Sin embargo, lo que no se veía por ninguna parte eran refugiados soviéticos. Y contrastando con la abundante presencia de militares franceses, italianos, marroquíes, checos o ingleses, tampoco se veían militares soviéticos.
Después de inspeccionar diecisiete campos y observar miles y miles de rostros, Tatiana no había encontrado a ningún soviético que hubiera combatido en las cercanías de Leningrado, y mucho menos a alguno que hubiera oído hablar de un tal Alexander Belov
Miles de rostros, miles de manos extendidas, miles de frentes febriles, miles de seres humanos desesperados, sucios y enfermos.
Cuando entraba en un nuevo campo, Tatiana presentía que Alexander tampoco estaría allí. Entonces se alejaba de Penny y de Martin y caminaba sola hasta el campo siguiente, a diez kilómetros de distancia, porque no quería compañía ni charla, sólo llegar a algún lugar donde pudiera encontrar por fin a su marido. Pero cuando llegaba al siguiente campo, el corazón se le hundía dentro del pecho porque seguía sin sentir la presencia de Alexander.
Para olvidarse de Penny y de Martin, pensaba en los atardeceres neoyorquinos y en el rostro de su hijo, que llevaba tres meses sin ver a su madre. Pensaba en panecillos calientes y en el café recién hecho, en la felicidad de sentarse en el sofá, taparse con una manta de cachemira y leer un libro, con Vikki al lado y Anthony en la habitación contigua. El pelo le había crecido sin darle tiempo a encontrar un cuarto de baño con espejo para retocarse las raíces. Llevaba siempre puesta la cofia de enfermera.
Tres meses. Desde marzo había estado conduciendo, repartiendo lotes, vendando heridas, administrando curas, atravesando una Europa en la miseria, arrodillándose en el suelo para atender a un refugiado, o para enterrarlo. ¡Señor, haz que Alexander esté aquí! Otro cuartel, otra enfermería, otra base militar… ¡Que esté aquí!
Y sin embargo… sin embargo…
La esperanza no se había apagado por completo.
La fe no se había apagado por completo.
Todas las mañanas, Tatiana se despertaba con fuerzas renovadas y reanudaba la búsqueda de Alexander.
Cuando un ucraniano murió prácticamente en sus brazos, Tatiana se quedó con su P-38 y con su petate, que contenía ocho granadas y cinco peines de ocho cartuchos. Subió al jeep sin que la vieran sus compañeros y metió el botín en la mochila donde llevaba las armas y que había escondido bajo el suelo del vehículo, en un compartimento alargado, previsto para alojar unas muletas, una camilla y una litera de campaña pero que ahora contenía un arsenal.
Por fin, cuando comprendió que en aquella parte de Europa no había rastro de su marido, propuso que se trasladaran a otro lugar.
– ¿Qué ocurre, Barrington? ¿Ha decidido que los desplazados no necesitan nuestra ayuda? -preguntó Martin.
Estaban en Amberes en ese momento.
– Sí, claro que nos necesitan, pero no son los únicos. Deberíamos hablar con el coronel Charles Moss, el director de la base militar norteamericana.
La Cruz Roja Internacional les había proporcionado la lista de todas las instalaciones norteamericanas existentes en Europa.
– Según usted, ¿dónde somos más necesarios? -preguntó Tatiana al coronel Moss.
– Yo diría que en Berlín, pero no les recomiendo que vayan.
– ¿Por qué no?
– No vamos a ir a Berlín -declaró Martin.
– Los soviéticos mantienen confinados a los militares alemanes -explicó Moss-. Comparados con las condiciones de Berlín, los campos de desplazados que han visto hasta ahora son mansiones de la Costa Azul. Los soviéticos han prohibido la entrada de la Cruz Roja en sus campos, y es una lástima, porque se necesita urgentemente su ayuda.
– ¿Dónde están confinados los alemanes? -quiso saber Tatiana.
– Paradójicamente, en los mismos campos de concentración que construyeron los nazis.
