– Alexander… -susurró, acariciándole la cabeza.
Parpadeo. No se había afeitado aún, tenía la cara cubierta de espuma y ella sostenía el espejo a la altura de sus senos. Parpadeo.
Le acarició los labios con los dedos y le besó la mano.
– Tatiana -susurró Alexander. Sus ojos le sondearon el rostro-. Eres tú, Tania.
– ¿Qué te pasó? ¿Te arrestaron?
– Sí.
– Déjame adivinar… Sabías que iban a arrestarte… -Tatiana se interrumpió un momento-. Lo supiste, no sé cómo, y decidiste fingir tu propia muerte para animarme a huir de Rusia. Y Sayers te ayudó.
– Sí, Sayers me ayudó. Pero no fingí. Pensaba realmente que iba a morir, y no quería que te quedaras en la URSS viendo cómo me ejecutaban. Sabía que ésa era la única manera de hacerte huir.
Hablaban deprisa, temerosos de que en cualquier momento entrara otra vez Karolich.
– ¿Te ayudó Stepanov? -preguntó Tatiana.
– Sí.
– Está en Berlín.
– Ya lo sé. Vino a verme hace unos meses.
– ¿Cómo conseguiste que Sayers…? En fin, da igual. -No podía apartarse de su lado. No podía ni respirar-. ¿Pensabas que yo querría olvidarte?
– Sabía que, si no era así, no te irías -dijo Alexander.
– Nunca te habría abandonado.
– Lo sabía. -Alexander hizo una pausa y añadió-: Lo sabía demasiado bien.
Tatiana dejó de acariciarlo y se miró las manos.
– Tú y tu ego… -se quejó-. Leningrado, Morozovo, Lazarevo… Siempre creías saber qué era lo mejor.
– ¡Ah! -exclamó Alexander-. ¿Existió Lazarevo?
– ¿Qué? -preguntó Tatiana, desconcertada-. Te dije que te habría esperado, y lo hubiera hecho.
– ¿Igual que me dijiste que no te irías de Lazarevo? Habrías tenido que vivir allá sin mí -dijo Alexander-. Me han condenado a veinticinco años de trabajos forzados.
Tatiana dio un respingo al oírlo.
– ¿Por qué apartas la cara, Tania? -balbuceó Alexander-. ¿Por qué te miras las manos?
– Porque tengo miedo -susurró Tatiana-. Mucho miedo.
– Y yo también -reconoció Alexander-. Por favor, mírame. Necesito que tus ojos me miren.
Tatiana alzó la vista. Las lágrimas surcaban sus mejillas.
Guardaron silencio los dos. Tatiana se sintió flaquear bajo el peso de su corazón.
– Gracias por seguir vivo, soldado -susurró.
– No hay de qué -respondió Alexander con otro susurro.
Oyeron que alguien abría la puerta del exterior. Tatiana se apartó rápidamente y se limpió las manchas de rímel de la cara. Alexander cerró los ojos.
Karolich entró en la celda con un cubo y unas vendas.
– Antes de empezar, teniente, necesito que lo suelte. Los grilletes se le han clavado en las muñecas y los tobillos y tengo que vendárselos para evitar que se infecten, si es que no se le han infectado ya.
Karolich se sacó del bolsillo la llave de los grilletes y agarró la ametralladora.
– No conoce a este hombre, enfermera Barrington. En su lugar, yo no tendría tanta compasión.
– Siento compasión por todos los afligidos -contestó Tatiana.
– Pero éste es un demonio.
Tatiana observó que la habitual afabilidad de Karolich desaparecía en cuanto se acercaba a Alexander, a quien quitó los grilletes con brusquedad y los dejó caer ruidosamente al suelo.
– ¿Por qué no usan correas? Cumplen la misma función pero no son tan dolorosas como unos grilletes metálicos.
Karolich se echó a reír.
– Enfermera, no sé si escuchó antes mis explicaciones. Los grilletes los usaban los alemanes y los dejaron aquí para nosotros. Además, este hombre no tardaría ni dos horas en romper unas correas de cuero.
– Por lo menos, cuando terminemos de curarlo le cambiará el lecho de paja… -repuso Tatiana con un suspiro.
Karolich se encogió de hombros y se sentó sobre la paja limpia, con la espalda contra la pared, las piernas extendidas y la metralleta en las manos.
