– No hay ninguna persona que pueda solucionar todos los problemas del mundo.
Ella se giró hacia él.
– Muy bien. Pues háblame del que estás solucionando tú -dijo, bajando el volumen del televisor.
Roy se encogió de hombros.
– Venga, quiero oírlo. Nunca me hablas de tu trabajo.
Siempre me preguntas cómo me ha ido el día y yo te hablo de la gente rara con la que tengo que enfrentarme en el centro médico. Pero cada vez que te pregunto, me sueltas algún rollo sobre confidencialidad. Así que, «futuro inspector Grace», cuéntame cómo te ha ido el día, para variar. Dime por qué llevo diez noches cenando sola, una tras otra. Cuéntame. Recuerda nuestras promesas matrimoniales. ¿No había algo sobre no tener secretos?
– Sandy -protestó él-. ¡Venga! ¡No me hagas esto!
– No, venga tú, para variar. Cuéntame cómo te ha ido el día. Dime cómo va la búsqueda de Rachael Ryan.
El dio otra calada profunda a su cigarrillo.
– No va a ningún lado -dijo.
– Bueno, eso ya es algo -exclamó ella, sonriendo-. Creo que es la primera vez que me hablas con tanta sinceridad en todos los años que llevamos casados. ¡Gracias, «futuro inspector Grace»!
Roy hizo una mueca.
– Deja de decir eso. Puede que nunca lo sea.
– Sí que lo serás. Eres el niño bonito del cuerpo. Conseguirás el ascenso. ¿Y sabes por qué?
– ¿Por qué?
– Porque para ti significa más eso que tu matrimonio.
– ¡Sandy! Venga ya, eso es…
Dejó el cigarrillo en el cenicero, se puso en pie de un salto, se sentó en el borde del sofá e intentó rodearla con un brazo, pero ella se zafó.
– Venga, cuéntame cómo te ha ido el día -insistió-. Quiero todos los detalles. Si me quieres de verdad, claro. Nunca he oído un relato minucioso, minuto por minuto, de un día de trabajo tuyo. Ni una sola vez.
Él volvió a ponerse en pie y apagó el cigarrillo contra el cenicero, que se llevó a la mesa junto al sofá, y volvió a sentarse.
– Me he pasado el día buscando a esa chica, ¿vale? Igual que el resto de la semana.
– Sí, vale. Pero ¿eso qué supone?
– ¿De verdad quieres saber los detalles?
– Sí que quiero. Desde luego que quiero saber los detalles. ¿Te supone algún problema?
Él encendió otro cigarrillo y dio una calada. Luego, con la boca llena de humo, dijo:
– He ido con otro sargento (un tipo llamado Norman Potting, que por cierto no es el agente más diplomático del cuerpo) a ver a los padres de la desaparecida una vez más. Están destrozados, como puedes imaginarte. Hemos intentado tranquilizarlos, contándoles todo lo que hacemos, y les hemos pedido toda la información que pudieran darnos sobre su hija y que no supiéramos ya. Potting ha conseguido cabrearlos a los dos.
– ¿Cómo?
– Les ha formulado todo tipo de preguntas raras sobre su vida sexual. Había que preguntárselo, pero hay formas y formas…
Dio otro sorbo a su copa y otra calada al cigarrillo; luego lo dejó en el cenicero. Ella lo miraba inquisitivamente.
– ¿Y luego?
– ¿De verdad quieres oír todo lo demás?
– Sí que quiero. Quiero oír todo lo demás.
– Bueno, pues hemos intentado sacarles todo lo que hemos podido sobre la vida de Rachael. Si tenía amigos o colegas del trabajo con los que se viera y con los que aún no hubiéramos hablado. Si aquello había sucedido antes… Hemos intentado hacernos una imagen de sus hábitos.
– ¿Y cuáles eran sus hábitos?
– Llamar a sus padres cada día, sin falta. Ese es el más significativo.
– ¿Y ahora hace diez días que no los llama?
– Exacto.
– ¿Crees que estará muerta?
– Hemos comprobado las cuentas del banco para ver si ha sacado dinero, y no lo ha hecho. Tiene una tarjeta de crédito y otra de débito, y no hay transacciones desde Nochebuena.
