíbula de ella. No parecía que respirara.

Asustado, apoyó la cabeza contra el pecho de ella. Sentía movimiento, pero no estaba seguro de si era suyo o de ella.

– ¿Estás bien? -preguntó, en un arranque de pánico-. ¿Rachael? ¿Estás bien? ¿Rachael?

Volvió a ponerse el guante, la agarró por los hombros y la zarandeó.

– ¿Rachael? ¿Rachael? ¿Rachael?

Sacó una pequeña linterna del bolsillo y la enfocó hacia su cara. Tenía los ojos cerrados. Le levantó un párpado, que se volvió a cerrar al soltarlo.

Su pánico iba en aumento.

– ¡No te me mueras, Rachael! No te me mueras. ¿Me oyes? ¿Me oyes, joder?

Por la boca empezaron a salirle unas gotas de sangre. -¿Rachael? ¿Quieres beber algo? ¿Quieres que te traiga algo de comer? ¿Quieres un McDonald's? ¿Un Big Mac? ¿Una hamburguesa con queso? ¿O un bocadillo? Puedo traerte un bocadillo. ¿Eh? Dime de qué lo quieres. ¿De chorizo picante? ¿Algo con queso fundido? Esos son muy buenos. ¿Atún? ¿Jamón?

Capítulo 30

Jueves, 8 de enero de 2010

Yac tenía hambre. El bocadillo de pollo y queso fundido llevaba tentándole más de dos horas. La bolsa iba dando tumbos por el asiento del acompañante, junto con su termo, cada vez que frenaba o tomaba una curva.

Había pensado comer durante su pausa horaria para el té, pero había demasiada gente por las calles. Demasiadas carreras. Había tenido que tomar el té de las 23.00 conduciendo. Los jueves por la noche solían ser animados, pero aquel era el primer jueves tras el fin de año. Esperaba que fuera tranquilo. No obstante, la gente parecía haberse recuperado y ya volvía a estar de fiesta. Tomando taxis. Poniéndose zapatos bonitos.

Ajá.

A él ya le iba bien. Cada uno tenía su modo de divertirse. Él se alegraba por ellos. Siempre que pagaran lo que marcaba el taxímetro y que no intentaran salir corriendo, como ocurría de vez en cuando. ¡Y si le daban propina, aún mejor! Cualquier propina era bienvenida. Le ayudaría a ahorrar. Le ayudaría a ampliar su colección.

Que crecía a ritmo constante. Estupendamente. ¡Vaya!

Se oyó una sirena.

Yac sintió un acceso repentino de miedo. Aguantó la respiración.

Los retrovisores se cubrieron de una luz azul; luego un coche de policía pasó a toda velocidad. Y más tarde otro, como si siguiera su estela. «Interesante», pensó. Él solía pasarse toda la noche en la calle y raramente veía dos coches patrulla juntos. Sería algo grave.

Estaba acercándose a su lugar habitual en el paseo marítimo de Brighton, donde le gustaba parar cada hora en punto y beberse su té; en esta ocasión, también leería el periódico. Desde la violación del hotel Metropole, el jueves anterior, leía el periódico cada noche. La historia le excitaba. A la mujer le habían quitado la ropa. Pero lo que más le excitaba era que le hubieran quitado los zapatos. ¡Ajá!

Detuvo el taxi, paró el motor y cogió la bolsa de papel con el bocadillo, pero luego la volvió a dejar. Ya no olía bien. El olor le dio asco.