– No me está usted ayudando, enfermera Woester. Y usted, Barrington, ¿no me ha oído? No podemos llevar alcohol.
– ¿Ha estado alguna vez en territorio soviético, doctor Flanagan?
– La verdad es que no.
– Ya decía yo… Por eso mismo le pido que confíe en mí. Sólo por esta vez, ¿de acuerdo? El vodka nos será muy útil.
– ¿Usted qué opina? -dijo Martin, mirando a Penny.
– Tatiana trabaja para el Departamento de Sanidad de Nueva York: es la jefa de enfermería de la isla de Ellis -aseguró Penny-. Si ella dice que debemos llevar vodka, llevaremos vodka.
Tatiana pensó que no valía la pena precisar que ya no era la jefa de enfermería de Ellis.
En los campos de desplazados de la parte occidental de Alemania, Tatiana encontró algo más valioso que el dinero y las joyas o que la tinta y el papeclass="underline" el contacto con los miles de soldados que añoraban desesperadamente sus hogares. Casi todos le tendían la mano y le susurraban palabras en francés, italiano o alemán, o en un familiar y tranquilizador inglés, diciéndole que era muy guapa y muy buena y preguntándole si se sentía sola, si estaba casada, si estaba disponible, si, si, si… y Tatiana, mientras les acariciaba la frente para Proporcionarles un poco de consuelo, respondía siempre en voz baja: «No soy la chica que necesitas, estoy aquí porque ando buscando a mi marido…
Penny, en cambio, estaba soltera y disponible y no buscaba a ningún marido. ¿Qué buscaba? Tatiana se alegró de que Vikki no la hubiera acompañado a aquella caldera de deseos masculinos insatisfechos, porque habría pensado que los dioses se habían decidido por fin a atender sus plegarias… Penny, menos atractiva que Vikki (tal vez ahí radicaba el problema), se sentía halagada y sucumbía sin poder evitarlo a los ruegos de los soldados, y cada pocas semanas tenía que inyectarse penicilina para prevenir problemas cuya simple imaginación erizaba la piel de Tatiana.
A pesar de sus esperanzas y su fe y su amor por él, Tatiana no podía evitar pensar que Alexander, confinado en alguno de los centenares de campos repartidos por Alemania, podía estar diciendo en ese mismo momento a una enfermera complaciente como Penny: «¿De qué tienes miedo? No pido mucho… sólo que vengas a verme cuando haya oscurecido». Alexander, que había copulado con Tatiana en una cama del hospital de Morozovo pocos días antes de que ella huyera de la Unión Soviética… Alexander, que por las noches era incapaz de pensar en otra cosa o hablar de otra cosa. ¿Sería él uno de los hombres que esperaban en la litera del barracón a que apareciera su enfermera?
Tatiana no tenía la ingenuidad de creer que Alexander no podría ser uno de ellos.
Sin embargo… ella no era como Penny. Y quizás Alexander tampoco era como esos hombres. Tatiana había visto a algunos prisioneros que habían dejado atrás a sus esposas o a sus novias o habían sido abandonados por ellas y que no la llamaban ni le decían nada desde las literas. Pero eran muy pocos.
En algunos campos, el de Bremen por ejemplo, se había llegado a prohibir la presencia de enfermeras de la Cruz Roja que no fueran acompañadas de un compañero de sexo masculino o de un escolta armado. El problema era que algunos prisioneros sobornaban a los escoltas para que hicieran la vista gorda; por otra parte, los compañeros de las enfermeras tampoco eran muy fiables. Francamente, ¿a quién habría podido detener Martin?
Tatiana decidió llevar siempre encima la P-38, en la cartuchera de la espalda. A menudo no se sentía segura.
Antes de llegar a Berlín había que atravesar varios puntos de control de los soviéticos. Cada ocho o diez kilómetros, el jeep se paraba ante una caseta militar. A Tatiana le parecían emboscadas. Cada vez que los soldados hojeaban su pasaporte, se le aceleraba el corazón. ¿Y si sospechaban del nombre que aparecía en el documento?
– ¿Por qué se hace llamar Tania si su nombre es Jane Barrington? -dijo Martin cuando dejaban atrás uno de estos controles. Tras una pausa, añadió-: Mejor dicho, ¿por qué se hace llamar Jane Barrington si su nombre es Tania?
