Выбрать главу

Spinella se encogió de hombros.

– Trato hecho.

– Vale. La primera, la que no debes publicar, es que creemos que podría haber otra agresión esta semana. Es probable que sea en algún lugar del centro, posiblemente en un aparcamiento.

– Una gran deducción, después de los tres ataques en las dos últimas semanas -replicó Spinella, sarcástico.

– Ya, estoy de acuerdo contigo.

– Eso no es una gran exclusiva. Podría haberlo predicho yo mismo.

– Haré que quedes bien si ocurre. Podrás escribir algo del tipo «Un oficial de la Policía había advertido al Argus de que la agresión era probable». Algo como lo que has hecho en otras ocasiones.

Spinella tuvo la decencia de sonrojarse. Luego se encogió de hombros.

– ¿Un aparcamiento? Entonces, ¿creen que está reproduciendo la misma secuencia de la otra vez?

– Así lo cree el psicólogo forense.

– El doctor Proudfoot tiene cierta fama de soltar predicciones infundadas, ¿no?

– Eso lo has dicho tú, no yo -respondió Grace, con un brillo en los ojos.

– ¿Y qué van a hacer para evitar el próximo ataque?

– Todo lo que podamos; cerrar el centro de Brighton al público en la medida de lo posible. Vamos a dedicarle todos los recursos que nos sea posible, pero sin dejarnos ver. Queremos atraparle, no ahuyentarlo y perderlo.

– ¿Cómo van a avisar a la gente?

– Espero que podamos contar con el apoyo de los medios en la rueda de prensa que celebraremos ahora mismo, y alertarlos de un modo genérico, no específico.

Spinella asintió, y luego sacó su cuaderno.

– Ahora dígame cuál es la que puedo publicar.

Grace sonrió y luego dijo:

– El agresor tiene la picha pequeña.

El periodista se quedó como esperando, pero Grace no dijo nada más.

– ¿Eso es todo?

– Eso es.

– ¿Está de broma?

El superintendente sacudió la cabeza.

– ¿Esa es mi exclusiva? ¿Que el agresor tiene la picha pequeña?

– Espero no estar poniendo el dedo en la llaga -respondió Grace.

Capítulo 61

Jueves, 13 de enero de 1998

La anciana estaba sentada en el asiento del conductor de la furgoneta robada, en lo alto de la pronunciada pendiente, con el cinturón de seguridad tan apretado como era posible. Tenía las manos apoyadas en el volante, el motor en punto muerto y las luces apagadas.

El estaba de pie a su lado, con la puerta del coche abierta, con los nervios de punta. La noche era cerrada y el cielo estaba densamente poblado de nubes. No le habría ido nada mal un poco de luz de luna, pero eso no podía arreglarlo.

Sus ojos escrutaron la oscuridad. Eran las dos de la madrugada y aquella carretera secundaria, unos cientos de metros al norte de la entrada del club de golf Waterhall, a unos tres kilómetros de Brighton, estaba desierta. Había un pronunciado descenso de casi un kilómetro, con una curva brusca a la izquierda al final, y a partir de ahí la carretera se abría paso por el valle entre los South Downs. Lo mejor de aquel lugar, pensó, era que, por los faros, podría ver si venía alguien a casi dos kilómetros de distancia en ambas direcciones. De momento todo estaba despejado.

¡Manos a la obra!

Metió el cuerpo en el coche, soltó el freno de mano y dio un salto atrás mientras la furgoneta se ponía en marcha. Cogió velocidad rápidamente. La puerta del conductor se cerró de un portazo seco. La furgoneta viró hacia el carril contrario y se mantuvo allí, sin dejar de coger velocidad.

Por fortuna no venía ningún vehículo en sentido contrario, porque la anciana no estaba en condiciones de evitar la colisión, ni de reaccionar de ningún modo, puesto que llevaba muerta diez días.

El se subió a su bicicleta y, con el impulso adicional proporcionado por el peso suplementario de la mochila, pedaleó y luego se dejó ir colina abajo tras ella.

