Un instante más tarde él sintió un golpe violento, oyó un improperio y dio de pronto contra el suelo mojado, al tiempo que sentía un dolor agudo en el rostro, como si un centenar de abejas le hubieran picado a la vez. Una taza de poliestireno de Starbucks liberó su contenido de café hirviendo y acabó cayendo a su lado. De pronto sintió una ráfaga de aire frío en la cabeza y, en un arranque de pánico, notó que la peluca se le había caído.
La agarró y se la puso como puedo, sin preocuparse ni por un momento de su aspecto, y se encontró de pronto cara a cara ante un tipo como un armario, tatuado y con la cabeza rapada.
– ¡Maricón! ¿Por qué no miras por dónde vas, joder?
– ¡Que te jodan! -le contestó, a voz en grito, olvidándose por un instante de afinar la voz, se puso en pie como pudo, agarrándose con una mano la peluca rubia, y se puso en marcha trastabillando, consciente del olor a café caliente y de la desagradable sensación del líquido caliente que le corría por el cuello.
– ¡Nenaza de mierda! -rugió la voz a sus espaldas, mientras él arrancaba a correr, abriéndose paso por entre un grupo de turistas japoneses, con la mirada fija en el paraguas de la mujer que se movía en la distancia. Para su sorpresa, no se paró a mirar en L. K. Bennett, sino que siguió recto y se metió en las Lanes.
Giró a la izquierda. La siguió. Dejó atrás un pub y luego otra joyería. El metió la mano en el bolso, sacó un pañuelo de papel y se secó el café de la cara, rezando para que no le hubiera estropeado el maquillaje.
La rubia cruzó la concurrida Ship Street y giró a la derecha; luego a la izquierda por la calle de las boutiques caras: Duke's Lane.
«¡Buena chica!»
Entró en Profile, la primera tienda a la derecha.
Él miró por el escaparate. Pero no prestó atención a la exposición de zapatos y botas de los estantes, sino a su propio reflejo. Disimulando todo lo que pudo, se ajustó la peluca. Entonces se miró más de cerca el rostro: parecía que estaba todo bien, no vio manchas extrañas.
Entonces volvió a observar a la rubia. Estaba sentada en una silla, mirando su BlackBerry, apretando teclas. Apareció una vendedora con una caja, se la abrió con la misma ceremonia con que levanta un camarero la tapa de una sopera y le presentó su contenido a examen.
La rubia asintió, complacida.
La vendedora sacó un zapato Manolo Blahnik de satén azul y tacón alto con una hebilla cuadrada con brillantes.
Observó a la rubia mientras se probaba el zapato. Ella se puso en pie y caminó por la moqueta, observando el reflejo de su pie en los espejos. Parecía que le gustaba.
Entonces él entró en la tienda y empezó a mirar zapatos, aspirando el embriagador cóctel de aroma a piel curtida y a Armani Code. Vio a la rubia con el rabillo del ojo, la observó y «escuchó».
La vendedora le preguntó si querría probarse también el zapato izquierdo. La rubia dijo que sí.
Mientras se paseaba por la gruesa moqueta, la vendedora se acercó a él. Era una joven delgada, con el cabello oscuro y un acento irlandés. Le preguntó si podía ayudarle. Él, con su voz más fina, respondió que «solo estaba mirando, gracias».
– Tengo que dar un discurso importante la semana que viene -explicó la rubia. Tenía acento norteamericano, observó él-. Es un evento de media tarde. Me he comprado un vestido azul divino. Creo que el azul es un buen color para el día. ¿Qué le parece?
– El azul tiene que sentarle muy bien, señora. Lo veo en los zapatos. Y es un color muy propio para el día.
– Sí, ah, sí. Yo también lo creo. Ah, sí. Debería haber traído el vestido, pero ya veo que van a hacer juego.
– Combinan con muchos tonos de azul.
– Ah, sí…
La rubia se quedó mirando el reflejo de sus zapatos en el espejo unos momentos, y se dio unos golpecitos en los dientes con la uña. Entonces dijo las palabras mágicas:
– ¡Me los quedo!
