Eso era él en aquel momento.
Salió de la furgoneta, bajó al suelo de cemento y se llevó los binoculares a la cara. Empezaba la caza.
Capítulo 113
A Grace aquella tarde se le estaba haciendo eterna. Sentado en su despacho, examinaba el árbol genealógico de Jessie Sheldon, trazado por uno de los miembros de su equipo. En aquel momento, dos atareados miembros de la Unidad de Delitos Tecnológicos, que habían sacrificado su día libre, examinaban los registros de su ordenador y de su teléfono móvil.
El único informe que había recibido hasta el momento era que Jessie se mostraba muy activa en las redes sociales, algo que tenía en común con la mujer que a punto había estado de convertirse en víctima del Hombre del Zapato el jueves por la tarde, Dee Burchmore.
¿Era así como seguía a sus víctimas?
Mandy Thorpe también escribía mucho en Facebook y en otros dos sitios. Pero ni Nicola Taylor, violada en el hotel Metropole en Nochevieja, ni Roxy Pearce, violada en su casa en The Droveway, tenían un perfil en ninguna red social.
El vínculo que unía a todas aquellas mujeres volvía a ser el mismo: todas acababan de comprarse zapatos caros en alguna tienda de Brighton. Todas menos Mandy Thorpe.
A pesar de la insistencia del doctor Proudfoot, el superintendente seguía creyendo que esta no había sido violada por el Hombre del Zapato, sino por otra persona. Quizás un imitador. O quizá fuera una coincidencia temporal.
Le sonó el teléfono. Era el agente Foreman, desde la SR-1.
– Acabo de recibir un informe de Hotel 900, que va a aterrizar para repostar, señor. Hasta ahora no hay nada destacable, salvo dos posibles anomalías en la vieja cementera.
– ¿Anomalías? -dijo Grace, preguntándose qué podía significar aquello para los pilotos del helicóptero.
Sabía que disponían de equipo de visión térmica a bordo, con el que podían detectar presencia humana en una oscuridad total o entre la densa niebla solo por el calor emitido por los cuerpos. Desgraciadamente, aunque resultaba útil para seguir la pista a los cacos que robaban un coche e intentaban ocultarse en el bosque o en ciertos callejones, muchas veces recibían pistas falsas procedentes de animales o de cualquier otra cosa que desprendiera calor.
– Sí, señor. No pueden asegurar que se trate de seres humanos; podrían ser zorros, o tejones, o gatos o perros vagabundos.
– Vale, envía una patrulla para comprobarlo. Mantenme informado.
Media hora más tarde, Foreman volvió a llamar a Grace. Una patrulla había ido hasta la entrada de la vieja cementera y había informado de que el lugar estaba seguro. Las puertas de entrada eran de tres metros y medio, con alambre de espino por encima y había un amplio dispositivo de vigilancia.
– ¿Qué tipo de vigilancia? -preguntó Grace.
– Cámaras de control remoto. Una empresa de Brighton de buena reputación, Sussex Remote Monitoring Services. Si estuviera pasando algo, ya lo habrían detectado, señor.
– Ya sé quiénes, son -dijo Grace.
– La Policía trabaja con ellos. Creo que instalaron los sistemas de alarma de la Sussex House.
– Ya, bueno.
Como cualquier otro vecino de Brighton, había oído hablar de la cementera. Era un lugar de referencia, situado hacia el oeste, y corrían rumores de que en algún momento volverían a ponerla en marcha tras casi dos décadas de abandono. Era un lugar enorme, situado en una cantera de caliza abierta en los Downs y que comprendía diversas estructuras, cada una de ellas más grande que un campo de fútbol. Ni siquiera sabía con seguridad quiénes eran los propietarios actuales, pero sin duda habría un cartel en la entrada.
Para hacer un registro tendría que conseguir su consentimiento o una orden de registro. Y para que el registro fuera efectivo, tendría que desplazar un gran equipo. Habría que hacerlo con luz de día.
Se puso una nota en el cuaderno para la mañana siguiente.
