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Ella se había presentado con la intención de hacer pública la noticia, del mismo modo que los cuatro viernes anteriores. Quería decirles que estaba enamorada y que tenía intención de casarse con un goy. Y un goy pobre, por si fuera poco. Pero, una vez más, el miedo había podido con ella.

– Lo siento -dijo, encogiéndose de hombros-. Iba a hacerlo, pero… no era el momento adecuado. Creo que deberían conocerte primero. Así verían lo encantador que eres.

El frunció el ceño.

La chica dejó la cuchara en el plato, alargó la mano y cogió la de él.

– Ya te lo dije… No son fáciles.

Él puso la otra mano encima de la de ella y la miró fijamente a los ojos.

– ¿Significa eso que tienes dudas?

– Ninguna -dijo ella, sacudiendo la cabeza con fuerza-. Absolutamente ninguna. Te quiero, Benedict, y quiero pasar el resto de mi vida contigo. No tengo la más mínima duda.

Y era cierto, no la tenía.

Pero había un problema. No era solo que Benedict no era judío ni rico, sino que además no era ambicioso en el sentido en que sus padres entendían que se debía ser: el monetario. Tenía grandes ambiciones, pero en otro sentido. Trabajaba para una organización de beneficencia local, ayudando a los indigentes. Quería ayudar a mejorar el nivel de vida de los menos favorecidos de la ciudad. Soñaba con el día en que nadie tuviera que dormir en las calles de aquella rica ciudad. Y ella le amaba y le admiraba por eso.

La madre de Jessie habría querido que ella fuera médico, y en un tiempo aquel había sido también el sueño de Jessie. Cuando decidió bajar sus expectativas y diplomarse como enfermera en la Universidad de Southampton, sus padres lo habían aceptado (su madre de peor gana que su padre). Pero tras acabar los estudios decidió que quería hacer algo para ayudar a los menos favorecidos, y había encontrado un trabajo mal pagado pero que le encantaba, como enfermera y asesora en un centro de acogida para drogadictos en el Old Steine, en el centro de Brighton.

Un trabajo sin posibilidades de futuro. No era algo que sus padres pudieran aceptar con facilidad. Pero admiraban su dedicación, de aquello no tenían dudas. Estaban orgullosos de ella. Y esperaban la llegada de un yerno del que pudieran estar igualmente orgullosos. Se daba por sentado que sería alguien que ganara mucho dinero, que la mantuviera y que le permitiera seguir con el nivel de vida al que estaba acostumbrada.

Y aquel era el problema de Benedict.

– Yo estoy dispuesto a conocerlos cuando tú quieras. Ya lo sabes.

Ella asintió y le agarró la mano con fuerza.

– Los conocerás la semana que viene, en el baile. Y quedarán encantados contigo. Estoy segura.

Su padre era presidente de una gran organización benéfica de la zona que recaudaba fondos para causas judías de todo el mundo. Había reservado una mesa en un baile benéfico en el hotel Metropole y le había dicho que podía llevar a un amigo.

Jessie ya se había comprado el vestido y lo único que le faltaba era un par de zapatos a juego. Solo tenía que pedirle el dinero a su padre, y sabía que él estaría encantado de dárselo. Pero era algo que no podía hacer. Unas horas antes había localizado unos zapatos Anya Hindmarch, en las rebajas de enero de una tienda de la ciudad, Marielle Shoes. Eran de lo más sensuales, pero al mismo tiempo tenían clase. De charol negro, con tacones de trece centímetros, cierre en el tobillo y la punta abierta. Pero aun de rebajas valían 250 libras, y aquello era mucho dinero. Esperaba que, quizá, si esperaba, los rebajaran un poco más. Y si alguien se los llevaba antes, bueno, mala suerte. Encontraría otros. En Brighton no faltaban las zapaterías. ¡Algo encontraría!

El Hombre del Zapato estaba de acuerdo con ella.

La había contemplado desde atrás en el mostrador de Deja Shoes, en Kensington Gardens, unas horas antes. Había oído cómo le decía a la vendedora que quería algo sensual y con clase para un importante evento al que tenía que ir con su novio la semana siguiente. Y la había seguido a Marielle Shoes, en la misma calle.

