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– ¡Enfermera Barrington!

– Tenemos que darnos prisa, doctor. En cada barracón se apiñan ciento treinta y cuatro literas, con doscientos sesenta y ocho hombres en total. ¿Qué esperaba?

– No vamos a terminar nunca.

– Ánimo…-lo alentó Tatiana.

En uno de los barracones, los prisioneros habían salido al patio, y en el otro, estaban en las duchas.

– Dígale a ese tal Karolich que en éste acabarán todos muertos si no manda directamente a la enfermería a los enfermos de difteria -dijo Martin, después de examinar el undécimo barracón.

En el decimotercer barracón, cuando Tatiana estaba vendando un brazo, el herido se resbaló de la litera y se le cayó encima. Tatiana pensó que había sido sin querer, pero el prisionero la sujetó contra el suelo y comenzó a restregarse contra ella. Karolich intentó separarlos sin éxito, y los demás prisioneros no querían inmiscuirse El hombre no paró de moverse hasta que perdió el conocimiento después de que Karolich le golpeara en la cabeza con la culata de la Shpagin.

Karolich tendió la mano a Tatiana para ayudarla a levantarse.

– Lo siento. Nos ocuparemos de él.

– No se preocupe -contestó Tatiana, jadeando y sacudiéndose el uniforme. Cogió el maletín de enfermera y añadió-: Sigamos.

No terminó de vendar a su agresor.

Eran las ocho de la noche cuando terminaron de revisar el decimoctavo barracón. Karolich dijo que tenían que parar y Martin y Penny lo secundaron, pero Tatiana quería continuar porque en los dos últimos barracones había oído hablar en ruso por primera vez. Los inspeccionó con más atención, apartando todas las mantas, repartiendo botiquines y manzanas y hablando con algunos de los prisioneros, pero no encontró ni rastro de Alexander.

Karolich, Martin y Penny dijeron que no podían más y que ya retomarían el trabajo al día siguiente. Como no podía trabajar sola, Tatiana los acompañó de mala gana a casa del comandante. Se lavaron y cambiaron, Penny se puso otra inyección de penicilina, y los tres se sentaron a la mesa con Karolich y Brestov.

– ¿Qué opina su jefe, enfermera? -preguntó Brestov-. ¿Cómo está la situación?

– Regular… -respondió Tatiana, sin molestarse en traducir la pregunta para Martin y Penny, concentrados en la cena-. Las condiciones sanitarias son preocupantes. El principal problema es la suciedad. Los prisioneros están llenos de ronchas y costras. ¿No funcionan las duchas y la lavandería?

– Claro que sí -contestó Brestov, indignado.

– Debería estar en funcionamiento las veinticuatro horas. Si mantiene limpios a sus prisioneros, tendrá la mitad de problemas. Y tampoco iría mal desinfectar los inodoros…

– Oiga, salen a caminar por el patio, no pueden estar tan enfermos… Hacen gimnasia y reciben tres comidas al día.

– ¿Qué les dan de comer?

– Esto no es un hotel, enfermera Barrington. Les damos lo habitual en una cárcel.

Tatiana observó el bistec del plato de Brestov.

– ¿Y eso qué significa? ¿Gachas para desayunar, caldo para comer y patatas para cenar? -preguntó.

– Y pan -precisó Brestov-. Y a veces toman sopa de ave.

– No se lavan, comen poco, las literas están apiñadas, los barracones son un caldo de infecciones… y por si piensa que el estado de salud de sus prisioneros no es asunto suyo, sepa que los carceleros terminarán enfermando también. La difteria se contagia, como la fiebre tifoidea y el tifus.

– ¡Un momento! No hay casos de tifus.

– Por ahora… -le respondió Tatiana con voz serena-. Pero hay piojos y garrapatas y los presos no se afeitan ni se rasuran la cabeza. Y cuando ellos enfermen de tifus, sus hombres tendrán que seguir vigilándolos…

Brestov estuvo un momento callado, con el tenedor suspendido en el aire.

– ¡Al menos no se están muriendo de sífilis! -dijo al final.

Echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada.

– Se equivoca, comandante -dijo Tatiana, incorporándose-. He contado sesenta y cuatro casos de sífilis, diecisiete en la fase terciaria.

– Es imposible -dijo Brestov.

– Sea como sea, han enfermado. Y por cierto, la situación de los prisioneros soviéticos parece ser peor que la de los alemanes, si cabe. Gracias por la agradable velada. Me despido de ustedes hasta mañana.

