– ¿Quiénes son ustedes? -repitió Alexander.
– Soy el teniente Nikolai Ouspenski y mi compañero es el cabo Boris Maikov. El 15 de enero caímos heridos a orillas del Voljov, cuando participábamos en la Operación Iskra, y estuvimos en un hospital de campaña hasta…
– No siga -ordenó Alexander, haciéndolo callar con un gesto.
Antes de continuar quiso estrecharles la mano para saber de qué pasta estaban hechos. Ouspenski le pareció correcto; el apretón de manos era firme, amistoso y tranquilo. Tenía una mano fuerte. No era el caso de Maikov, que tendió a Alexander su frágil mano izquierda.
Alexander se recostó contra la pared del camión y palpó la bota en busca de la granada. Maldijo para sí al oír la respiración entrecortada de Ouspenski. Era el enfermo que Tatiana había colocado bajo una tienda de oxígeno al lado de Alexander, el herido que sólo tenía un pulmón y no oía ni hablaba. Y sin embargo, allí estaba, respirando sin ayuda y charlando con él.
– No parece que estén siguiendo el procedimiento habitual…
– No es una situación normal -lo interrumpió Alexander-. Escúchenme los dos, y estén preparados. Procuren ahorrar fuerzas.
– ¿Para recibir una medalla? -le preguntó Maikov con desconfianza.
– Si no se calma y deja de temblar, será una medalla postuma -replicó Alexander.
– ¿Cómo sabe que estoy temblando?
– Oigo el entrechocar de las botas -contestó Alexander-. Tranquilícese, soldado.
Maikov se volvió hacia Ouspenski.
– Ya se lo he dicho, teniente. No es normal que nos despierten en medio de la noche.
– Y yo le he dicho que cierre la boca -insistió Alexander.
Por la ventanilla que comunicaba la parte trasera del camión con la cabina entraba un tenue resplandor azulado.
– Teniente -dijo Alexander mirando a Ouspenski-, ¿puede ponerse de pie para que no me vean?
– La última vez que alguien me dijo eso, iban a hacerle una mamada a mi compañero de cuartel -explicó Ouspenski con una sonrisa.
– No se preocupe, aquí no habrá mamadas -dijo Alexander-. Póngase de pie.
Ouspenski obedeció.
– Díganos, ¿es verdad que van a ascendernos?
– ¿Cómo voy a saberlo?
Cuando Nikolai tapó la ventanilla, Alexander se quitó la bota y sacó una de las granadas. El camión estaba a oscuras y ni Maikov ni Ouspenski se dieron cuenta de lo que hacía.
– Pues debería saberlo -respondió Nikolai-. Tengo la sensación de que estamos aquí por culpa suya.
Alexander estaba convencido de ello, pero no dijo nada. Gateó hasta el fondo y se sentó con la espalda apoyada contra las puertas. En la cabina sólo había dos agentes del NKVD. Eran jóvenes e inexpertos y ninguno de ellos tenía ganas de cruzar el lago, donde el peligro de las bombas alemanas siempre estaba presente. La juventud del conductor se apreciaba en su incapacidad para superar los veinte kilómetros por hora. Alexander pensó que si los alemanes estuvieran controlándolos en ese momento desde los altos de Siniavino, no les habría pasado inadvertido un camión tan lento. Irían más deprisa si cruzaran a pie el lago helado.
– Y a usted, comandante, ¿van a ascenderlo? -preguntó Ouspenski.
– Eso es lo que me han dicho, y no me han quitado el arma. Mientras no me digan otra cosa, soy optimista.
– Antes los he oído, y yo no diría que tuvieran intención de dejarle la pistola. Lo que pasa es que no han podido arrebatársela por la fuerza.
– Estoy herido -replicó Alexander, y sacó un cigarrillo-. De haber querido, me la habrían quitado.
Accionó el mechero.
– ¿Tendría otro cigarro? Llevo tres meses sin fumar -preguntó Ouspenski, mirando a Alexander a los ojos-. Y sin ver a nadie aparte de las enfermeras -añadió, e hizo una pausa-. Pero le oía hablar a usted.
