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¡Alexander de los afligidos! Alexander de los inocentes, de los elocuentes, de los invencibles, de los invisibles, de los desmedidos… Alexander del guerrero, del combatiente, del comandante… Alexander del agua, del fuego y del cielo… Alexander de mi alma… Señor, líbrame de mis males y llévame junto a ti, llévame junto a mi soldado, el hombre de los tanques y de las trincheras, del humo y de la tierra, junto al Alexander de mis anhelos y de mis alegrías, junto al dueño de mi reino y mi vacío, llévame junto a ti, estés donde estés, condúceme al lugar donde por fin pueda encontrarte, deja que mis brazos te envuelvan mientras duermes y que mi pelo te acaricie el rostro y que mis labios susurren junto a tus labios: «Te busco y ruego a Dios que me conduzca al lugar de este mundo en el que tú te encuentras, Alexander de mi corazón».

A la mañana siguiente, Bishop les comunicó que había llegado un telegrama de Sam para Tatiana: «Estás loca. Habla con John Ravenstock en consulado».

También había telegrafiado Vikki: «Vuelve. No tenemos pan».

Mark Bishop, muy interesado en que la Cruz Roja inspeccionara el sector ocupado por la URSS, atravesó con ellos la Puerta de Brandeburgo para entrevistarse con el general de la guarnición soviética, que a su vez era el comandante militar de la ciudad de Berlín.

– No habla inglés -dijo Bishop-. ¿Alguno de ustedes habla ruso, o prefieren que avise a un intérprete?

– Ella habla ruso -dijo Martin, señalando a Tatiana.

Habría que decirle que no tomara las decisiones por ella.

– No te importa traducir la conversación, ¿verdad, Tania? -preguntó Penny.

– No, no. Haré lo que pueda -contestó Tatiana. Pero apartó un momento a Penny y le dijo-: No me llames Tania, por favor. No quiero que oigan mi nombre ruso en el sector soviético. Llámame «enfermera Barrington».

– Lo siento, no lo había pensado -se disculpó Penny. Con una sonrisa, añadió-: Tanto amor me está atontando…

– ¿Te has puesto la inyección de penicilina? Ayer se te olvidó.

– Sí, ya me la he puesto. Me encuentro mucho mejor. Menos mal que existe la penicilina, ¿verdad?

Tatiana le dedicó una sonrisa vaga, casi una mueca.

Las casas de la avenida Unter den Linden que habían sido requisadas para alojar al ejército soviético estaban en condiciones tan precarias como la pensión donde habían pasado la noche. Pero lo que más impresionó a Tatiana no fue el grado de devastación sino la total ausencia de obras de reconstrucción un año después de la guerra. En Nueva York, que no había sido bombardeada, se construía a un ritmo febril, como si la ciudad se preparase para el siguiente siglo. En cambio, la sección oriental de Berlín seguía en ruinas, paralizada y triste.

– ¿Por qué está tan tranquila esta parte, comandante? ¿Por qué no se ven obras de reconstrucción?

– Las hay, pero avanzan lentamente.

– Yo no he visto nada.

– Es imposible describir la trágica situación de Berlín en los cinco minutos que faltan para que nos reciba el comandante de la guarnición soviética, enfermera Barrington -se justificó Bishop-. La URSS se niega a aportar dinero para las obras de reconstrucción de la ciudad, alegando que la financiación debe ir a cargo de los alemanes.

– Es normal, puesto que Berlín es una ciudad alemana -observó Tatiana.

– Y los soviéticos prefieren empezar reconstruyendo la URSS. También es normal.

– Así es.

– Por eso, no hay subvenciones para el sector oriental de Berlín. Ni técnicos, ya que todos los arquitectos e ingenieros están trabajando en la URSS.

– ¿Y por qué no aportan dinero los aliados occidentales?

– Ojalá fuera tan sencillo… Lo último que quieren los soviéticos es intromisiones en su sector. Nos odian, y no cejarán hasta sacarnos de Berlín. No quieren ninguna ayuda. No les será fácil convencer al comandante de la guarnición de que les permita acceder a los campos de concentración, ni siquiera alegando razones humanitarias.

