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– No -dijo Alexander-. Venían a por mí.

– ¿Y quién coño es usted?

El camión empezaba a desaparecer bajo el agua.

Ouspenski miró el hielo, miró al ensangrentado, tembloroso y desconcertado Maikov, miró a Alexander y se echó a reír.

– Comandante, ¿y si nos dice qué vamos a hacer los tres aquí solos cuando el camión termine de hundirse bajo el hielo?

– No se preocupe -contestó Alexander con un suspiro-. Le aseguro que no estaremos solos mucho tiempo.

Señaló con la cabeza hacia Morozovo y desenfundó las dos pistolas. Se acercaban los faros de un vehículo militar. El jeep se detuvo a unos quince metros y de él salieron cinco milicianos armados con cinco metralletas, todas ellas apuntando a Alexander.

– ¡De pie! ¡Pónganse de pie sobre el hielo!

Ouspenski y Maikov se levantaron y alzaron las manos enseguida, pero a Alexander no le gustaba acatar órdenes de militares de categoría inferior a la suya y no tenía ninguna intención de ponerse de pie. Oyó el silbido de un proyectil y se cubrió la cabeza con las manos.

Al alzar la vista vio que dos de los milicianos del NKVD se habían tumbado boca abajo sobre el hielo y los otros tres gateaban hacia él, apuntándole con los fusiles y gritando: «¡No se mueva!». «Con suerte, los alemanes los matarán antes que yo», pensó Alexander. Gateó en dirección a la orilla. ¿Dónde estaba Sayers? No había llegado aún al lago, pero el jeep del NKVD estaba inmóvil y era un blanco fácil. Cuando llegó al alcance del oído de los milicianos, Alexander les propuso subir al vehículo y regresar a Morozovo a toda velocidad.

– ¡No! -chilló uno de ellos-. ¡Tenemos que llevarlo a Voljov!

Otro proyectil pasó rozando y cayó a veinte metros del jeep, el único medio de transporte que podía llevarlos a Voljov o a Morozovo. En cuanto alcanzaran el vehículo, los alemanes sólo tardarían unos segundos en acribillar al grupo expuesto sobre el hielo.

Tumbado boca abajo, Alexander observó a los milicianos del NKVD, que también estaban tumbados sobre el hielo.

– ¿Qué quieren hacer, camaradas? A ver si lo adivino. ¿Quieren conducir hasta Voljov bajo el fuego alemán? En marcha, pues.

Los agentes del NKVD miraron el camión blindado, que estaba a punto de desaparecer bajo la superficie del agua. Alexander observó divertido cómo se debatían entre su instinto de conservación y su deseo de acatar las órdenes.

– Volvamos a Morozovo y esperemos nuevas instrucciones -dijo uno de ellos-. Podemos llevarlo mañana a Voljov.

– Sabia decisión -opinó Alexander, ante la mirada de asombro de Ouspenski-. En marcha. Arranquen antes de que bombardeen el jeep.

Entre otras cosas, no quería que se le mojara la ropa. Si se mojaba no le habría servido de nada salvarse, porque tanto en Voljov como en Morozovo tardaría una eternidad en recibir un recambio, pillaría una neumonía mortal y acabarían enterrándolo con el uniforme empapado.

Gatearon todos hasta el jeep. Los tres milicianos del NKVD les ordenaron sentarse en la parte de atrás. Ouspenski y Maikov miraron inquietos a Alexander.

– ¿Le parece una buena idea, señor? -preguntó Ouspenski.

– Suban.

Dos de los milicianos se sentaron con ellos en la parte de atrás del jeep. Ouspenski y Maikov suspiraron aliviados.

Alexander sacó el tabaco y ofreció un cigarrillo a Nikolai y otro a Maikov, que lo rechazó con la cara muy pálida.

– ¿Por qué ha hecho eso? -susurró Ouspenski a Alexander.

– ¿El qué?

– Ojalá pudiera decir que me encantaría que algún día me lo explicara, pero la verdad es que espero no volver a verlo nunca más a partir de hoy.

– Se lo explicaré de todos modos -dijo Alexander-, No me apetecía recibir un ascenso.

Cuando ya habían atravesado el lago, se cruzaron con un vehículo sanitario que iba hacia la orilla. Alexander vio al doctor Sayers sentado al lado del conductor. Sonrió sin dejar de fumar, aunque le temblaron las puntas de los dedos. Todo había salido a la perfección. El lago tenía todo el aspecto de haber sufrido un ataque alemán: soldados muertos sobre el hielo, un camión volcado… Sayers firmaría el certificado de defunción, y sería como si Alexander nunca hubiera existido. En el NKVD estarían contentos porque nadie hablaría de detenciones, y para cuando Stepanov se enterase de que Alexander seguía vivo, no tendría que mentir a Tatiana porque Sayers y ella llevarían ya tiempo fuera del país. Al principio creería que Alexander había muerto en el lago, junto con Ouspenski y Maikov.

