Y los otros trescientos cincuenta borrachos escandalosos que la rodeaban.
Los dos hombres le tiraban de los brazos arriba y abajo, casi arrancándoselos del tronco, mientras la banda del salón de actos del hotel Metropole atacaba el clásico Auld lang syne al dar la medianoche. El hombre de su derecha llevaba un bigote de plástico de Groucho Marx cogido con una pinza al tabique entre los orificios nasales, y el de su izquierda, cuya grasienta mano se había pasado gran parte de la noche intentando avanzar por su muslo, empezó a hacer sonar un silbato que parecía el pedo de un pato.
Habría deseado estar en cualquier otro lugar. Ojalá se hubiera mantenido firme y se hubiera quedado en casa, bien calentita, con una botella de vino y la televisión, tal como había pasado la mayoría de las noches del año que se acababa, desde que su marido la había abandonado por su secretaria de veinticuatro años.
Pero no, sus amigas Olivia, Becky y Deanne habían insistido en que «de ningún modo» iban a dejar que pasara la Nochevieja deprimiéndose en casa, a solas. Nigel no iba a volver, le aseguraron. La veinteañera estaba embarazada. No valía la pena. Había muchos más peces en el mar. Ya era hora de que saliera a buscarse la vida.
¿Y aquello era buscarse la vida?
Sintió cómo le tiraban de ambos brazos a la vez hacia arriba. Luego se vio arrastrada hacia delante al ritmo de la canción, y a punto estuvo de caerse de lo alto de los tacones de sus indecentemente caros zapatos Marc Jacobs. Un momento después se veía arrastrada hacia atrás, trastabillando.
«Should auld acquaintance be forgot…», [1] cantaba la banda.
Pues sí, claro que sí que habría que olvidarlas. ¡Y también las actuales!
Solo que ella no podía olvidar. No podía olvidar todas aquellas noches de fin de año en que, al llegar la medianoche, había mirado a Nigel a los ojos y le había dicho que le quería, y él le había contestado que él también. Le pesaba el corazón, le pesaba horrores. No estaba lista para aquello. No era el momento, aún no.
La canción por fin acabó, y el señor Panceta Grasienta escupió su silbato, la agarró de las mejillas y le plantó un beso baboso e interminable en los labios.
– ¡Feliz Año Nuevo! -barboteó.
Entonces cayeron globos del techo. Una lluvia de serpentinas la cubrió. A su alrededor solo veía caras alegres y sonrientes. La abrazaron, la besaron y la magrearon por todas partes. Aquello no tenía fin.
Nadie lo notaría si se escapaba en aquel momento.
Se abrió paso a través de la sala, esquivando un mar de gente, y salió al pasillo. Sintió una fría corriente de aire y el dulce olor del humo de un cigarrillo. ¡Dios, qué bien le iría un cigarrillo en aquel momento!
Se encaminó hacia el pasillo, que estaba casi desierto, giró a la derecha y salió al vestíbulo del hotel; lo cruzó y se dirigió a los ascensores. Llamó. Se abrieron las puertas, entró y pulsó el botón para ir a la quinta planta.
Con un poco de suerte, todos estarían demasiado borrachos como para notar su ausencia. A lo mejor debería haber bebido más, y así tendría ganas de fiesta. Ella estaba absolutamente sobria, así que podría haberse ido a casa en coche sin problemas, pero había pagado la habitación para aquella noche y tenía todas sus cosas dentro. Quizá podría pedir un poco de champán al servicio de habitaciones, ver una película en la tele y agarrarse un pedo ella sólita.
Al salir del ascensor, sacó la tarjeta de plástico que servía de llave de la habitación del interior de su bolso de noche Chanel de lamé plateado (una imitación que había comprado en Dubái en un viaje que había hecho con Nigel dos años atrás).
Observó a una mujer rubia y delgada -de unos cuarenta y tantos, supuso- a unos metros. Llevaba un vestido de noche, con mangas largas, y parecía que no conseguía abrir su puerta. Al llegar a su altura, la mujer, que estaba muy borracha, se giró hacia ella:
– No puedo meter esta maldita tarjeta. ¿Sabe cómo funcionan? -masculló, tendiéndole la tarjeta-llave.
