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Grace asintió. Estaba mirando una fotografía colocada sobre un tocador con la superficie de cristal. Era la imagen de una mujer atractiva, con una melena lacia y negra sujeta con horquillas y un vestido de noche largo, junto a un tipo de mirada penetrante vestido con un esmoquin.

– Supongo que es ella, ¿no? -dijo, señalándola.

– Sí, jefe.

David Alcorn también estudió la foto.

– ¿Cómo estaba? -preguntó Grace al agente.

– Bastante afectada. Pero lúcida hasta cierto punto, teniendo en cuenta lo que ha pasado, ya me entiende.

– ¿Qué sabemos de su marido?

– Se fue ayer de viaje de negocios a Helsinki.

Grace pensó por un momento; luego miró a David Alcorn.

– Curiosa coincidencia -dijo-. Quizá sea significativa. Me gustaría saber con qué frecuencia se va. Podría ser alguien que la conociera o que hubiera estado espiándola.

Se giró hacia el agente y añadió:

– Llevaría una máscara, ¿no?

– Sí, señor: un pasamontañas con orificios.

Grace asintió.

– ¿Han contactado con el marido?

– Va a intentar tomar un vuelo de regreso hoy mismo.

Alcorn pasó a inspeccionar las otras habitaciones.

Joe Tindall tenía una videocámara compacta pegada al ojo. Tomó una panorámica de trescientos sesenta grados de la escena y luego un plano corto de la cama.

– ¿Ha acudido usted solo? -preguntó Grace al agente.

Iba escrutando la habitación mientras hablaba. En el suelo había unas braguitas color crema, una blusa blanca, una falda y un top azul marino, unas medias y un sujetador. No estaban desperdigados por la habitación como si se los hubieran quitado a la fuerza a la mujer; parecía más bien como si se los hubiera quitado sin pensar y se hubieran quedado en el lugar donde habían caído.

– No, señor, con el sargento Porritt. Él ha acompañado a la víctima y a la agente especial de Agresiones Sexuales al Saturn Centre.

Grace dibujó un pequeño croquis de la habitación, en el que indicó las puertas -una al rellano, la otra al baño- y las ventanas como posibles vías de entrada y salida. Pediría que peinaran a fondo la habitación en busca de huellas dactilares, cabellos, fibras, células cutáneas, saliva, semen, posibles restos de lubricante de preservativo -si es que se había usado- y pisadas. También habría que buscar a fondo en el exterior de la casa, especialmente huellas de pisadas y fibras textiles que hubieran podido desprenderse al contacto con la pared o con un marco, si es que el agresor había escapado por una ventana, así como colillas.

Tendría que rellenar un formulario de recuperación de rastros y pasárselo a Tindall, para que supiera qué elementos del interior de la habitación, de la casa y de los alrededores iba a querer etiquetados para mandar al laboratorio. El juego de cama, por supuesto. Las toallas del baño, por si el agresor se había secado las manos u alguna otra parte del cuerpo. El jabón.

Tomó notas, paseándose por la habitación, buscando cualquier cosa que se saliera de lo habitual. Había un enorme espejo colgado frente a la cama, situado allí con una clara intención morbosa, pensó, aunque no le pareció mal. En una mesilla de noche había un diario y una novela romántica, y en la otra un montón de revistas de tecnología de la información. Abrió todas las puertas de los armarios, una por una. Allí había más vestidos colgados de los que había visto en toda su vida.

Entonces abrió otra y, envueltos en una atmósfera que olía a cuero y a lujo, encontró un filón de zapatos de marca. Estaban dispuestos en una serie de cajones móviles que ocupaban del suelo al techo. Grace no era ningún experto en calzado femenino, pero a primera vista podía asegurar que se trataba de zapatos elegantes y caros. Allí debía de haber más de cincuenta pares. La puerta que abrió a continuación reveló otros tantos. Y otros cincuenta tras la tercera puerta.

– ¡Parece que la señora le sale bastante cara al marido! -comentó.

– Creo que tiene su propio negocio, Roy -le corrigió Alcorn.

Grace se reprendió. Había sido un comentario estúpido, la típica presuposición machista que cabría esperar de alguien como Norman Potting.

– Sí, claro.

Se acercó a la ventana y echó un vistazo hacia el jardín de atrás, un espacio elegantemente distribuido, con una piscina ovalada tapada con una lona en el centro.

