Estar en la calle aún era una novedad para él. Oler el aire cargado de sal. Caminar libremente entre las mujeres. Oír el zumbido y el rugido de los vehículos y, de vez en cuando, fragmentos de música de las radios. Sin embargo, aunque era libre, también se sentía vulnerable y expuesto. Se dio cuenta de que la vida «ahí dentro» se había convertido en algo cómodo. Aquel otro mundo ya no lo conocía tan bien.
Y aquella calle parecía haber cambiado en los últimos tres años. Tenía mucha más vida de lo que él recordaba. Como si el mundo, tres años después, fuera una fiesta a la que él no estaba invitado.
Era la hora del almuerzo y los restaurantes empezaban a tener clientes. A llenarse de extraños.
Prácticamente todo el mundo era un extraño para él.
Sí, claro, tenía unos cuantos amigos con los que podía contactar, y lo haría con el tiempo. Pero ahora mismo no tenía mucho que decirles. Lo mismo de siempre. Ya los llamaría cuando necesitara un poco de coca, o cuando tuviera algo de caballo para vender.
Un coche patrulla se acercaba en dirección contraria y automáticamente él se giró y se puso a mirar el escaparate de una agencia inmobiliaria, fingiendo interés.
La mayoría de los policías de la ciudad conocían su cara. La mitad de ellos le habían pillado en una u otra ocasión. Tenía que recordarse a sí mismo que era libre de pasear por aquella calle, que ahora no era un fugitivo, que era un ciudadano de Brighton y Hove. ¡Era como cualquier otro!
Se quedó mirando algunas de las casas expuestas. Una frente al Hove Park le llamó la atención. Le era familiar. Tenía la sensación de haberla desvalijado años atrás. Cuatro dormitorios, invernadero, garaje de dos plazas. El precio tampoco estaba maclass="underline" 750.000 libras. Sí, un poco por encima de sus posibilidades. Unas 750.000 libras por encima de sus posibilidades.
Ahora tenía el enorme supermercado Tesco a poca distancia. Cruzó la calle y entró, dejando atrás la cola de coches que esperaban a la entrada del aparcamiento. Algunos eran muy elegantes. Un Beemer descapotable, un bonito deportivo Mercedes y varios todoterrenos imponentes: las señoronas de Brighton y Hove iban a hacer la compra. Mamás buenorras con niños cómodamente atados a sus sillitas en el asiento de atrás.
Gente con dinero en efectivo, con tarjetas de crédito, de débito, del club Tesco.
¡Y algunas de ellas se mostraban la mar de generosas!
Se paró frente a la entrada principal, observando el flujo de gente que salía con sus bolsas o con los carritos cargados. Pasó por alto los que no llevaban más que un par de bolsas; no le interesaban. Eran los carritos llenos los que centraban su atención. Las mamás, los papás y los propietarios de residencias que hacían la compra para toda la semana. Los que habrían cargado doscientas libras o más en sus tarjetas MasterCard, Barclaycard o American Express.
Algunos llevaban a niños pequeños en los asientos de sus carritos, pero esos no le interesaban. ¿Quién coño quería comida de bebé?
Entonces la vio salir.
¡Oh, sí! ¡Perfecta!
Tenía aspecto de rica, de arrogante. Tenía uno de esos cuerpos con los que había soñado en la litera de su celda los últimos tres años. Empujaba un carrito tan cargado que la última capa desafiaba la gravedad. Y llevaba unas botas muy bonitas. De piel de serpiente, con tacones de doce centímetros, calculó.
Pero no eran las botas lo que le interesaba en aquel momento. Era el hecho de que se parara un momento junto a la papelera, hiciera una bola con el tique de caja y lo tirara dentro. Él se acercó a la papelera como quien no quiere la cosa, sin apartar la mirada de ella, que seguía empujando su carrito hacia un Range Rover Sport negro.
Entonces metió la mano en la papelera y sacó un manojo de tiques. Solo tardó un momento en encontrar el de ella: medía más de medio metro e indicaba la hora, hacía solo un par de minutos.
