Edward la observa con seriedad, con el tenedor suspendido en el aire, entre el plato y la boca.
– Y hay azúcar, té, café y leche condensada -continúa Tatiana con voz temblorosa-. Y manzanas y naranjas.
– Apenas se encuentra pollo, prácticamente no hay ternera, la leche escasea y no hay mantequilla -observa Edward-. Los heridos se recuperan antes cuando comen mantequilla, pero no tenemos para darles.
– A lo mejor no quieren recuperarse antes, a lo mejor les gusta estar aquí-opina Tatiana, y Edward vuelve a mirarla muy serio. Tatiana recuerda algo y añade-: Edward, ¿has dicho que hay leche?
– No mucha, pero puedo encontrar leche normal, no condensada.
– Tráeme leche y un barreño grande y una cuchara larga de madera. Necesito diez litros de leche, o veinte. Cuantos más, mejor. Mañana tendremos mantequilla.
– ¿Qué tiene que ver la leche con la mantequilla? -pregunta Edward.
Esta vez es Tatiana la que mira atónita a Edward.
– Soy médico, no granjero -añade él con una sonrisa-. Come, come. Lo necesitas. Y tienes razón. A pesar de todo, hay un montón de comida.
Capítulo 5
Morozovo, 1943
Fueron a buscarlo de madrugada, cuando Alexander se había quedado dormido en la butaca. Lo zarandearon para despertarlo, y cuando abrió los ojos se encontró con cuatro hombres trajeados que le indicaban con un gesto que se pusiera de pie.
Alexander se levantó pausadamente.
– Vamos a llevarlo a Voljov para concederle un ascenso. Dése prisa, no hay tiempo que perder. Tenemos que atravesar el Ladoga antes de que se haga de día. Los alemanes están bombardeando el lago.
Era obvio que el tipo de tez amarillenta y voz áspera que acababa de hablar era el que estaba al mando. Los otros tres no llegaron a abrir la boca.
Alexander cogió su mochila.
– Déjela aquí -le indicó el hombre.
– ¿Eso es que voy a volver?
– Sí, mañana -contestó el hombre, parpadeando.
– Me alegro de saberlo, pero soy un soldado y siempre llevo la mochila conmigo. Tengo el tabaco y algo para leer. Si no les importa, voy a cogerla.
– ¿Lleva pistola en la cartuchera?
– Por supuesto.
– ¿Puede entregárnosla?
Alexander dio entonces un paso hacia ellos. Era una cabeza más alto que el más alto de los tres. Envueltos en sus gruesos abrigos grises, tenían pinta de matones. Las franjas azules de los abrigos eran el símbolo del NKVD, el Comisariado Popular para Asuntos Internos, igual que la cruz roja era el símbolo de la compasión internacional.
– A ver si entiendo lo que quieren -dijo Alexander, hablando en voz baja pero suficientemente audible-. ¿Me están pidiendo que les entregue la pistola?
– Sí. Será más cómodo para usted -masculló el primer agente-. Está herido y no está en condiciones de cargar con todo el equipo…
– No es todo el equipo, sólo algunos objetos personales. Vámonos -contestó Alexander, elevando un poco el tono. Se alejó de la cama y les dio un codazo para que lo dejaran pasar-. Vamos, cama-radas. No perdamos más tiempo.
No era una discusión entre pares. Alexander era oficial militar. En cambio, ni los galones ni el comportamiento de los tres hombres señalaban una posición de autoridad. Para poder darle órdenes, tendrían que salir del edificio. Dentro del hospital, los agentes del NKVD tenían que procurar que sus palabras no llegaran a los oídos de una enfermera o de un soldado medio dormido. Actuaban como si su presencia estuviera justificada, como si fuera normal sacar a un herido de la cama en medio de la noche y obligarlo a atravesar el lago para concederle un ascenso. ¿Qué había de raro en eso? Pero si querían seguir con la farsa, tendrían que dejarle la pistola. De todos modos, no habrían podido arrebatársela por la fuerza.
Cuando iban a salir, Alexander observó que las dos camas contiguas a la suya estaban vacías. El soldado que tenía problemas respiratorios y otro de los heridos habían desaparecido.
– ¿A ellos también los van a ascender? -preguntó secamente, meneando la cabeza.
– No haga preguntas y camine -dijo uno de los agentes-. Dese prisa.