– Un movimiento en falso, Belov, y ¿sabe qué pasará?
Alexander no contestó. Tatiana se arrodilló a su lado.
– Déjeme limpiarlo -le dijo.
– De acuerdo.
– Incline la cabeza un poco para que pueda lavarle el pelo.
Alexander echó la cabeza hacia atrás.
– ¿Qué le ha pasado a este hombre, teniente? -preguntó Tatiana, colocando una mano bajo el cuello de Alexander para sostenerle la cabeza, que casi la rozaba a la altura de los pechos, mientras le pasaba una toalla empapada por el pelo sucio y ensangrentado, largo como la barba-. Le cortaré el pelo y lo afeitaré. No olvide que, si los presos llevan la cabeza rapada, se evitará muchos problemas. Y no me refiero sólo a él, hablo de todos.
– ¿Por qué lo mira de ese modo? -preguntó de pronto Karolich.
– ¿De qué modo? -repuso Tatiana en voz baja.
– No sé cómo describirlo.
– Estoy cansada. Creo que tiene usted razón, todo esto me está afectando mucho.
– Entonces pare y vaya a descansar a la casa. Han preparado una comida bastante decente. -Karolich sonrió-. Ayer no bebió usted nada de vino, y eso que tenemos uno muy bueno.
– No. Primero quiero acabar con lo que estoy haciendo.
Le apartó el pelo de la cara para limpiarle la herida. Alexander tenía un corte en la sien, y el cuello y la camisa cubiertos de sangre seca. ¿Cuándo se había ensuciado de sangre? Su cara estaba hinchada y magullada en los pómulos y en la mandíbula. ¿Le habían pegado? En la penumbra, Tatiana podía distinguir las manchas oscuras de la sangre, la tela blanca de la camisa y el negro del pelo y de los ojos. Alexander llevaba mucho tiempo sin lavarse ni afeitarse, y sin que nadie lo tocara. Reclinado entre los brazos de Tatiana, cerró los ojos y respiró pausadamente. Lo único que se movía era su corazón, que le retumbaba en las venas. Estaba tan quieto, tan sereno, tan cercano a ella, tan asustado… todo eso podía ver Tatiana, del mismo modo que él podía verlo en ella. Tatiana necesitaba hablarle, lo necesitaba con tanta urgencia, que tuvo que morderse los labios con fuerza para contenerse.
– Enfermera, están cayendo gotas de sangre sobre el prisionero.
Alexander parpadeó y alzó la mirada en silencio.
– No pasa nada. -Tatiana se limpió la sangre del labio con la lengua mientras empapaba la toalla en el cubo de agua-. Cuénteme qué le ha pasado a este hombre -dijo, mientras se acomodaba el pelo cubierto por la cofia.
– ¿Que qué le ha pasado? -Karolich soltó una risita-. Lleva aquí desde agosto. Al principio se portaba muy bien,,cortaba troncos, no armaba jaleo, era el preso modelo, trabajaba incansablemente y a cambio tenía derecho a algunos privilegios. ¡Nos habría gustado tener más prisioneros como él! Por desgracia, desde noviembre ha intentado fugarse cada vez que ha salido del calabozo. Cree que está en un hotel, que puede entrar y salir cuando le apetezca. Después de diecisiete intentos debería estar escarmentado, pero ¡qué va!
– Vete a la mierda -masculló Alexander.
– Vaya, vaya… qué forma de comportarse delante de una señora. En fin, da igual. -Karolich bajó la voz y añadió-: No va a estar mucho tiempo más aquí.
– Ah, ¿no?
Tatiana estaba lavando las muñecas de Alexander y había aprovechado para pasarle dos horquillas que se había quitado del pelo hacía unos momentos.
– No -contestó Karolich, meneando la cabeza-. Mañana sale hacia Kolima, junto con otros mil presos. -Soltó una risita y golpeó las costillas de Alexander con la punta de la ametralladora-. ¡Intenta fugarte de Kolima!
– No lo provoque, por favor -dijo Tatiana, empezando a afeitarle la barba-. ¿Por qué no lleva el uniforme de recluso?
– Lleva puesto lo que le robó a un celador en la enfermería. Lo metimos en el calabozo tal como iba. Le encanta el calabozo, siempre quiere volver.