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Grace tenía sobre la mesa un grueso dosier sobre Rachael Ryan. A pesar de las fiestas, ya había conseguido sus datos bancarios y la información de su tarjeta de crédito. No se habían producido transacciones la semana anterior, lo que significaba que ya podían descartar que la hubieran asaltado para hacerse con el contenido de su bolso. Su número de móvil no registraba llamadas desde las 2.35 de la Nochebuena.

No obstante, de la operadora de telefonía móvil había podido obtener algo útil. Había estaciones base de teléfonos, o minirrepetidores, situadas por todo Brighton y Hove, y cada quince minutos, incluso aunque no se usara, el teléfono enviaría una señal al repetidor más cercano, del mismo modo que un avión comunica su posición, y recibiría otra.

Aunque el teléfono de Rachael no había hecho más llamadas, había permanecido encendido tres días más, hasta acabársele la batería, supuso. Por la información que había recibido de la compañía, poco después de la última llamada de teléfono se había trasladado de pronto tres kilómetros al este de su casa, en un vehículo de algún tipo, a juzgar por la velocidad a la que lo había hecho.

Había permanecido allí el resto de la noche, hasta las 10.00 del día de Navidad. Después se había desplazado aproximadamente seis kilómetros al oeste, hasta Hove. Una vez más, la velocidad del trayecto indicaba que había viajado en algún vehículo. Luego se había detenido y no se había movido hasta la emisión de la última señal, poco después de las 23.00 del sábado.

En un mapa a gran escala de Brighton y Hove desplegado en la pared del centro de investigaciones, Grace había trazado un círculo rojo que indicaba la superficie cubierta por aquel repetidor en particular. Incluía la mayor parte de Hove, así como parte de Brighton, Southwick y Portslade. En aquella zona vivían más de ciento veinte mil personas: una cantidad que hacía prácticamente imposible la búsqueda casa por casa.

Además, era consciente de que aquel dato tenía un valor limitado. Quizá Rachael no llevara su teléfono encima. No era más que un indicador de dónde podía estar, nada más. Pero hasta el momento era todo lo que tenían. Una línea que seguiría -decidió- era comprobar si las cámaras de circuito cerrado de tráfico habían recogido algo que coincidiera con la información sobre la señal. Aunque solo cubrían las vías principales, y de forma limitada.

Rachael no tenía ordenador propio, y en el de su oficina, en American Express, no había nada que arrojara ninguna pista sobre el motivo de su desaparición.

En aquel momento, era como si se la hubiera tragado la Tierra.

Tingley colgó y tachó el nombre que había escrito un par de minutos antes en su cuaderno:

– ¡Capullo! -dijo-. Qué ganas de perder el tiempo. -Entonces se giró hacia Roy-. ¿Qué tal la Nochevieja, colega?

– Bueno, estuvo bien. Fui con Dick y Leslie Pope al Donatello's. ¿Y tú?

– Me fui con la señora a Londres. Trafalgar Square. Fue fantástico… hasta que empezó a llover. -Se encogió de hombros-. Así pues, ¿qué te parece? ¿Seguirá viva?

– No pinta bien -respondió-. Es una chica muy hogareña. Aún estaba afectada por la ruptura con su ex. Le iban los zapatos. Mucho -añadió. Se quedó mirando a su colega y se encogió de hombros-. Eso es lo que más me da que pensar.

Ese mismo día, había pasado una hora con el doctor Julius Proudfoot, el analista de conducta que habían integrado en el equipo de la Operación Houdini. Proudfoot le había dicho que, en su opinión, la desaparición de Rachael Ryan no podía relacionarse con el Hombre del Zapato. Aún no entendía cómo había llegado a aquella conclusión ese arrogante psicólogo, con las pocas pruebas que tenían.

– Proudfoot insiste en que no es el estilo del Hombre del Zapato. Dice que este ataca a sus víctimas y luego las suelta. Como ha usado el mismo modus operandi con cinco víctimas, no acepta que de pronto haya podido cambiar y retener a otra.