Antes de que Tatiana saliera del comedor, Brestov tomó un largo trago de vodka y dijo:

– No queremos que estén demasiado sanos. ¿Me comprende, enfermera Barrington? La salud los vuelve… menos dóciles.

Tatiana se fue sin contestarle.

A la mañana siguiente se levantó a las cinco de la mañana, pero tuvo que esperar mano sobre mano hasta las seis porque sus compañeros aún dormían.

Martin y Penny se levantaron y se arreglaron con parsimonia, desayunaron con más parsimonia todavía, y por fin reanudaron la inspección de los cinco barracones que faltaban en la sección de oficiales.

– ¿Se encuentra usted bien? -preguntó Karolich con una sonrisa cortés. El cuello almidonado de su uniforme y su pelo pulcramente peinado le daban un aspecto incongruente-. ¿La afectó mucho lo de ayer?

– Un poco, pero estoy bien -respondió Tatiana.

– Lo han mandado al calabozo.

– ¿A quién? ¡Ah, al prisionero alemán! No se preocupe…

– ¿Le sucede a menudo?

– No mucho.

Karolich asintió.

– Habla muy bien el ruso -declaró.

– Gracias. Es usted muy amable.

Repartieron más botiquines y manzanas, aplicaron curas a los que estaban en condiciones de recibirlas y llevaron a la enfermería a los que tenían alguna dolencia infecciosa. Tatiana se paseó entre las camas, pero siguió sin ver a Alexander.

– Me han sorprendido las condiciones en las que viven los soviéticos -dijo Martin cuando salieron un momento a descansar.

Llovía, pero se habían refugiado debajo de un alero para respirar un poco de aire fresco.

– ¿Por qué? -preguntó Tatiana.

– No lo sé. Pensaba que los tratarían mejor que a los alemanes.

– ¿Y por qué iban a hacerlo? Ningún organismo internacional supervisa la situación de los prisioneros soviéticos, que por otro lado están a punto de ser enviados a los campos de trabajo de la URSS. ¿Qué cree que les espera allá? -Tatiana se encogió de hombros-. Al menos, aquí hay veranos.

En el decimonoveno barracón, cuando se había arrodillado junto a una litera para desinfectar una quemadura con ácido bórico, Tatiana oyó una voz y una risa que le parecieron familiares. Se volvió, miró al otro lado del pasillo y se encontró cara a cara con el teniente Ouspenski, al que había conocido en el hospital de Morozovo. Con el corazón en vilo, se giró hacia el herido al que estaba atendiendo y esperó a que Ouspenski gritara tras ella: «¡Caramba, enfermera Metanova! ¿Qué la trae por aquí?».

Pero Ouspenski no gritó nada de eso. Lo que hizo fue decirle, en ruso, cuando Tatiana ya había terminado de curar la herida y se disponía a marcharse:

– Acerqúese, enfermera.

Tatiana volvió la cara lentamente. Ouspenski la miraba con una sonrisa de oreja a oreja.

– Tengo un problemilla que sólo usted puede solucionar, como enfermera y todo eso. Venga, venga…

El maquillaje y el tinte habían funcionado. Ouspenski no la había reconocido. Tatiana recogió sus cosas, cerró el maletín y se puso de pie.

– Yo lo veo muy sano -dijo.

– Pero no me ha palpado la cabeza ni el corazón ni el estómago… Ni…

– Soy una profesional y no me hace falta tocar nada para saber que está bien.

Ouspenski soltó una carcajada.

– ¿Sabe que me suena su cara? -añadió, con una amplia sonrisa-. Habla ruso muy bien. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

Tatiana encargó a Penny que diera a Ouspenski un botiquín y un lote de alimentos y salió apresuradamente del barracón. ¿Cuánto tardaría en recordar de qué le sonaba su cara?

En el último barracón se demoró especialmente, deteniéndose junto a todas las literas y hablando con algunos de los prisioneros. Si había visto a Ouspenski, ¿por qué no podía encontrar a Alexander? Pero el vigésimo barracón no arrojó ningún fruto. Doscientos sesenta y ocho hombres, y ninguno era Alexander. Veinte barracones, cinco mil hombres, y ninguno era Alexander. Aún no habían visto el resto del campo, pero era improbable que se alojara con los civiles. Karolich había dicho que intentaban no mezclar a los soviéticos con los alemanes para evitar que estallaran altercados.