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Ni siquiera el casete de Rod Stewart que sonaba en la radio del coche, que se había puesto para animarse, conseguía ponerle de mejor humor. Había una fila de coches que ocupaban todos los huecos junto a la entrada, así que tuvo que conducir hasta el otro extremo y aparcar junto a las puertas que daban a la marquesina. Para empeorar aún más las cosas, empezó a llover más fuerte, con gotas como perdigones. Apagó el motor y dejó de sonar Maggie May. Los limpiaparabrisas se detuvieron en medio del cristal. Puso la mano en la manilla de la puerta y vaciló.

Realmente no tenía ningunas ganas de aquello. Sentía como si se le hubiera hecho una pelota en el estómago.

A causa del calor generado por el incendio y la dificultad que suponía llevar mangueras hasta allí, hasta el mediodía del día anterior la furgoneta no se había enfriado lo suficiente como para inspeccionarla, y para determinar que era robada. El hedor a hierba chamuscada, a goma, pintura, gasolina y plástico, a carne humana quemada, le había provocado arcadas varias veces. Había olores a los que nunca se acostumbraba, por más que los hubiera experimentado anteriormente. Y también imágenes. La de la infortunada ocupante de la furgoneta no era bonita de ver.

Ni tampoco la expresión de Sandy al llegar a casa, el jueves a las cuatro de la madrugada, para dormir unas horas antes de volver a la acción.

Ella no había dicho nada, se había sumido en uno de sus silencios. Era lo que hacía cada vez que estaba muy enfadada: no le hablaba, le hacía el vacío, a veces durante días. Ni siquiera el enorme ramo de flores que le había comprado consiguió ablandarla.

Él no había podido dormir, pero no se debía a Sandy. Ella lo superaría con el tiempo; siempre lo hacía, y luego aquello quedaría olvidado. Se había pasado toda la noche tumbado en la cama, dándole vueltas a una idea, una y otra vez: ¿Era el cuerpo de la furgoneta el de Rachael Ryan?

Los cuerpos humanos calcinados eran lo peor. En sus tiempos de novato, había tenido que recuperar los restos de dos niños, de cinco y siete años, de una casa quemada en Portslade, tras un incendio provocado; el que fueran niños había hecho que la horrorosa experiencia fuera diez veces peor. Aquello le provocó pesadillas durante meses.

Sabía que lo que estaba a punto de ver en el depósito tendría un efecto similar, y que le acompañaría mucho tiempo. Pero no tenía elección.

Ya llegaba tarde porque su superintendente, Jim Doyle, había convocado a primera hora una reunión que se había alargado, así que salió del coche, lo cerró y echó una carrera hasta el depósito, subiéndose el cuello de la gabardina con una mano.

A la reunión había asistido un sargento de la Unidad de Investigación de Accidentes, equipo que examinaba todos los vehículos implicados en accidentes graves. Aún no sabían gran cosa de la furgoneta, según le había dicho el sargento, pero según los primeros indicios era muy improbable que el fuego hubiera sido causado por el accidente.

Tocó el timbre y un momento después le abrió la puerta la forense jefe en persona, Elsie Sweetman, que llevaba un delantal verde sobre un pijama azul de cirujano con las perneras metidas dentro de unas largas botas blancas de agua.

Elsie tenía poco menos de cincuenta años y una melena de cabello rizado, una expresión agradable y un carácter curiosamente alegre, teniendo en cuenta los horrores a los que tenía que enfrentarse día y noche en aquel lugar. Roy siempre recordaba lo amable que había sido con él la primera vez que había asistido a una autopsia, cuando había estado a punto de caer redondo. Ella le había llevado a su despacho y le había preparado una taza de té; le había dicho que no se preocupara y que a la mitad de los polis del cuerpo les había pasado lo mismo.

Entró por la puerta, que era como la puerta de entrada de un búngalo de las afueras, y pasó al vestíbulo, donde la cosa cambió de pronto, empezando por el penetrante olor a desinfectante. En aquella ocasión, su pituitaria detectó algo más; la desagradable sensación en el estómago se intensificó.