– El modus operandi es similar, Roy -admitió Jason Tingley-. Pero las busca en diferentes lugares, ¿no? Atacó a la primera en un callejón. A otra en una habitación de hotel. A otra en su casa. A otra bajo el muelle. A otra en un aparcamiento público. Está bien pensado, si es que se puede decir así: hace difícil prever sus acciones.

Grace se quedó mirando sus notas, concentrado. Había un denominador común entre las víctimas del Hombre del Zapato. A todas ellas les encantaban los zapatos de diseño. Todas se acababan de comprar un par nuevo, en diferentes tiendas de Brighton, poco antes de sufrir el ataque. Pero hasta el momento las indagaciones con el personal de las tiendas no habían revelado nada que fuera útil.

Rachael Ryan también se había comprado un par de zapatos nuevos. Tres días antes de Navidad. Caros, para una joven con sus posibilidades: 170 libras. Los llevaba puestos la noche en que había desaparecido.

Pero Proudfoot no había hecho mucho caso de aquello.

Grace se giró hacia Tingley y se lo dijo. Este asintió y, de pronto, con aire pensativo dijo:

– Pues si no es el Hombre del Zapato, ¿quién se la ha llevado? ¿Adónde ha ido? Si está bien, ¿por qué no se ha puesto en contacto con sus padres? Debería de haber visto el aviso en el Argus, o haberlo oído en la radio.

– No tiene sentido. Normalmente llama a sus padres cada día. ¿Ocho días de silencio? ¿Y en esta época del año: Navidad y Año Nuevo? ¿Que no los llame para desearles feliz Navidad ni feliz Año Nuevo? Le ha pasado algo, seguro.

Tingley asintió:

– Como no la hayan abducido los extraterrestres…

Grace volvió a mirar sus notas. El Hombre del Zapato se llevaba a sus víctimas a un lugar diferente cada vez, pero lo que les hacía a todas era siempre parecido. Y aún más importante era lo que les hacía a las vidas de sus víctimas. No necesitaba matarlas. Para cuando acababa con ellas, ya estaban muertas por dentro.

«¿Eres una víctima más del Hombre del Zapato, Rachael? ¿O has caído en manos de algún otro monstruo?»

Capítulo 37

Viernes, 9 de enero de 2010

– La SR-1, la mayor de las dos salas de reuniones usadas como centro de investigaciones de la Sussex House, tenía un ambiente que a Roy siempre le infundía energía.

Estaba situada en medio del Centro de Delitos Graves, en la sede del Departamento de Investigaciones Criminales, y a ojos de cualquier otro observador parecería una gran oficina más. Tenía las paredes de color crema, una funcional moqueta gris, sillas rojas, modernos escritorios de madera, archivadores, un dispensador de agua y grandes pizarras blancas en las paredes. Las ventanas llegaban al techo y estaban cubiertas permanentemente con persianas cerradas, como para desanimar a quien tuviera la ocurrencia de mirar afuera.

Pero para Grace aquello era mucho más que una oficina. La SR-1 era el centro neurálgico del caso que tenía entre manos, al igual que lo había sido de los anteriores que había gestionado desde aquel lugar, y para él era casi un terreno sagrado. Muchos de los delitos más graves cometidos en Sussex en la última década se habían solucionado -y los delincuentes habían acabado encerrados- gracias a la labor de investigación llevada a cabo en aquella sala.

Los garabatos en rojo, azul y verde sobre las pizarras blancas de cualquier oficina comercial del mundo podían indicar cifras de negocio, objetivos de ventas o índices de penetración en los mercados. Aquí eran líneas cronológicas de los delitos y gráficas de parentesco de las víctimas y los sospechosos, que compartían espacio con fotografías y otros datos clave. Cuando obtuvieran un retrato robot del delincuente -y ojalá fuera pronto-, también acabaría colgado en aquellas pizarras.