Se le había pasado el hambre.
Se preguntó adonde irían aquellos coches de la Policía.
Entonces pensó en el par de zapatos que llevaba en el maletero y volvió a sentirse bien.
¡Muy bien!
Tiró el bocadillo por la ventana.
«¡Guarro! -se reprendió mentalmente-. ¡Eres un auténtico guarro!»
Capítulo 31
Una de las ventajas o, más bien, una de las muchas ventajas de que Cleo estuviera embarazada, pensó Grace, era que así él bebía bastante menos. Aparte de alguna copa de vino blanco frío de vez en cuando, Cleo se había mantenido abstemia, así que él también había tenido que dejarlo. ¡Lo malo era aquella maldita afición que había cogido por el curri! No estaba muy seguro de cuánto más admitiría su cuerpo. Toda la casa empezaba a oler como un puesto de mercadillo indio.
A él le apetecía algo sencillo. Humphrey tampoco parecía estar muy convencido. Tras un simple lametón, el cachorro ya había decidido que el curri no iba a proporcionarle sabrosos restos que le apeteciera comer.
Roy los soportaba porque sentía la obligación de apoyar a Cleo. Además, en uno de los libros sobre el embarazo que le había regalado Glenn, había todo un apartado que hablaba sobre compartir los antojos de tu pareja, para que se sintiera feliz. Y si tu pareja se sentía feliz, el bebé captaría las vibraciones, nacería feliz y no se convertiría en un asesino en serie al crecer.
Habitualmente, con el curri le gustaba beber cerveza, sobre todo una Grolsch o su cerveza alemana favorita, la Biltberger, o la Weissbier a la que se había aficionado al trabajar con un agente de policía alemán, Marcel Kullen, y en sus últimas visitas a Múnich. Pero esa semana era el oficial de guardia de la Brigada de Delitos Graves, lo que significaba que debía estar localizable todos los días y a cualquier hora, lo que le obligaba a eliminar el alcohol.
Aquello explicaba que estuviera sentado en su despacho a las 9.20 de la mañana de aquel viernes, despierto como una liebre, dándole sorbitos a su segundo café del día, repartiendo su atención entre los informes de los casos abiertos, los correos electrónicos que iban llegando, como si gotearan de un grifo mal cerrado, y la montaña de papeles que tenía sobre la mesa.
Solo quedaban dos días y unas horas hasta la medianoche del domingo, cuando le tocaría el turno a otro superintendente o inspector jefe, que se convertiría en el nuevo oficial de guardia, y a él no le volvería a tocar hasta al cabo de seis semanas. Tenía tanto trabajo que hacer, con la preparación de casos para juicio y la supervisión del nuevo Equipo de Casos Fríos, que lo que menos necesitaba eran nuevos casos que le ocuparan tiempo.
Pero no era su día de suerte.
El teléfono sonó. En cuanto respondió reconoció la voz seca y directa del inspector David Alcorn, del D.I.C. de Brighton.
– Lo siento, Roy, pero parece que tenemos entre manos otro caso de violación perpetrada por un extraño.
Hasta entonces, el D.I.C. de Brighton se había ocupado de la violación del hotel Metropole por su cuenta, aunque manteniendo informado a Roy. Pero ahora parecía que la Brigada de Delitos Graves iba a tener que ocuparse del asunto. O sea, él.
Joder, y en viernes. ¿Por qué en viernes? ¿Qué tenían de particular los viernes?
– ¿Qué es lo que tienes, David?
Alcorn le hizo un resumen rápido:
– La víctima está profundamente traumatizada. Por lo que dicen los del Uniform, que asistieron a la llamada, llegó a casa sola anoche (su marido está de viaje de negocios). La agredieron cuando estaba dentro. Llamó a una amiga, que fue a verla esta mañana, y fue ella la que contactó con la Policía. La víctima ha sido examinada por el personal de la ambulancia, pero no precisa de atención médica. La han llevado al centro para víctimas de violaciones de Crawley, acompañada por una agente especializada del centro y otro agente del D.I.C.
– ¿Qué más datos hay?