En el pequeño vestidor, se colocó un delantal verde por la cabeza y se ató las cintas; luego se puso una mascarilla, se la ajustó, y metió los pies en un par de botas de goma blancas que le iban demasiado grandes. Recorrió el pasillo con sonoras pisadas y giró a la derecha, dejando atrás la sala acristalada de acceso restringido donde se examinaban los cadáveres de la gente que se sospechaba que hubiera muerto de enfermedades contagiosas; luego entró en la sala de autopsias principal, intentando respirar únicamente por la boca.

Había tres mesas de acero inoxidable con ruedas, dos de las cuales estaban junto a un armario. La tercera estaba en el centro de la sala, y su ocupante, tendida boca arriba, estaba rodeada de gente vestida del mismo modo que él.

Grace tragó saliva. Aquella visión le produjo un escalofrío. No tenía un aspecto muy humano. Aquellos restos ennegrecidos parecían los de algún monstruo terrible creado por el equipo de efectos especiales de una película de terror o ciencia ficción.

«¿Eres tú, Rachael? ¿Qué te ha ocurrido? Y si eres tú, ¿cómo fuiste a parar a esa furgoneta robada?»

Inclinado sobre el cuerpo, con los guantes puestos y una sonda quirúrgica en una mano y unas pinzas en la otra, estaba el forense del Ministerio del Interior, el doctor Frazer Theobald, un hombre que a Grace siempre le había parecido el doble exacto de Groucho Marx.

Junto a Theobald vio a varias personas: un policía retirado de unos cincuenta y cinco años, Donald Whitely, que ahora era técnico del Departamento de Medicina Forense de la Policía; Elsie Sweetman, su ayudante; Arthur Trumble, un hombre de casi cincuenta años con un sentido del humor ácido y unas patillas dickensianas; y a un fotógrafo del Departamento de Atención a Víctimas de Agresión Sexual, James Gartrell, que estaba muy ocupado enfocando con el objetivo una sección de la pierna izquierda de la mujer sobre la que habían puesto una regla.

Casi todo el pelo de la mujer había desaparecido, y la cara se le había fundido como cera negra. Era difícil imaginarse sus rasgos. El estómago de Grace iba a peor. A pesar de respirar a través de la boca y de la mascarilla que le cubría la nariz, no podía evitar el olor. El olor del almuerzo de los domingos cuando era niño, a cerdo asado y beicon crujiente.

Pensar en aquello era una obscenidad, lo sabía. Pero el olfato le estaba enviando señales confusas al cerebro y al estómago. Se sentía cada vez más mareado y estaba empezando a sudar. Volvió a observar el cuerpo y luego apartó la mirada, respirando con fuerza por la boca. Miró a los otros. Todos estaban oliendo lo mismo, y también harían las mismas asociaciones; lo sabía, habían hablado de ello antes; sin embargo, no parecía que les afectara tanto como a él. ¿Estarían todos tan acostumbrados?

– Aquí hay algo interesante -anunció el forense con tono despreocupado, sosteniendo con las pinzas un objeto ovalado, de un par de centímetros de ancho.

Era translúcido, estaba quemado y parcialmente fundido.

– ¿Ve esto sargento Grace? -Theobald parecía dirigirse a él.

De mala gana, se acercó más al cadáver. Parecía una lentilla, o algo así.

– Esto es de lo más curioso -dijo el forense-. No es algo que me esperara encontrar en una persona al volante de un vehículo.

– ¿Qué es? -preguntó Grace.

– Un protector ocular.

– ¿Protector ocular?

– Se usan en los depósitos de cadáveres -dijo Theobald, asintiendo-. Los ojos se empiezan a hundir bastante rápido tras la muerte, así que los técnicos forenses los colocan entre los párpados y los globos oculares, para mejorar el aspecto del cadáver -añadió, sonriendo-. Tal como le digo, no es algo que esperara encontrarme en un conductor.