Tuvo que admitir que estaba realmente atractiva con aquellos zapatos de charol negro que se había probado, pero que no había comprado. Muy, muy atractiva.

Demasiado atractiva como para que solo los disfrutara con su novio.

Esperaba sinceramente que volviera y se los comprara.

¡Así podría ponérselos para él!

Capítulo 50

Sábado, 10 de enero de 2010

La pantalla de datos del taxi de Yac decía: «China Garden rest. Preston St. 2. Cliente: Starling. Dest. Roedean Cresc.».

Eran las once y veinte de la noche. Llevaba aparcado unos minutos y hacía un rato que había puesto en marcha el taxímetro. El propietario del taxi le había dicho que solo debía esperar cinco minutos, y que luego debía activarlo. Yac no estaba seguro de la precisión de su reloj y no quería aprovecharse de sus pasajeros. Así que siempre les concedía veinte segundos de margen.

Starling. Roedean Crescent.

Ya había llevado a aquellas personas alguna otra vez. Nunca olvidaba a un pasajero, y especialmente a aquellos. La dirección era: Roedean Crescent, 67. Lo había memorizado. Ella llevaba perfume Shalimar. El mismo que su madre. Aquello también lo había memorizado. En aquella ocasión llevaba zapatos Bruno Magli. Talla cuatro. La misma que su madre.

Se preguntaba qué zapatos llevaría esa noche.

La excitación fue en aumento cuando la puerta del restaurante se abrió y vio salir a la pareja. El hombre iba agarrado a la mujer y parecía inestable. Soplaba un viento de tormenta. Ella le ayudó a bajar el bordillo, pero él siguió agarrado a ella mientras recorrían la escasa distancia que los separaba del taxi.

Pero Yac no le miraba a él. Miraba los zapatos de la mujer. Eran bonitos. Tacón alto. Cierre en el tobillo. De los que le gustaban.

El señor Starling miró a través de la ventanilla, que Yac había abierto.

– ¿Taaaxish para Roedean Cresshent?¿ ¿Shtarling?

Estaba tan borracho como parecía.

El propietario del taxi le había dicho que no tenía por qué aceptar a pasajeros borrachos, especialmente si tenían aspecto de que pudieran ponerse a vomitar. Costaba mucho dinero limpiar el vómito del taxi, porque se colaba por todas partes: por las rejillas de ventilación, por las ventanillas hasta los motores eléctricos, por las rendijas a los lados de los asientos… A la gente no le gustaba subirse a un taxi que oliera a enfermo. Y tampoco era agradable conducirlo.

Pero había sido una noche muy tranquila. El propietario del taxi se enfadaría con él por la escasa recaudación. Ya se había quejado de lo poco que había hecho Yac desde Año Nuevo y le había dicho que nunca había conocido a ningún taxista que hubiera ganado tan poco dinero en Nochevieja.

Necesitaba hacer todas las carreras que pudiera, porque no quería arriesgarse a que él le despidiera y se buscara a otro conductor. Así que decidió arriesgarse.

Y deseaba oler aquel perfume. ¡Quería aquellos zapatos en el taxi!

Los Starling se subieron al asiento de atrás y él arrancó. Ajustó el retrovisor para ver bien el rostro de la señora Starling y luego le dijo:

– ¡Bonitos zapatos! ¡Apuesto a que son Alberta Ferretti!

– ¿Y a ti qué te importa? ¿Eres un pervertido o algo así? -respondió ella, que parecía tan cocida como su marido-. Me parece que ya nos has llevado antes, ¿verdad? Hace poco. ¿La semana pasada? ¿Mmm?

– Usted llevaba unos Bruno Magli.

– ¡Jodido entrometido! ¡Los zapatos que yo me ponga no son asunto tuyo!

– Le gustan los zapatos, ¿verdad?

– Sshí, le encantan los putos zapatos -intervino Garry Starling-. Se gasta todo mi dinero en zapatos. ¡Cada penique que gano acaba en sus jodidos pies!