Alexander tenía cierta dificultad para caminar deprisa.
Mientras avanzaban por el corredor, pensó que Tatiana podía estar durmiendo detrás de una de aquellas puertas. Sentía su presencia muy cercana. Alexander respiró hondo, como si buscara en el aire el olor de su esposa.
El camión blindado los estaba esperando en el exterior, detrás del hospital. Estaba aparcado junto al jeep de la Cruz Roja que conducía el doctor Sayers. Alexander reconoció el emblema rojo y blanco en la oscuridad. Cuando se acercaban emergió una silueta de entre las sombras. Era Dimitri. El brazo en cabestrillo lo obligaba a andar torcido y su cara era un amasijo oscuro con una protuberancia tumefacta en lugar de nariz.
Dimitri se quedó un momento mirándolos, sin moverse ni decir nada.
– ¿Vas a alguna parte, comandante Belov? -preguntó al final.
Pronunció con retintín el apellido. Sonó Belofffff.
– No te me acerques, Dimitri -le advirtió Alexander.
Dimitri se apartó unos pasos, pero de pronto abrió la boca y emitió una risa silenciosa.
– Ya no puedes hacerme daño, Alexander.
– Ni tú a mí.
– ¡Ah, créeme! -dijo Dimitri, con voz untuosa y agridulce-. Yo a ti sí que puedo hacerte daño.
Justo antes de que los milicianos del NKVD empujaran a Alexander para obligarlo a subir al camión, Dimitri inclinó la cabeza para atrás y lo amenazó con un dedo tembloroso, en una especie de delirio ensayado. Al abrir la boca dejó ver la dentadura amarillenta bajo la nariz tumefacta y sus ojos achinados se estrecharon aún más.
Alexander le dio la espalda, cuadró los hombros y se dispuso a subir al camión sin molestarse en mirarlo.
– ¡Vete a la mierda! -gritó, en tono fuerte y claro y con todo el orgullo que su voz fue capaz de transmitir.
– Suba al camión y cierre el pico -le ordenó entre dientes uno de los agentes del NKVD. Se volvió hacia Dimitri y añadió-: Y usted vuelva al hospital, ya hace rato que empezó el toque de queda. ¿Qué hace aquí fuera?
En la trasera del camión, Alexander se encontró con sus dos compañeros de habitación temblando de miedo. No había imaginado que los acompañarían dos soldados del Ejército Rojo. Pensaba que sólo estarían él y los milicianos del NKVD, que nadie más correría el riesgo de morir. ¿Qué podía hacer ahora?
Uno de los milicianos aferró la tela de la mochila. Alexander intentó arrebatársela de un tirón, pero el hombre no la soltó.
– No está en condiciones de cargar con esto -dijo el agente mientras forcejeaban-. Ya se la daré cuando hayamos atravesado el lago.
– No, ya la llevo yo -protestó Alexander, negando con la cabeza.
Y se la arrancó de las manos con un gesto brusco.
– ¡Belov!
– Está usted hablando con un oficial, sargento -precisó Alexander en voz alta-. Para usted soy el comandante Belov. Dejen en paz mis cosas, y arranquen de una vez. Nos queda un largo camino.
Sonrió para sí y volvió la cara sin mirar al agente. La espalda le dolía menos de lo que se había imaginado. Podía caminar, saltar, hablar, doblar la cintura y sentarse en el suelo. Pero se sentía muy débil y eso le inquietaba.
El motor se puso en marcha y el camión comenzó a alejarse del hospital, de Morozovo y de Tatiana. Alexander respiró hondo y miró a los dos hombres que estaban sentados delante de él.
– ¿Quién coño son ustedes? -preguntó.
A pesar de la brusquedad de sus palabras, el tono era resignado. Alexander les lanzó una rápida ojeada. Estaba oscuro y apenas distinguía sus rasgos. Se habían acurrucado contra la pared del camión; el más bajito usaba gafas y sólo tenía un brazo y el más corpulento se había envuelto en el abrigo y el vendaje de la cabeza sólo dejaba ver sus ojos y su boca. Su mirada vigilante brillaba en la oscuridad de la noche. «Brillar» tal vez no sea el verbo más adecuado: sus ojos emitían un resplandor engañoso. El otro, en cambio, tenía una mirada opaca.