– Sí -dijo ella. Luego, intentando parecer más animada, añadió-: A mí me gustan los zapatos. ¿A ti también?
– Oh, mucho. Me gustan los de tacón alto. Los que las mujeres pueden usar como consolador.
– ¿Como consolador? ¿Quieres decir masturbándose con ellos?
– Eso es lo que quiero decir.
– ¿Es eso lo que quieres hacer?
– Te diré lo que vas a hacer cuando esté listo -replicó de pronto, con una rabia inesperada. Luego le apartó el cuchillo de la mejilla y empezó a cortar la cinta adhesiva que le unía las rodillas.
»Voy a advertirte de algo, Jessie -dijo, recuperando el tono amable-: no quiero que nada estropee nuestra fiesta, ¿de acuerdo? La pequeña sesión que vamos a tener, ¿vale?
Ella frunció los labios y asintió, mostrándole la mejor sonrisa que pudo.
Entonces él levantó la hoja del cuchillo y se la colocó frente a la nariz.
– Si intentas algo, si intentas hacerme daño o huir, lo que voy a hacer es atarte de nuevo, pero sin los pantalones del chándal ni las bragas, ¿de acuerdo? Y entonces te circuncidaré. Tú piensa en cómo será cuando estés en tu luna de miel con Benedict. Y en cada vez que tu marido te haga el amor, el resto de tu vida. Piensa en lo que te vas a perder. ¿Nos hemos entendido?
– Sí -dijo ella.
Pero estaba pensando.
No era un tipo grande. Era un bravucón.
En el colegio ya se había encontrado con abusones que se metían con ella, por su nariz aguileña, por ser la niña rica a la que iban a recoger con coches llamativos. Pero había aprendido a tratar a gente así. Los bravucones esperaban salirse con la suya. No estaban preparados para que la gente les plantara cara. Una vez dio un golpe a la matona más grande de la escuela, Karen Waldergrave, con un palo de hockey, durante un partido. La golpeó tan fuerte que le rompió el hueso: tuvieron que ponerle una prótesis de rótula. Por supuesto, fue un accidente. Una de esas acciones desafortunadas que se dan en el deporte; por lo menos, eso es lo que les pareció a los profesores. Nadie más volvió a meterse con ella.
En el momento en que tuviera su oportunidad, aquel hombre tampoco iba a seguir metiéndose con ella.
Le cortó la cinta que le unía los tobillos. Ella empezó a mover las piernas, aliviada al volver a recuperar la circulación, y él se dirigió al lavabo y abrió un grifo.
– ¡Agua calentita para ti! -Se giró y le lanzó una mirada severa-. Ahora voy a soltarte las manos, para que puedas lavarte y afeitarte para mí. ¿Recuerdas lo que te he dicho?
Ella asintió.
– Dilo en voz alta.
– Recuerdo lo que me has dicho.
Cortó las ataduras que le unían las muñecas y le dijo que se quitara la cinta adhesiva.
Ella sacudió las manos unos segundos para recuperar la sensibilidad, luego cogió los trozos de cinta y se los arrancó. Él tenía el cuchillo en alto todo el rato y frotaba el lateral de la hoja con el dedo, enfundado en aquel guante opaco.
– Puedes dejarla en el suelo -dijo, al ver que Jessie no sabía que hacer con los trozos de cinta.
Entonces él alargó la mano hasta el suelo, recogió el zapato de piel y se lo entregó.
– ¡Huélelo! -ordenó.
Ella frunció el ceño.
– Póntelo en la nariz. ¡Saborea su olor!
Ella aspiró el intenso olor a cuero limpio.
– Bueno, ¿eh?
Por un instante él fijó la vista en el zapato, y no en ella. Jessie vio cómo le brillaban los ojos. Estaba distraído. En aquel momento, el zapato, y no ella, se había convertido en el centro de atención para él. Jessie volvió a cogerlo y se lo llevó a la nariz, fingiendo disfrutar con el olor, y disimuladamente le dio la vuelta, para agarrarlo por la puntera. En aquel mismo instante, con la excusa de mover las piernas para recuperar el flujo sanguíneo, flexionó las rodillas.
