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Cuando salieron del barracón, Tatiana dejó a sus compañeros y caminó hacia la alambrada que bordeaba el cementerio. Era un húmedo día de junio y no había parado de lloviznar desde el amanecer. Tatiana, con el uniforme blanco lleno de manchas y el pelo negro mal recogido bajo la cofia, se paró junto a la alambrada, cruzó los brazos y contempló los pequeños montículos, sin cruces y sin nombres.

Karolich caminó hacia ella.

– ¿Se encuentra usted bien? -le preguntó.

Tatiana se volvió y emitió un suspiro de desaliento.

– Teniente, ¿dónde enterraron a los hombres que encontramos ayer muertos en el barracón?

– Aún no los hemos enterrado.

– ¿Y adonde los llevaron?

– De momento están en el depósito, junto a la sala de autopsias.

Tatiana no supo cómo logró articular las siguientes palabras:

– ¿Puedo visitar el depósito de cadáveres?

Karolich se echó a reír.

– No hay problema. ¿Cree que no atendemos bien a los muertos?

Mientras Martin y Penny regresaban a la enfermería, Tatiana se fue con Karolich. La sala de autopsias consistía en una pequeña estancia subterránea revestida de baldosas, con unas camillas altas para colocar los cadáveres.

– ¿Dónde está el depósito?

– Echamos los cadáveres por aquí -señaló Karolich.

En un extremo de la sala se abría un conducto metálico que terminaba en la oscuridad, seis metros más abajo. Tatiana contempló en silencio la abertura.

– ¿Y cómo hacen para subirlos? -preguntó con perplejidad.

– Normalmente no los subimos. El conducto lleva directamente al horno crematorio -dijo Karolich con una sonrisa-. Estos alemanes lo tenían todo previsto.

Tatiana estuvo unos momentos inmóvil, con la vista clavada en el oscuro final del conducto. Después se dio la vuelta y abandonó la sala de autopsias.

– Necesito descansar un minuto, teniente. Me sentaré en aquel banco -dijo, tratando de sonreír-. Les será más fácil llevar el campo cuando hayan trasladado a los soviéticos, ¿no? Habrá más espacio.

– Sí, pero vendrán más, esto no se acaba nunca -contestó Karolich, con un gesto displicente-. Cuidado, el banco está mojado.

Tatiana se sentó pesadamente. Karolich esperó un momento a su lado.

– ¿Prefiere que la deje sola? -preguntó al final.

– Sí, por favor. Sólo unos minutos.

Notaba una dolorosa quemazón en el estómago, como si sus entrañas se estuvieran consumiendo lentamente. Llegaría el momento en que se sentiría mejor, ¿no? No podía sentirse eternamente tan vieja como se sentía en aquellos momentos…

En la eternidad, ¿sería siempre joven?

¿Sería siempre joven, llevaría eternamente el vestido blanco bordado con rosas rojas y la melena rubia que le llegaba más abajo de los hombros?

Pasearía por el Jardín de Verano al atardecer, entre las fantasmales esculturas que se erguirían solicitando su atención, y echaría a correr con el cabello al viento y una sonrisa en la cara.

En la eternidad, estaría siempre corriendo.

Tatiana pensó en Leningrado, en las noches blancas, en el majestuoso Neva, en los puentes, en la figura del Jinete de Bronce, en la catedral de San Isaac, con su portal y sus balaustradas y la barandilla de hierro que rodeaba la cúpula, la barandilla a la que se habían asomado los dos una vez, en otra vida, para contemplar la oscuridad de la noche mientras esperaban a que la guerra los devorase. Y la guerra los había devorado.

Tatiana siguió sentada en el banco, cansada y perpleja.

Algo se estaba apagando dentro de ella.

Entretanto no había dejado de llover, y ni siquiera se había dado cuenta. Lo único que quería era tumbarse en el banco, bajo la lluvia.