Alexander se frotó las sienes y cerró los ojos, pero volvió a abrirlos enseguida. Prefería ver el desolado paisaje ruso que las imágenes que se agolpaban tras sus párpados cerrados.

Todos salían ganando. El NKVD no tendría que responder a las inoportunas preguntas de la Cruz Roja Internacional, el Ejército Rojo fingiría lamentar la muerte de unos cuantos soldados y Mejlis tendría entre sus garras a Alexander. Si hubieran querido matarlo lo habrían hecho desde el principio, pero tenían otras órdenes. Y Alexander sabía el motivo: el gato quería jugar un poco con el ratón antes de destrozarlo.

Cuando llegaron a Morozovo eran las ocho de la mañana. Como la base empezaba a cobrar vida y había que mantenerlos escondidos hasta poder trasladarlos sin peligro a un lugar mucho más peligroso, Alexander, Ouspenski y Maikov terminaron en el calabozo instalado en los sótanos de la antigua escuela. Los metieron en una celda de poco más de un metro de ancho y dos de largo. Maikov se había imaginado que lo llevarían otra vez a la cama del hospital, pero los agentes del NKVD se echaron a reír y les dijeron que se tumbaran en el suelo de cemento y que no se movieran.

La celda era demasiado pequeña para que Alexander se tumbara. En cuanto se marcharon los guardianes, los tres se sentaron. A Alexander le dolía mucho la herida, y el contacto con el cemento helado no mejoraba las cosas. La incomodidad se iba manifestando gradualmente, como si le dijera: «Vete acostumbrando porque dentro de nada, lo de ahora te parecerá tan dulce como tu infancia».

Ouspenski insistía en pedirle explicaciones.

– ¿Qué quiere? -terminó diciéndole Alexander-. No me pregunte más. Así, si le interrogan, no tendrá que mentir.

– ¿Y por qué iban a interrogarme?

– Está detenido. ¿Aún no se ha dado cuenta?

– ¡Oh, no es posible! -exclamó Maikov, dejando de mirarse las manos-. Tengo una mujer, una madre, dos niños pequeños. ¿Qué me va a pasar?

– ¿A usted? -preguntó Nikolai-. Yo también tengo una mujer y dos niños, dos niños pequeños. Y creo que mi madre aún vive.

Maikov no contestó, pero tanto él como Ouspenski se volvieron hacia Alexander. Maikov desvió enseguida la mirada; Ouspenski la mantuvo clavada en sus ojos.

– Vamos a ver -dijo Ouspenski-, Y usted ¿qué ha hecho?

– ¡No quiero oírlo más, teniente!

Alexander les recordaba la diferencia de categoría cada vez que hacía falta.

– No tiene pinta de fanático religioso -insistió Ouspenski, sin dejarse intimidar.

Alexander no dijo nada.

– Ni de judío o de pervertido. -Ouspenski lo miró de arriba abajo-. ¿Es kulak? ¿Pertenece a la rama política de la Cruz Roja? ¿Es filósofo, socialista, historiador, especulador agrícola, saboteador de fábricas, agitador antisoviético…?

– Conduzco una carreta tártara -dijo Alexander.

– Le caerán diez años por eso… ¿Y dónde ha dejado la carreta? A mi mujer le vendría bien para transportar las cebollas que cultiva por aquí cerca. ¿Me está diciendo que nos han detenido porque tuvimos la puta mala suerte de ser vecinos de cama?

– ¡Pero nosotros no sabemos nada! ¡No hemos hecho nada! -protestó Maikov con una voz sibilante que parecía un gemido.

– Ah, ¿no? -dijo Alexander-. Cuéntenselo a los músicos y los pocos melómanos que a principios de los años treinta decidieron organizar un pequeño concierto sin pedir permiso a la comisión de control de viviendas. Cada asistente pagó unos kopeks para financiar las bebidas. Terminaron todos detenidos por actividades antisoviéticas, acusados de recaudar dinero para favorecer a la casi extinta burguesía. Músicos y público fueron condenados a penas de entre tres y diez años. -Alexander hizo una pausa-. Bueno, no todos. Sólo los que confesaron sus delitos. Los que se negaron a confesar fueron ejecutados.