– No quieren que se sepa cómo están tratando a los alemanes -observó Tatiana.

– Puede ser. En cualquier caso, no desean nuestra presencia. Y no creo que esta entrevista sirva de mucho.

Las escalinatas del edificio eran de mármol. Tenían los peldaños mellados, pero eran de mármol. El teniente general los estaba esperando en su despacho.

Cuando entraron, el general se volvió hacia la puerta y los recibió con una sonrisa. Tatiana reprimió una exclamación al verlo.

Era Mijaíl Stepanov.

Penny y Martin se volvieron a mirarla. Tatiana se escondió detrás de Martin, intentando serenarse. ¿Stepanov la reconocería, con el pelo teñido y las pecas cubiertas por el maquillaje?

El gobernador procedió a las presentaciones y añadió:

– Por favor, enfermera Barrington, acérquese para llevar a cabo la traducción.

No había ningún sitio donde esconderse. Tatiana avanzó un paso. Ni ella ni Stepanov sonrieron. Stepanov la miró impasible, casi sin pestañear. El único indicio de que la había reconocido fue su mano crispada en el borde de la mesa.

– Encantada, general Stepanov -dijo Tatiana, en ruso.

– Encantado, enfermera Barrington -contestó Stepanov.

Los labios de Tatiana temblaban mientras traducía la conversación, que se resumía en lo siguiente: la Cruz Roja solicitaba permiso para proporcionar ayuda sanitaria a los miles de prisioneros alemanes que los soviéticos tenían confinados en los campos de la zona oriental de Alemania.

– En mi opinión, es una ayuda necesaria -observó Stepanov.

Se mantenía erguido en la butaca, pero parecía más viejo y cansado. La expresión fatigada de sus ojos indicaba que había visto muchas cosas y que casi todas lo habían asqueado.

– Me temo que las condiciones de los campos no son buenas. El programa de indemnizaciones de guerra estipula que los prisioneros alemanes deben contribuir a la reconstrucción de la Rusia Soviética, pero la mayoría de ellos no tienen fuerzas para trabajar.

– Nosotros podemos ayudarlos -dijo Tatiana.

Stepanov los invitó a sentarse. Tatiana se derrumbó en la butaca, dando gracias a Dios por no tener que seguir de pie.

– Por desgracia, hay un problema importante -añadió Stepanov-, y dudo que los lotes de la Cruz Roja puedan ser de ayuda en este aspecto. Aumenta la animosidad contra los prisioneros alemanes, los campos carecen de la disciplina militar necesaria para llevar a cabo una gestión organizada y los guardianes no tienen formación ni experiencia. Todo ello provoca una sucesión de infracciones: intentos de fuga, resistencia a la autoridad y altercados violentos. Los costes políticos son muy altos. Muchos berlineses se niegan a trabajar para nosotros y se están fugando a los sectores controlados por los demás países. Se requiere una solución urgente, y me temo que la presencia de la Cruz Roja sólo serviría para inflamar todavía más los ánimos.

– El teniente general tiene toda la razón -declaró Martin cuando Tatiana terminó de traducir las palabras de Stepanov-. No tenemos nada que hacer aquí, no sabemos en qué terreno nos estamos moviendo.

Pero Tatiana, en lugar de traducir esta frase al ruso, dijo:

– La Cruz Roja es una entidad neutral que no puede tomar partido por ningún bando.

– Si vieran los campos, lo tomarían… -aseguró Stepanov, moviendo la cabeza consternado-. He intentado resolver los problemas del reparto de alimentos, las malas condiciones higiénicas y la arbitraria aplicación del reglamento. Hace cuatro meses introduje una serie de medidas destinadas a mejorar la situación, pero no sirvió de nada. El organismo encargado de gestionar los campos rusos se niega a castigar a los soldados que no cumplen sus funciones, lo cual no hace más que exacerbar las hostilidades.