Capítulo 114
– ¡Jessie! -gritó-. ¡Te llaman al teléfono!
Sonaba tan convincente que casi le creyó.
– ¡Jessie! ¡Es Benedict! ¡Quiere hacer un trato conmigo para que te deje marchar! Pero primero necesita saber que estás bien. ¡Quiere hablar contigo!
La chica permaneció en silencio, intentando pensar. ¿Habría llamado Benedict, algo muy probable, y aquel monstruo le había respondido?
¿Querría obtener un rescate?
Benedict no tenía dinero. ¿Qué tipo de trato iba a hacer? Y en cualquier caso aquel asqueroso era un pervertido, el Hombre del Zapato, o quienquiera que fuera. Quería que se masturbara con el zapato. ¿De qué trato hablaba? No tenía sentido.
Y sabía que, si gritaba, estaría indicándole su posición.
Tendida sobre los viejos sacos de cemento, con el cuerpo lleno de calambres y una sed terrible, se dio cuenta de que, por lo menos de momento, a pesar de todo, allí arriba estaba segura. Le había oído moverse por todo el lugar durante casi dos horas, primero por la planta de abajo, luego por la de arriba, y luego por otro nivel por debajo de ella, no muy lejos. En un momento dado lo había tenido tan cerca que le había oído respirar. Pero la mayor parte del tiempo se había mantenido en silencio, revelando su situación solo de vez en cuando al dar una patada a algo, o al aplastar algo con los pies, o con algún sonido metálico al hacer chocar dos piezas. Pero seguía sin encender la linterna.
Por un momento se preguntó si se le habría roto o si se habría quedado sin pilas. Pero entonces vio algo que le heló la sangre.
Un tenue brillo rojizo.
No es que fuera una experta en esos temas, pero recordaba una película en la que un personaje usaba un equipo de visión nocturna que emitía un brillo rojizo apenas visible. ¿Era eso lo que estaba usando aquel tipo?
¿Algo con lo que podría verla, sin que ella le viera a él?
Y entonces, ¿por qué no la había pillado ya? Solo podía haber un motivo: no había sido capaz de encontrarla.
De ahí lo de fingir la llamada de Benedict.
Una cosa estaba clara: había buscado hasta el último rincón de aquella planta y ella no estaba allí. Tenía que haber subido a algún sitio. Pero ¿dónde? Había dos enormes plantas superiores que albergaban los hornos y las largas tuberías de enfriamiento a las que iba a parar el cemento caliente, pero aquello ya lo había registrado.
Aquella puta era lista. A lo mejor iba moviéndose todo el rato. A cada minuto que pasaba, sus nervios y su desesperación iban en aumento. Tenía que sacarla de allí y, de algún modo, ponerla a buen recaudo, en otro sitio. Y tenía que asistir al trabajo al día siguiente. Era un día decisivo. Un importante cliente nuevo y una reunión decisiva con el banco sobre sus planes de expansión. Además, tendría que encontrar un rato para dormir un poco.
Y necesitaba que le echaran un vistazo a ese ojo. El dolor iba en aumento.
– ¡Jessie! -la llamó, con un tono de lo más amistoso-. ¡Es para tiiiiiii!
Luego, tras unos momentos de silencio, dijo:
– ¡Sé dónde estás, Jessie! ¡Te veo ahí arriba! ¡Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma!
El silencio fue la única respuesta que recibió. Luego, un golpe metálico. Cuatro segundos más tarde, volvió a sonar.
– Así solo conseguirás empeorar las cosas, Jessie. No voy a estar muy contento cuando te encuentre. ¡Desde luego que no!
La chica no hizo ningún ruido. Se dio cuenta de una cosa: mientras estuviera oscuro, aquel monstruo tenía ventaja. Pero en cuanto amaneciera y entrara algo de luz en aquel lugar, por poca que fuera, la cosa sería muy diferente. Le daba miedo y no sabía de qué era capaz. Pero estaba segura de que le había malherido en el ojo. Y aún tenía el cuchillo, en el suelo, junto a la mano.