Más allá del jardín, a través de los densos arbustos y los arbolillos, se entreveían los campos de juego del colegio vecino. Había postes de rubgy en dos campos y porterías de fútbol en un tercero. Aquella era una posible ruta de acceso para el agresor, pensó.

¿Quién era?

¿El Hombre del Zapato?

¿Algún otro monstruo?

Capítulo 33

Viernes, 9 de enero de 2010

– Podías haber llamado a la puerta, joder -refunfuñó Terry Biglow.

Llamar a la puerta nunca había sido el estilo de Darren Spicer. Se quedó de pie en el cuartito sumido en la semioscuridad a causa de las cortinas, con su bolsa bien agarrada e intentando respirar lo menos posible aquel aire fétido. La habitación apestaba a humo de cigarrillo, madera vieja, el polvo de la alfombra y leche rancia.

– Pensé que aún no te habrían soltado. -La voz del viejo delincuente era tenue y quebradiza. Estaba tendido, parpadeando, deslumbrado por el haz de luz de la linterna de Spicer-. En cualquier caso, ¿qué cojones estás haciendo aquí a estas horas?

– He echado un polvo -respondió Spicer-. Pensé que podía pasarme por aquí y hablarte de ella, y de paso recoger mis cosas.

– Como si necesitara oírlo. Para mí eso de echar polvos se ha quedado atrás. Apenas me sirve para mear. ¿Qué es lo que quieres? ¡Deja de enfocarme esa mierda en la cara!

Spicer pasó el haz de luz por las paredes, encontró un interruptor y lo accionó. Una lúgubre luz procedente de una lámpara con una pantalla aún más lúgubre iluminó el espacio. Hizo una mueca de asco al ver la habitación.

– ¿Has vuelto a escaparte? -preguntó Biglow, aún parpadeando.

Spicer pensó que tenía un aspecto terrible. El de un viejo de setenta que se acerca de golpe a los noventa.

– Buena conducta, colega. Me han soltado antes de lo previsto. -Le lanzó un reloj de pulsera al pecho-. Te he traído un regalito.

Biglow lo agarró con unas manos huesudas y menudas y lo observó con avidez.

– ¿Qué es esto? ¿Coreano?

– Es de verdad. Lo birlé anoche.

Biglow se irguió un poco en la cama, tanteó la mesilla de noche con la mano y se puso unas gafas de leer enormes, pasadas de moda. Estudió el reloj.

– Tag Heuer Aquaracer -anunció-. No está mal. ¿Así que robando y follando?

– Al revés.

Biglow sonrió, dejando a la vista una fila de afilados dientecillos del color de una lata oxidada. Llevaba puesta una camiseta asquerosa que en algún momento debía de haber sido blanca. Debajo, era solamente piel y huesos. Olía a sacos viejos.

– Está bien -dijo-. Muy bonito. A ver, ¿cuánto quieres por él? -Mil.

– Estás de broma. Puedo conseguirte una «sábana» si encuentro comprador, y si es bueno, y no una copia. Eso o te doy cien pavos ahora.

Una «sábana» eran quinientas libras.

– Ese reloj vale dos de los grandes -replicó Spicer.

– ¿Has oído hablar de la crisis? -Biglow volvió a mirar el reloj-. Tienes suerte de no haber venido más tarde. -Calló, y al ver que Spicer no decía nada, prosiguió-: No me queda mucho, ¿sabes? -Tosió, con una tos larga, ronca y rasposa que le hizo lagrimear, y escupió sangre en un pañuelo mugriento-. Me dan seis meses de vida.

– Qué putada.

Darren Spicer fijó la mirada en aquel semisótano. Fuera pasó un tren con un rugido fantasmagórico y toda la habitación tembló. Una ráfaga fría atravesó la estancia. Aquel lugar no era más que un sitio donde vivir, tal como lo recordaba de la última vez que había estado allí. Una alfombra raída cubría parte de la tarima del suelo. Había ropa en perchas de alambre colgadas de la moldura. Un viejo reloj de madera en un estante decía que eran las 8.45. En la pared había un crucifijo, justo encima de la cama, y en la mesilla de noche junto a Biglow había una Biblia, junto a varios frascos de medicinas etiquetados.