– Creo que tiene que meterla y sacarla bastante rápido -dijo Nicola.
– Eso ya lo he probado.
– Déjeme probar a mí.
Nicola, solícita, cogió la tarjeta y la metió en la ranura. Cuando la sacó, vio una luz verde y oyó un clic.
Casi de inmediato notó algo húmedo apretado contra la cara, un olor dulce en la nariz y un ardor en los ojos. Sintió un golpe en la nuca y cayó tropezando hacia delante. Lo siguiente fue el impacto de la moqueta contra su rostro.
Capítulo 5
En la oscuridad, Rachael Ryan oyó el tintineo de la hebilla del cinturón del hombre. Un ruido metálico. El roce de sus ropas. El sonido de su respiración, rápida, salvaje. Tenía un dolor de cabeza insoportable.
– Por favor, no me haga daño -rogó-. Por favor, no.
La furgoneta se agitaba con las frecuentes ráfagas de viento del exterior. De vez en cuando pasaba algún vehículo que arrojaba un chorro de luz blanca al interior con los focos, mientras el terror se iba apoderando de ella. En aquellos momentos era cuando podía verle con mayor claridad. El pasamontañas negro en la cabeza, con minúsculas aberturas para los ojos, las fosas nasales y la boca. Los vaqueros anchos y la chaqueta de chándal. El pequeño cuchillo curvado que sostenía con la mano izquierda, cubierta con un guante, el mismo cuchillo con que decía que la dejaría ciega si gritaba o si intentaba huir.
La fina capa sobre la que estaba tirada emanaba un olor a húmedo, como de sacos viejos, que se mezclaba con el casi imperceptible de la tapicería de plástico y el de gasoil, mucho más penetrante.
Rachael vio cómo se bajaba los pantalones y se quedó mirando los calzoncillos blancos, las piernas delgadas y sin pelos. Se bajó los calzoncillos, mostrando el pequeño pene, corto y fino como la cabeza de una serpiente. Le vio hurgar en el bolsillo con la mano derecha y sacar algo brillante. Un paquetito cuadrado. Lo abrió con el cuchillo, respirando aún más fuerte y sacando algo del interior. Un condón.
La mente de Rachael era un hervidero de pensamientos. ¿Un condón? ¿Estaba mostrándose considerado? Si tenía la consideración de usar un condón, ¿de verdad sería capaz de atacarla con el cuchillo?
– Vamos a ponernos el condón -dijo él, jadeando-. Hoy en día sacan ADN de todas partes. Y con el ADN pueden pillarte. No voy a dejarte un regalito para la Policía. Pónmela dura.
Ella tuvo un escalofrío de asco al ver la cabeza de la serpiente que se acercaba a sus labios, y vio que la cara de él se iluminaba de pronto otra vez con el paso de otro coche. Había gente fuera. Oyó voces en la calle. Risas. Pensó que si pudiera hacer ruido -golpear el lateral de la furgoneta, gritar- alguien acudiría, alguien lo detendría.
Se preguntó por un momento si no sería mejor excitarle, hacer que se corriera, y entonces quizá la dejaría escapar y desaparecería. Pero sentía demasiado asco, demasiada rabia… y demasiadas dudas.
Ahora oía su respiración aún más intensa. Sus gruñidos. Lo veía tocándose. ¡No era más que un pervertido, un pervertido asqueroso, y no iba a pasar por aquello!
De pronto, espoleada por el valor que le daba el alcohol que llevaba dentro, le agarró el sudoroso y depilado escroto y le apretó las pelotas con ambas manos con todas sus fuerzas. El se echó atrás, jadeando de dolor. La chica aprovechó ese momento para arrancarle el pasamontañas y meterle los dedos en los ojos, en los dos, intentando sacárselos con las uñas, gritando con todas sus fuerzas.