Frente a él distinguió la forma de la furgoneta (que había robado de una obra), que iba acercándose al arcén; en un momento de desesperación, tuvo la certeza de que iba a dar contra el grueso seto de aulagas, que la habría detenido. Pero entonces, milagrosamente, viró una pizca a la izquierda, hizo una ligera corrección y se lanzó colina abajo recta como una bala, como si realmente la anciana controlara la dirección. Como si estuviera disfrutando del subidón de su vida. O más bien, pensó él, de su muerte.

– ¡Venga, preciosa! ¡Adelante, Molly! -la animó-. ¡Pisa a fondo!

La furgoneta, que tenía el nombre de la empresa Bryan Barker Builders grabado por todas partes, seguía ganando velocidad. Ahora iba tan rápida que su perseguidor sintió una peligrosa sensación de pérdida de control. Accionó los frenos de la bicicleta, redujo un poco la marcha y dejó que la furgoneta se alejara. Era difícil calcular la distancia. Los setos se iluminaron. Sintió un aleteo cerca del rostro. ¿Qué coño era aquello? ¿Un murciélago? ¿Un búho?

El viento, húmedo y frío, le golpeaba en los ojos, y lo hizo llorar hasta casi cegarlo.

Frenó con más fuerza. Se acercaban al fondo, a una curva a la izquierda. La furgoneta siguió recto. Cuando la furgoneta atravesó el seto y la valla de una granja oyó el chirrido, el chasquido, el crujido de la alambrada. Frenó la bicicleta, derrapando y dejándose las suelas de las deportivas en el asfalto, a punto de salir despedido.

A través de las lágrimas que le inundaban los ojos, ya más acostumbrados a la oscuridad, vio una enorme masa negra que desaparecía. Luego oyó un impacto metálico, sordo y potente.

Saltó de la bici, la tiró contra el seto, sacó la linterna y la encendió; luego se abrió paso por el agujero en el seto. El haz de luz encontró su objetivo.

– ¡Perfecto! ¡Oh, sí, perfecto! ¡Estupendo! ¡Muy bien, cariño, sí! ¡Molly, eres un encanto! ¡Lo conseguiste, Molly! ¡Lo conseguiste!

La furgoneta estaba volcada, sobre el techo, con las cuatro ruedas girando.

Corrió hacia allí y luego se detuvo, apagó la linterna y miró en todas direcciones. Seguía sin ver ningún faro. Entonces enfocó la linterna hacia el interior. Molly Glossop colgaba del cinturón de seguridad, con la boca cerrada gracias a los puntos que le atravesaban los labios; el cabello le colgaba desordenadamente en cortos mechones grises.

– ¡Gracias! -susurró, como si su voz pudiera llegar muy lejos-. ¡Buena carrera!

Se sacó la mochila de la espalda y soltó las hebillas con dedos temblorosos. Llevaba las manos enfundadas en guantes. Luego sacó el bidón de plástico de cinco litros lleno de gasolina, se abrió paso por entre el trigo mojado y el barro pegajoso del suelo, llegó hasta la puerta del conductor e intentó abrirla.

No se movía.

Soltó un improperio, dejó el bidón en el suelo y tiró de la manilla con ambas manos, con toda su fuerza, pero el metal emitió un quejido lastimero y solo cedió unos centímetros.

No importaba, porque la ventana estaba abierta; eso sería suficiente. Echó otra mirada nerviosa en ambas direcciones. Seguía sin aparecer ningún vehículo.

Desenroscó la tapa del bidón, que se separó y dejó escapar el aire con un silbido, y vertió el líquido por la ventana. Echó toda la gasolina que pudo sobre la cabeza y el cuerpo de la anciana.

Cuando se acabó, volvió a poner la tapa y metió el bidón de nuevo en su mochila, ajustó las hebillas y se la puso a la espalda.

A continuación, se separó unos metros de la furgoneta, saco un paquete de cigarrillos, extrajo uno y se lo puso en la boca. Las manos le temblaban tanto que le costó accionar la rueda del encendedor. Por fin se encendió una llama, pero el viento la apagó enseguida.

– ¡Mierda! ¡Joder! ¡No me hagas esto!

Volvió a intentarlo, haciéndose pantalla con la mano, y por fin consiguió encender el cigarrillo. Le dio dos caladas profundas y una vez más miró hacia la carretera por si veía algún faro.