– Muy pocos, Roy Como te he dicho, parece que está muy traumatizada. Y que también hay un zapato de por medio.
Grace frunció el ceño.
– ¿Qué sabes de eso?
– La violaron con uno de sus zapatos.
«Mierda», pensó Grace, buscando un bolígrafo y su cuaderno entre el montón de papeles que tenía sobre la mesa.
– ¿Cómo se llama?
– Roxanna, o Roxy, Pearce -dijo Alcorn, que deletreó el nombre y el apellido-. Dirección: The Droveway, 76, en Hove. Tiene una agencia de relaciones públicas en Brighton; su marido trabaja en tecnología de la información. Eso es todo lo que sé de momento. He contactado con el Departamento Forense y ahora voy para la casa. ¿Quieres que te recoja?
Su despacho no estaba ni de lejos en la ruta viniendo desde la comisaría de Brighton, pero Roy decidió que no iba a discutir. Le iría bien el tiempo del trayecto para ponerse al día sobre el caso de la violación del Metropole, y para pedir el envío de toda la información a la Brigada de Delitos Graves.
– De acuerdo, gracias.
Cuando colgó el teléfono, se quedó sentado un momento, poniendo orden en sus pensamientos.
En particular, volvió a pensar en el Hombre del Zapato. Toda aquella semana, el Equipo de Casos Fríos le había dedicado una atención especial, en busca de cualquier relación que pudieran encontrar en cuanto al modus operandi entre los casos conocidos, en 1997, y la agresión a Nicola Taylor en el Metropole.
Le habían quitado los zapatos. Aquel era el primer vínculo posible. Aunque en 1997 el violador solo se llevaba un zapato y las braguitas de sus víctimas. A Nicola Taylor le habían quitado ambos zapatos, así como toda su ropa.
En algún lugar, bajo aquella montaña de papeles, estaba la enorme carpeta con el perfil del delincuente o, tal como se le llamaba ahora, el «informe psicológico de conducta», escrito por un psicólogo forense de lo más excéntrico, el doctor Julius Proudfoot.
Nunca le había hecho mucha gracia, desde la primera vez que lo había visto, en 1997, durante la investigación de la desaparición de Rachael Ryan, pero posteriormente le había formulado unas cuantas consultas.
Estaba tan absorto en el informe que no oyó el ruido de la puerta al abrirse ni las pisadas sobre la moqueta.
– ¡Eh, colega!
Grace levantó la mirada, sobresaltado, y se encontró a Branson de pie frente a su mesa:
– ¿Qué problema tienes?
– La vida en general. Estoy pensando en acabar con todo.
– Buena idea. Pero no lo hagas aquí. Ya tengo suficiente mierda de la que ocuparme.
Branson rodeó la mesa y echó un vistazo por encima del hombro de su amigo. Leyó unos momentos y luego le dijo:
– Ya sabes que ese Julius Proudfoot está mal de la chaveta, ¿no? Sabes la reputación que tiene, ¿verdad?
– Menuda novedad. Hay que estar muy mal de la chaveta para hacerse policía.
– Y para casarse.
– Eso también -reconoció él, sonriendo-. ¿Qué otras perlas de sabiduría me tienes reservadas?
Branson se encogió de hombros.
– Solo intentaba ayudar.
«Lo que realmente me ayudaría -pensó Grace- sería que ahora mismo estuvieras a mil kilómetros de aquí. Que dejaras de destrozarme la casa. Que dejaras de destrozarme la colección de CD y de vinilos. Eso es lo que me ayudaría de verdad.»
Pero en vez de decir aquello, levantó la vista y miró al hombre que quería más que a ningún otro y dijo:
– ¿Quieres irte al carajo, o quieres ayudarme de verdad?
– Si me lo pides con tanta dulzura, ¿cómo iba a resistirme?
– Vale. -Grace le dio el informe del doctor Julius Proudfoot sobre el Hombre del Zapato-. Me gustaría que me resumieras esto para la reunión de esta noche, en unas doscientas cincuenta palabras, con un lenguaje que nuestro subdirector pueda entender.