Bebió un poco más de whisky y observó, sorprendido, que había vaciado el vaso. Los cubitos de hielo chocaron entre sí al darle contra la boca cuando apuró las últimas gotas.
– O la tienen retenida contra su voluntad, o está muerta -concluyó Sandy en tono neutro-. La gente no desaparece de la faz de la Tierra como si nada.
– Sí que lo hace -dijo él-. Cada día. Miles de personas cada año.
– Pero si tenía esa relación tan próxima con sus padres, no querría hacerles daño así, deliberadamente, ¿no te parece?
El se encogió de hombros.
– ¿Qué te dice tu olfato de poli?
– Que esto no huele nada bien.
– ¿Y qué es lo siguiente?
– Estamos ampliando la búsqueda, las consultas casa por casa van en aumento, vamos cubriendo una extensión mayor; hemos incorporado nuevos agentes al equipo. Estamos buscando por los parques, los vertederos, el campo. Estamos examinando las grabaciones de circuito cerrado. Se están haciendo controles en todas las estaciones, puertos y aeropuertos. Estamos interrogando a sus amigos y a su ex novio. Y contamos con un psicólogo criminal para trazar el perfil del agresor.
Al cabo de unos momentos, Sandy preguntó:
– ¿Crees que es el violador ese del zapato, otra vez? ¿El Hombre del Zapato?
– Según parece, a la chica le vuelven loca los zapatos. Pero el modus operandi no es el mismo. Nunca se ha quedado con una de sus víctimas.
– ¿No me dijiste una vez que los delincuentes se vuelven más atrevidos y violentos con el tiempo? ¿Que cada vez van a más?
– Eso es cierto. El tipo que empieza como inofensivo exhibicionista puede acabar convirtiéndose en un violador violento. Lo mismo que los ladrones, cuando van cogiendo confianza.
Sandy dio un sorbo a su vino.
– Espero que la encuentres pronto y que esté bien.
Grace asintió.
– Sí -dijo, en voz baja-. Yo también lo espero.
– ¿La encontrarás?
No tenía respuesta para aquello. Al menos, no la que ella esperaba oír.
Capítulo 43
A Yac no le gustaban los borrachos, y mucho menos las guarrillas borrachas. Y menos aún, las guarrillas borrachas que se metían en su taxi. Especialmente a una hora tan temprana de la noche del sábado, cuando estaba ocupado leyendo las últimas noticias sobre el Hombre del Zapato en el Argus.
Y ahí tenía cinco chicas borrachas, todas sin abrigo, todas con vestiditos mínimos, con las piernas al aire, luciendo las tetas, los tatuajes y los piercings de los ombligos. ¡En enero! ¿No notaban el frío?
Solo estaba autorizado a llevar a cuatro. Se lo había dicho, pero se las había encontrado demasiado borrachas como para que le escucharan, amontonadas unas contra otras en la parada de East Street, gritando, cacareando, riéndose compulsivamente y diciéndole que las llevara al muelle.
El taxi se había llenado de sus olores: Rock'n Rose, Fuel for Life, Red Jeans, Sweetheart y Shalimar. Los reconocía todos. Ajá. En particular, reconocía el Shalimar.
El perfume de su madre.
Les dijo que no había más que un paseo, que con el tráfico de los sábados por la noche habrían llegado antes a pie, pero ellas habían insistido.
– ¡Hace un frío de perros, por Dios! -había respondido una de ellas.
Era una gordita, la que llevaba el Shalimar, con una tupida melena rubia y unos pechos medio descubiertos que daban la impresión de haber sido hinchados con un compresor para bicicleta. Le recordó un poco a su madre. Había algo en su rotundidad, en sus formas y en el color de su pelo…
– Sí -dijo otra-. Un frío de cojones.
Otra encendió un cigarrillo. Yac sintió el olor acre. Aquello también iba contra la ley, y se lo dijo mirándola, enojado, en el espejo.
– ¿Quieres una calada, guapetón? -dijo ella, con un mohín, al tiempo que le tendía el cigarrillo.