– ¡No te enteras, Martin…! -exclamó Penny-. Cuando Tania se instaló en Estados Unidos después de huir de la Unión Soviética, se puso un nombre norteamericano. ¿No es así, Tania?
– Más o menos.
– Y si huyó usted de la URSS, ¿por qué quiere entrar en la zona ocupada por los soviéticos?
– Buena pregunta, Martin -observó Penny-. ¿Por qué, Tania?
– Quiero ir a donde más se me necesita -respondió Tatiana con cautela-, no a donde sea más fácil.
En otros puntos de control los soldados quisieron inspeccionar el jeep, pero se limitaron a abrir las puertas y cerrarlas otra vez al verlo cargado hasta los topes. Como ignoraban que hubiera un compartimento secreto, nunca lo inspeccionaron a fondo y tampoco registraron sus pertenencias personales. Martin habría entrado en cólera si hubiera visto la cantidad de morfina que Tatiana llevaba en el maletín de enfermera.
– ¿Falta mucho para Berlín? -preguntó Tatiana.
– Ya estás en Berlín -contestó Penny.
Tatiana contempló las hileras de casas que desfilaban al otro lado de la ventanilla.
– Esto no es Berlín -dijo.
– Sí lo es. ¿Qué esperabas?
– Monumentos. El Reichstag, la Puerta de Brandeburgo…
– ¿No sabe usted qué es un bombardeo? -preguntó altivamente Martin-. El Reichstag ya no existe, y ya no quedan monumentos.
El jeep se acercó al centro de la ciudad.
– Veo que la Puerta de Brandeburgo sigue en pie -señaló Tatiana.
Martin no dijo nada.
Berlín.
El Berlín de la posguerra.
Aunque Tatiana había conocido los bombardeos de Leningrado y esperaba lo peor, le impresionó el grado de devastación que vio en Berlín. No era una ciudad, era un desastre de proporciones bíblicas… En el centro, la mayor parte de los edificios se estaban cayendo a pedazos y los habitantes vivían al pie de las ruinas, secaban la ropa en cuerdas que tendían entre postes de teléfono mellados y dejaban que sus hijos jugaran entre los socavones de las calles. Plantaban tiendas junto a sus antiguos domicilios, encendían hogueras en los solares, comían lo que podían y vivían cómo podían. Todo eso, en el sector norteamericano.
En el célebre Tiergarten se hacinaban miles de personas sin hogar y las aguas del Spree estaban contaminadas con cenizas de cemento y de vidrio, azufre y nitrato sódico… los vestigios de los bombardeos que habían arrasado tres cuartas partes del centro urbano.
Penny tenía razón. Berlín no era como Nueva York, comprimida en una isla, ni siquiera como Leningrado, limitada por el golfo. Los edificios en ruinas de Berlín se extendían en todas las direcciones, a lo largo de varios kilómetros.
Tatiana entendía que fuera difícil contener la afluencia de personas entre los diferentes sectores, ya que no había un único punto de acceso sino varios centenares. No sabía cómo se las arreglarían los soviéticos para impedir que los alemanes escaparan hacia el sector norteamericano, el francés o el inglés.
– Ya le dije que los tienen confinados -le recordó Martin.
– ¿A todos?
– Los demás están muertos.
Fueron a hablar con el gobernador militar del sector norteamericano, el general de brigada Mark Bishop, nacido en Manhattan. Bishop los invitó a comer, se mostró muy interesado por la actualidad de su país, permitió que Tatiana enviara un telegrama a Vikki y a su hijo («Sana y salva. Os extraño. Os quiero») y otro a Sam Gulotta («En Berlín. ¿Tienes noticias? ¿Algo útil?») y les recomendó una pensión instalada en un edificio bombardeado pero habitable. Aunque faltaban algunos tabiques y todas las ventanas estaban rotas, era el alojamiento escogido por numerosos médicos y militares, y Martin, Penny y Tatiana siguieron su ejemplo. Tatiana y Penny compartieron una habitación. Era una ventosa noche de junio, y todo el tiempo oyeron pasos en el corredor. Tatiana durmió mal, aferrada a la pistola.