– No le conviene fumar -dijo Alexander-. Por lo que me han dicho, no tiene pulmones.
– Me queda uno, y la enfermera me mantuvo enfermo expresamente para que no me enviaran al frente otra vez. Eso hizo por mí.
– Ah, ¿sí? -preguntó Alexander.
Trató de no cerrar los ojos para no recordar a la enfermera de Nikolai, la muchachita menuda y dulce, rubia y con los ojos azules como el cielo de una clara mañana de verano en Lazarevo.
– Me traía hielo y me hacía respirar vapores fríos para que me siguiera sonando el pulmón. Ojalá hubiera hecho otra cosita por mí…
Alexander le dio un cigarrillo para no seguir escuchándolo. No creía que Ouspenski se alegrara de saber que salvarse sólo le había servido para terminar en la guarida de Mejlis.
– Camaradas -dijo Alexander-. ¿Qué voy a hacer con ustedes?
– ¿Con nosotros? -preguntó Maikov, suspicaz e impaciente-. ¿Y usted qué está haciendo aquí?
Alexander no contestó. Desenfundó la Tokarev, se levantó, apuntó a la puerta trasera y disparó sobre el cerrojo. Maikov soltó un chillido. El camión redujo la velocidad. En la cabina se formó cierta confusión; era obvio que los milicianos no tenían muy claro el origen del ruido. Ouspenski se había caído al suelo y ya no tapaba la ventanilla. Alexander tenía sólo unos segundos de margen antes de que el camión se detuviera. Abrió las puertas de par en par y retiró la espoleta de la granada de mano. Trepando al techo de un salto, la arrojó delante del vehículo. La granada aterrizó a unos metros del camión y unos segundos después hubo un potente estallido. Alexander sólo tuvo tiempo de oír la voz de Maikov mascullando «¿Qué pasa…?», antes de salir despedido y caer sobre el hielo. El dolor que notó en la espalda tras el impacto fue tan agudo, que pensó que todas las cicatrices se le estaban abriendo milímetro a milímetro.
El camión dio una sacudida y avanzó traqueteando hasta detenerse. Resbaló sobre el hielo, osciló y terminó volcado sobre la superficie congelada, sin llegar a hundirse en el agujero abierto por la granada. El hueco era aún pequeño, pero el peso del vehículo comenzó a resquebrajar el hielo y ensanchar la abertura.
Alexander se incorporó y corrió cojeando hacia el camión, haciendo señas a los dos soldados para que saltaran.
– ¿Qué ha sido eso? -gritó Maikov.
Se había golpeado la cabeza y le sangraba la nariz.
– ¡Bajen! -chilló Alexander.
Ouspenski y Maikov obedecieron justo a tiempo, cuando la cabina empezaba a hundirse lentamente bajo la superficie helada del Ladoga. Los conductores debían de haber perdido el conocimiento, ya que no intentaron salir en ningún momento.
– Comandante, ¿qué demonios…?
– Cállese. Los alemanes empezarán a dispararle al camión dentro de nada.
Alexander no tenía ninguna intención de morir en el lago helado. Antes de ver a Ouspenski y a Maikov había supuesto que se quedaría solo y podría volver caminando a Morozovo y esconderse en el bosque. Por aquellos días, todas sus esperanzas parecían tener un denominador común: salvarse por los pelos.
– ¿Quieren quedarse a comprobar la eficiencia del ejército alemán o prefieren venir conmigo?
– ¿Y los conductores? -preguntó Ouspenski.
– ¿Qué más da? Eran milicianos del NKVD. ¿Adónde pensaba que nos llevaban a estas horas de la madrugada?
Maikov intentó ponerse de pie. Sin darle tiempo a protestar, Alexander lo tumbó de un empujón sobre el hielo.
Estaban a unos dos kilómetros de la orilla. Aún no había amanecido y había niebla. La cabina del camión ya estaba bajo el agua y el hueco empezaba a ser lo suficientemente amplio para dejar pasar el resto del vehículo.
– Perdone, comandante -intervino Ouspenski-, pero lo que dice no tiene sentido. No he hecho nada malo en todo el tiempo que llevo en el ejército. No podían venir a por mí.