Bueno, bueno…, ¡185 libras! Y además había pagado en efectivo, lo que significaba que no tendría que presentar ninguna tarjeta de crédito ni identificación personal. Leyó los artículos: vino, whisky, cóctel de gambas, moussaka, manzanas, pan, yogur. Un montón de cosas. ¡Hojas de afeitar! Algunas de las cosas no las quería, pero no era el momento de ponerse meticuloso… ¡Fantástico! Le dedicó una leve reverencia, que ella nunca vería. Al mismo tiempo, se quedó con la matrícula de su coche; al fin y al cabo, estaba muy buena y llevaba un calzado precioso. ¡Nunca se sabía! Luego cogió un carrito y entró en el supermercado.
Spicer tardó media hora en encontrar todo lo que había en la lista, artículo por artículo. Era consciente de la hora que ponía en el tique, pero tenía su historia preparada: que uno de los huevos estaba roto, así que había entrado a cambiarlo, y que se había parado a tomar un café.
Había unas cuantas cosas, como una docena de latas de comida de gato, que realmente no le hacían ninguna falta, y dos latas de ostras ahumadas que se habría podido ahorrar, pero decidió que lo mejor era que los artículos de la lista coincidieran a la perfección, por si le ponían pegas. Lo que sí le agradeció mucho fueron los seis bistecs congelados y las tartas de riñones. ¡Justo el tipo de comida que le gustaba a él! Y la media docena de latas de judías estofadas Heinz. No era remilgado con la comida. Alabó su gusto por el whisky irlandés Jameson's, pero el Baileys no era santo de su devoción. A la mujer le iban los huevos y las frutas ecológicas. Bueno, podría soportarlo.
Se llevaría la compra a casa y tiraría, vendería o cambiaría por cigarrillos lo que no quería. Luego saldría de caza.
La vida le sonreía. Solo había una cosa que podría mejorar aún más las cosas en aquel momento: otra mujer.
Capítulo 36
Ya habían pasado ocho días desde que los padres de Rachael Ryan habían denunciado su desaparición.
Ocho días sin ninguna prueba de que siguiera con vida.
Roy había estado trabajando obstinadamente en el caso desde el día de Navidad, cada vez más seguro de que allí había algo que olía muy mal, hasta que el inspector jefe Skerritt había insistido en que se tomara la Nochevieja libre y que la disfrutara con su esposa.
Grace lo había hecho a regañadientes, dividido entre la preocupación por encontrar a Rachael y la necesidad de mantener la paz en casa con Sandy. Ahora era viernes por la mañana y, tras una ausencia de dos días, tenía una reunión con Skerritt sobre el caso. El inspector comunicó a su pequeño equipo de agentes la decisión, tomada previa consulta con el subdirector, de designar a la Operación Crepúsculo un centro de investigaciones propio. Se habían requerido los servicios de un equipo del HOLMES -el servicio de grandes investigaciones del Ministerio del Interior- y habían reclutado a seis agentes más de otros puntos del país.
Lo habían instalado en la cuarta planta de la comisaría de John Street, junto al centro de control del circuito cerrado y frente al centro de investigaciones de la Operación Houdini, donde proseguía la investigación sobre el Hombre del Zapato.
A Grace, que estaba convencido de que las dos operaciones deberían fusionarse, le habían asignado el escritorio en el que estaba ahora y que se convertiría en su lugar de trabajo durante el tiempo que durara la investigación. Estaba junto a una ventana por donde se filtraba el aire y que ofrecía unas tristes vistas del aparcamiento y de los grises tejados con manchas de humedad en dirección a la estación de Brighton y el viaducto.
En la mesa de al lado estaba el agente Tingley, un joven policía de veintiséis años con cara de niño que a Roy le caía bien. En particular le gustaba la energía de aquel hombre. Jason Tingley estaba al teléfono, con la camisa arremangada, bolígrafo en mano, respondiendo a una de las decenas de llamadas que habían ido llegando tras la reconstrucción que habían hecho, tres días antes, del recorrido de Rachael, desde la parada de taxis de East Street hasta su casa.