¿Qué diría Martin cuando la viera maquillada y con el pelo teñido? ¿Qué diría cuando empezara a tutearlo? Lo descubrió a la mañana siguiente.
– ¿Estás listo para zarpar, Martin? -le dijo.
El médico carraspeó y contestó:
– Prefiero que me llame doctor Flanagan, enfermera Barrington. No hizo ningún comentario sobre el maquillaje y el pelo de Tatiana se lo había teñido de negro por la mañana, después de despedirse de Anthony. No quería que el niño recordara a su madre con un aspecto distinto del habitual, de modo que lo dejó en la guardería como de costumbre, le dio un abrazo y le dijo, con la voz más serena que pudo:
– Te acuerdas de lo que hablamos, ¿verdad, Anthony? Mamá tiene que irse de viaje con la Cruz Roja, pero volverá tan pronto como pueda y te llevará a pasar las vacaciones a un sitio bonito, ¿de acuerdo?
– Sí, mamá.
– ¿Adonde te gustaría ir?
– A Florida.
– Me parece muy bien. Iremos a Florida.
El niño no dijo nada, pero no apartó la mano del cuello de su madre.
– Vikki te cuidará muy bien, ya sabes que te quiere mucho. Podrás comer rosquillas y helado todos los días.
– Sí, mamá.
Tatiana lo vio caminar hacia las puertas del colegio, con la mochila a la espalda, y echó a correr hacia él.
– ¡Anthony!
El niño se giro.
– Dale otro abrazo a tu madre, cariño.
Vikki se tomó el día libre para ayudarla con los preparativos. Tatiana había decidido maquillarse y teñirse el pelo para evitar que la reconocieran. Tardaron tres horas en convertir en morena la larga melena rubia de Tatiana.
– Esta fase es la que más cuesta, ya sabes. Después sólo tienes que retocarte las raíces cada cinco o seis semanas. Quizá ya hayas vuelto para entonces…
– No lo sé. -Tatiana no lo creía-. Será mejor que me des material para varios retoques.
– ¿Cuántos?
– No lo sé. Dame para una docena.
Vikki le maquilló los ojos con delineador negro y máscara de pestañas, le cubrió la tez con una base que disimulaba las pecas y añadió un poco de colorete.
– Me parece increíble que tú te hagas eso todos los días -declaró Tatiana.
– A mí me parece increíble que necesites irte en misión suicida a una zona de guerra para ponerte maquillaje.
– No es una misión suicida. Y ¿cómo quieres que me maquille si no me ayudas? ¡No me pongas tanto carmín! -El carmín destacaba demasiado la voluptuosidad de su boca, y no era ése el efecto que estaba buscando. Tatiana se contempló en el espejo. No se reconocía-. ¿Qué te parece?
Vikki se acercó y le dio un beso en la comisura de los labios.
– Estás desconocida.
Martin (el doctor Flanagan) no dijo nada cuando las vio aparecer en el muelle, pero carraspeó y desvió la mirada. Penny miró atónita a Tatiana.
– Con ese precioso pelo rubio que tienes, ¿vas y te tiñes de negro? -preguntó, incrédula.
Ella tenía una melena corta y rala de color castaño.
– La gente no me toma en serio -respondió Tatiana, en tono solemne-. Me he teñido y maquillado un poco para ver si así me hacen más caso.
– Doctor Flanagan -dijo Penny-. ¿Usted se toma en serio a Tatiana?
– Muy en serio -respondió Martin.
Las chicas no pudieron contener la risa.
Vikki no quería separarse de Tatiana.
– Vuelve pronto, por favor -susurró.
Tatiana no contestó.
Martin y Penny las estaban mirando.
– Los italianos son tan expresivos… -se justificó Tatiana mientras subía por la pasarela, antes de volverse para despedirse de Vikki.