– ¿Y por qué no nos recomienda ir?
– Porque Berlín es una bomba de relojería que estallará en cualquier momento. Falta comida para tres millones de personas.
Tatiana sabía de qué estaba hablando.
– Se necesitarían tres mil quinientas toneladas de alimentos al día, y Berlín sólo produce el dos por ciento de esa cantidad.
Tatiana sabía perfectamente de qué estaba hablando…
– ¡Imagínense! Las alcantarillas no funcionan, los depósitos de agua están vacíos, los hospitales están colapsados y apenas hay médicos. La población sufre disentería y tifus, nada que ver con los problemillas oculares que han podido encontrar por aquí. Se necesitan medicinas, agua, trigo, manteca, azúcar, patatas…
– ¿En los sectores occidentales también? -preguntó Tatiana.
– Allí las condiciones son un poco mejores. Pero para acceder a los campos de concentración del este hay que entrar en el sector soviético, cosa que no les aconsejo.
– Y los soviéticos, ¿se muestran colaboradores? -quiso saber Tatiana.
– Sí, como los hunos… -respondió Moss.
Cuando salían de Amberes, Tatiana preguntó:
– ¿Qué opina, doctor Flanagan? ¿Le parece bien ir a Berlín? Es donde están los campos soviéticos.
– Berlín no entra en nuestros planes -dijo el médico, meneando la cabeza-. Nuestra misión es muy clara: los Países Bajos y el norte de Alemania.
– Sí, pero en Berlín se nos necesita más. Ya ha oído al coronel. Aquí ya cuentan con ayuda…
– No la suficiente -observó Martin.
– Sin embargo, en Alemania del Este no hay nada.
– Tania tiene razón, Martin -intervino Penny-. Es mejor que vayamos a Berlín.
Martin soltó un bufido.
– ¿Deja que mi compañera lo llame por el nombre de pila? -se quejó Tatiana.
– Yo no le he dado permiso, es ella quien lo decidió -precisó Martin.
– Martin y yo hemos estado viajando juntos por Europa desde 1943 -explicó Penny-. Cuando empezamos, él todavía estaba haciendo las prácticas. Si insiste en que lo llame «doctor Flanagan», tendrá que llamarme a mí «señorita Davenport».
– Pero Penny -dijo Tatiana, riendo-. Tú no te apellidas Davenport, te apellidas Woester.
– Siempre me gustó Davenport.
Estaban los tres sentados en la cabina del jeep. Tatiana estaba apretujada entre el circunspecto Martin, que llevaba el volante, y la jovial Penny.
– Vayamos a los campos, doctor Flanagan -insistió Tatiana-. ¿No tiene la impresión de que allá lo necesitan? Hay escasez de medicos en Berlín.
– En todas partes hay escasez de médicos -repuso Martin-. Berlín es un terreno pantanoso, demasiado peligro…
Sin embargo, hicieron escala en Hamburgo para recoger más material y partieron hacia Berlín. Cuando colocaban los lotes, Martin les recordó que según el reglamento la carga no podía superar el metro de altura, pero Penny y Tatiana no le hicieron caso y llenaron el jeep del suelo al techo. Tatiana no podía acceder a su arsenal, pero pensó que el jeep iría menos cargado cuando lo necesitara.
Tatiana había hecho acopio de armas y municiones como para bombardear ella sólita toda la ciudad de Berlín. Además, en Hamburgo adquirió de su propio bolsillo una caja con veinte botellas de vodka de litro y medio.
– ¿Para qué queremos vodka?
– Ya verá, Martin. Sin el vodka no iremos a ninguna parte.
– No quiero vodka en mi jeep.
– Créame, no se arrepentirá.
– Consumir alcohol es un hábito repugnante, un comportamiento que yo, como médico, no puedo excusar.
– Y tiene toda la razón. Es inexcusable…
Tatiana cerró la trasera del jeep de un portazo, como si no hubiera más que hablar. Penny ahogó una risita.