«¡Buena chica!» Los Manolos eran estupendos. Preciosos. De categoría. Y lo más importante: tenían unos tacones de trece centímetros.
¡Perfecto!
Y le gustaba su acento. ¿Sería de California?
Se acercó con disimulo al mostrador donde tenía lugar la compra, escuchando atentamente, mientras fingía examinar un par de chinelas marrones.
– ¿La tenemos en el listado de dientas, señora?
– No creo.
– ¿Le importaría que la apuntáramos? Podríamos informarla de nuestras rebajas. Puede encontrar unas gangas excepcionales.
Ella se encogió de hombros.
– Bueno. ¿Por qué no?
– ¿Me da su nombre?
– Dee Burchmore. Señora.
– ¿Y su dirección?
– Sussex Square, 53.
«Sussex Square. En Kemp Town», pensó. Una de las plazas más bonitas de la ciudad. La mayoría de sus casas señoriales estaban divididas en pisos. Había que ser neo para tener una casa entera allí. Y también para comprarse aquellos Manolos. Y el bolso a juego, que ahora tenía entre las manos. Del mismo modo que la tendría él entre las manos muy pronto.
«Kemp Town», pensó. ¡Menuda coincidencia!
Aquello le traía buenos recuerdos.
Capítulo 41
Siempre que se compraba un par de zapatos, Dee Burchmore sentía un acceso de emoción y de culpa. No tenía ninguna necesidad de sentirse culpable, por supuesto. Rudy le animaba a que se vistiera bien, a que se pusiera guapa. El era ejecutivo del American & Oriental Banking, destinado durante cinco años a la sede de Brighton, recién inaugurada, para potenciar el arraigo de la compañía en Europa, así que para él el dinero no era en absoluto un problema.
Ella estaba orgullosa de Rudy y lo quería. Le encantaba que se esforzara en mostrar al mundo que, tras los escándalos económicos que habían sacudido a la banca estadounidense en los últimos años, aún había quien se preocupaba por los clientes. Rudy estaba atacando el mercado hipotecario británico con empeño, haciendo ofertas a los compradores de primera vivienda que ninguna de las entidades británicas, aún en proceso de recuperación tras la crisis financiera, podían plantear. Y ella tenía un papel importante en el proceso, en lo referente a las relaciones públicas.
En las horas que le quedaban a Dee entre el momento de llevar a sus hijos -Josh, de ocho años, y Chase, de seis- al colegio y el de recogerlos, Rudy le había encomendado la tarea de establecer todas las relaciones que pudiera por la ciudad. Quería que encontrara organizaciones benéficas a las que pudiera hacer significativas contribuciones el American & Oriental (ganándose así, por supuesto, una publicidad considerable como benefactores de la ciudad). Era un papel que a ella le iba que ni pintado.
Era una golfista experimentada, así que se había apuntado a la sección femenina del club de golf más caro de la ciudad, el North Brighton. Se había hecho socia del Rotary Club que le pareció más influyente de la ciudad, y se había prestado a participar en los comités de organización de varias de las principales instituciones de beneficencia de la ciudad, entre ellas el Martlet's Hospice, reputado centro de cuidados paliativos para enfermos terminales. La última cita que había tenido había sido con el comité de recaudación de fondos para el principal refugio para indigentes de Brighton y Hove, el Saint Patrick's, que contaba con un centro muy particular, con espacios privados al estilo de los hoteles-nicho japoneses para los indigentes, entre ellos exreclusos en proceso de reinserción.
Se quedó allí de pie, en la tiendecita, observando cómo la dependienta envolvía sus bonitos Manolos azules en papel de seda, para meterlos después con toda delicadeza en la caja. No veía el momento de llegar a casa y probarse el vestido con aquellos zapatos y con el bolso. Sabía que le iban a quedar estupendos. Justo lo que necesitaba para sentirse más segura de sí misma la semana siguiente.