Durante la travesía, Tatiana usó unos pantalones anchos de color blanco, una blusa ancha de color blanco y una toquilla blanca con el emblema de la Cruz Roja. En una tienda de material militar había comprado la mochila más grande que tenían, repleta de bolsillos con cremallera y provista de un rollo de tela impermeable que podía servir de manta, capelina o tienda de campaña. Llevaba otro uniforme de repuesto, productos de aseo y dos cepillos de dientes, ropa interior y dos juegos de prendas de paisano de color verde oliva, uno para ella y otro para un hombre corpulento. También se llevó una de las tres mantas de cachemira que había comprado en Navidad y la P-3 8 que Alexander le había dado durante el asedio de Leningrado. Llenó el maletín de enfermera hasta los topes con rollos de esparadrapo y gasas, jeringuillas previamente cargadas de penicilina y monodosis de morfina de la compañía Squibb. En otro compartimento de la mochila metió una Colt 1911 y un Colt Python que le había costado carísimo (doscientos dólares), pero que al parecer era el mejor revólver del mundo y disparaba unos proyectiles que eran prácticamente bombas. Compró cien cargadores de ocho balas para la pistola, 100 proyectiles de calibre 357 para el revólver, tres peines de 9 milímetros para la P-38 y dos cuchillos de combate. Lo compró todo en «la armería más famosa del mundo», a cargo de Frank Lava.
– Si quiere usted lo mejor -le había dicho el dueño en persona-, llévese el Python. Es el revólver más preciso y potente del mundo.
Frank alzó sus pobladas cejas una sola vez, cuando Tatiana le pidió una caja de cien cargadores.
– Eso son ochocientos cartuchos.
– Sí, y también quiero cartuchos de revólver. ¿No son suficientes? ¿Tengo que llevarme más?
– Eso depende… -dijo Frank-. ¿Cuál es su objetivo?
– Pues… -empezó a decir Tatiana-. Será mejor que me dé cincuenta más para… el Python.
Estaba aprendiendo ya a usar los artículos.
También compró cigarrillos.
Cuando terminó de guardarlo todo en la mochila, no pudo levantarla del suelo. Al final cogió otra mochila de Vikki, más pequeña, para llevar las armas. Llevaría sus cosas a la espalda y la mochila con las armas en la mano. Pesaba bastante y pensó que tal vez había exagerado.
Sacó la cinta con las dos alianzas de la mochila negra y se la colgó del cuello.
Cuando Edward se enteró de que Tatiana había rescindido su contrato con el Departamento de Sanidad, se molestó mucho.
– No quiero hablar contigo -le dijo cuando ella entró en su despacho para despedirse.
– Ya lo sé, Edward, y lo siento -repuso Tatiana-. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
– Quedarte aquí.
– Él está vivo… -se justificó Tatiana.
– Lo estaba hace un año.
– ¡Exacto: estaba vivo! ¿Qué quieres que haga, dejarlo abandonado?
– Es una locura. ¡Ahora estás abandonando a tu hijo!
– Lo siento mucho, Edward -dijo Tatiana, cogiéndole la mano y dirigiéndole una mirada suplicante-. Estuvimos a punto de… Pero no soy soltera, ni viuda. Soy una mujer casada, y mi marido está vivo en algún lugar. Debo ir en su busca.
El buque White Star de la Cunard tardó doce días en llegar a Hamburgo. En las bodegas llevaba cien mil botiquines, además de lotes con alimentos y productos de higiene personal, donados por el gobierno de Estados Unidos. Los estibadores tardaron medio día en cargar los vehículos que debían llevar el material al hospital de la Cruz Roja para repartirlo posteriormente entre los campos de prisioneros.
Los jeeps de reparto tenían que llevar las provisiones y el material sanitario que pudieran necesitar en cuatro semanas los equipos formados por tres enfermeros o por dos enfermeros y un médico. A menudo se necesitaba la intervención del médico, ya que los ocupantes de los campos sufrían todos los males conocidos por la humanidad: hongos, infecciones oculares, eccemas, garrapatas, piojos y ladillas, cortes, quemaduras, abrasiones, heridas abiertas, hambre, diarrea y deshidratación.
En uno de estos jeeps blancos, Tatiana, Penny y Martin comenzaron a recorrer los campos instalados en Bélgica, los Países Bajos y el norte de Alemania. En todos ellos escaseaba la comida, y los lotes que repartía la Cruz Roja resultaban insuficientes. Además, Martin tenía que parar el jeep varias veces al día para atender a alguien que andaba cojeando por la carretera o que se había desplomado en la cuneta. En los países de la Europa occidental había miles de personas sin hogar, y por todo el paisaje asomaban campos de desplazados.