Tatiana se tumbó en el banco, bajo la lluvia.

– Enfermera Barrington…

Tatiana abrió los ojos.

– Si no se encuentra bien, la acompañaré a la casa -dijo Karolich, ayudándola a incorporarse-. Descanse un poco. Ya inspeccionará los demás barracones y la cárcel en otro momento. No hay prisa.

Tatiana se puso de pie.

– No -dijo-. Vamos a ver la cárcel. ¿Hay muchos presos?

– Está dividida en tres secciones. Dos están cerradas, pero la que funciona está abarrotada. -Karolich escupió-. Se pasan todo el tiempo contraviniendo el reglamento. Desobedecen las órdenes, no se presentan al recuento… tenemos incluso a uno que ha intentado escaparse diecisiete veces. ¡Al parecer, no escarmienta!

La cárcel sólo tenía una puerta de acceso, vigilada por un soldado sentado en una silla, que había apoyado la ametralladora en la pared mientras jugaba un solitario.

– ¿Cómo va el día, cabo Perdov?

– Está tranquilo -dijo el cabo, y se incorporó para saludar.

Sonrió a Tatiana, que no le sonrió.

La cárcel era un edificio alargado, con un corredor central cubierto de serrín y celdas a uno y otro lado.

– ¿Cuántos presos hay aquí? -preguntó Tatiana cuando terminaron de inspeccionar las cinco primeras celdas.

– Unos treinta -contestó Karolich.

El ocupante de la sexta celda se había desmayado, y Tatiana le dio sales para reanimarlo. Karolich se había alejado para abrir la siguiente puerta. Cuando el preso de la celda número seis recuperó la conciencia, Tatiana le dio un vaso de agua y salió al corredor.

Oyó la voz burlona de Karolich en la celda número siete:

– ¿Cómo está mi preso favorito?

– Vete a la mierda -fue la respuesta.

A Tatiana empezaron a temblarle las rodillas.

Salió al corredor y fue hacia la puerta de la siguiente celda, un cuarto largo y estrecho con un desnivel central. Delante de Tatiana, a unos cinco metros, debajo de un ventanuco por el que no entraba nada de luz, tumbado sobre un lecho de paja, estaba Alexander.

El silencio invadió la celda y cayó sobre el rostro y los hombros de Tatiana. Sin aliento, con el corazón en vilo, miró al preso flaco y barbudo y esposado, vestido con unos pantalones oscuros y una camisa blanca manchada de sangre. Tatiana soltó el maletín y se llevó la mano a la cara para ahogar un gemido.

– Sí, ya lo sé. Es el peor de todos, enfermera -declaró Karolich-. Nos trae locos, pero ya no sabemos qué hacer con él.

En el momento en que se abrió la puerta de la celda y entró un chorro de luz, Alexander estaba durmiendo. Mejor dicho, tenía los ojos cerrados, había soñado y creía que dormía. Llevaba dos días sin comer porque detestaba que le dejaran el cuenco en el suelo, como si fuera un perro. Pero había estado considerando la posibilidad de decidirse a probar algo.

Estaba rabioso consigo mismo. El último intento de fuga había estado muy cerca del éxito, pero no había funcionado. Había aprovechado el momento en que un celador vestido de paisano había acudido a la enfermería para llevar material sanitario. Normalmente, el celador entraba y salía del campo sin mostrar ninguna acreditación; se limitaba a saludar con un gesto a los centinelas, que lo saludaban también y le abrían el portón. ¿Podía haber un modo más sencillo de escapar? Alexander tenía las costilla rotas y llevaba tres semanas en la enfermería. Dejó al hombre sin conocimiento, lo desnudó y lo encerró en un armario, se puso su ropa y se acercó caminando al portón, saludando con la mano a los vigilantes. Uno de ellos bajó a abrir, pero ninguno se fijó en su cara.

Alexander se despidió de ellos agitando la mano y echó a andar.