– ¿Eres ese del que hablan en los periódicos, el de la picha pequeña? -le preguntó, de pronto.
Ante aquel insulto, se lanzó hacia ella. Jessie arqueó la espalda y estiró las rodillas, levantando las piernas a la vez y soltándolas con todas sus fuerzas. Le golpeó bajo la barbilla con la punta de las deportivas y, de la fuerza del impacto, lo levantó del suelo. El hombre se golpeó la cabeza en el techo de la furgoneta. Cayó en el suelo, atontado, y el cuchillo salió disparado, rebotando sonoramente en el metal.
Antes de que pudiera recuperarse, Jessie ya estaba de pie y le había arrancado el pasamontañas. Sin él resultaba casi patético, como un topo asustado. Entonces le atizó con el zapato, clavándole el tacón con todas sus fuerzas en el ojo derecho.
El hombre gritó. Un terrible aullido de dolor, sorpresa y rabia. De la cara le brotó un chorro de sangre. Luego, tras recoger el cuchillo del suelo, Jessie abrió la puerta corredera y salió dando tumbos, casi cayéndose de cabeza. La oscuridad era total. A sus espaldas oyó el terrible aullido de dolor de una bestia herida y enloquecida.
Corrió y chocó contra algo sólido. Entonces vio ráfagas de luz que se agitaban a su alrededor.
«Mierda, mierda, mierda.»
¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¡Tenía que haber cogido la maldita linterna!
El errático haz de luz de la linterna le bastó para ver la vagoneta en desuso sobre los raíles, cubiertos de polvo. El pórtico de una grúa. Parte de la pasarela de acero elevada junto a las paredes. Algo que parecían turbinas colgadas del techo.
¿Dónde estaba la puerta?
Oyó ruidos tras ella. El hombre gritaba de dolor y de rabia.
– ¡¿Crees que vas a escapar?! ¡¡¡Pues no, zorra asquerosa!!!
Jessie agarró el cuchillo con fuerza. El rayo de luz le dio directamente en la cara y la deslumbró. Se giró. Vio unas enormes puertas dobles sobre los raíles. Parecía estar allí para la entrada y salida de vagonetas. Salió corriendo hacia ellas. El haz de luz le indicaba el camino.
Encontró la cadena tendida entre ellas, asegurada con un candado.
Capítulo 110
Jessie se giró y se quedó mirando hacia la luz, con la mente trabajando a toda velocidad. El tipo no tenía una pistola, de eso estaba bastante segura, la habría usado para amenazarla en lugar del cuchillo. Estaba herido. Y no era grande. Ella tenía el cuchillo. Sabía algo de defensa personal. Pero aun así le asustaba.
Tenía que haber otra salida.
Entonces se apagó la luz.
Parpadeó ante la oscuridad, como si así fuera a ver mejor, o como si alguien fuera a encender las luces. Estaba temblando. Podía oír sus propios jadeos. Hizo un esfuerzo por respirar más pausadamente.
Ahora estaban iguales, pero él tenía una ventaja: se suponía que conocía el lugar.
¿Se estaría acercando a ella?
A la luz de la linterna había visto a su izquierda un amplio espacio con lo que parecía una especie de silo al final. Dio unos pasos y enseguida chocó. Se oyó un sonoro pingggggg metálico y algo salió rodando de bajo sus pies y salió volando, para caer en el agua segundos más tarde.
«Mierda.»
Se quedó inmóvil. ¡Entonces se acordó de su teléfono!
Si pudiera volver hasta la furgoneta, podría llamar y pedir ayuda. Entonces, cada vez más asustada, se lo pensó otra vez: ¿llamar a quién? ¿Dónde estaba? Atrapada en una jodida fábrica abandonada en algún sitio. Seguro que eso le sonaría estupendo a la operadora de emergencias.
Él ya había vuelto a la furgoneta. La cara le dolía terriblemente y no veía nada con el ojo derecho, pero aquello no le importaba; al menos no en aquel momento. No le preocupaba nada más que pillar a aquella zorra. Le había visto la cara.