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– ¿Por qué tiene cardenales y manchas de sangre? ¿Le pegaron?

– ¿No me ha oído antes, enfermera? ¡Diecisiete intentos de fuga! ¿Que si le pegaron? Tiene suerte de estar vivo. ¿Qué le parecería que el hombre de ayer hubiera repetido lo mismo diecisiete veces? ¿Cuánto habría aguantado usted hasta hartarse y matarlo de una paliza?

Tatiana lanzó una mirada a Alexander y vio que sus ojos se ensombrecían.

– La mugre de este hombre le ensuciará el uniforme, enfermera -dijo desdeñosamente Karolich-. Déjelo ya, da igual que lleve barba. No está acostumbrado a este trato y no se lo merece.

Tatiana soltó a Alexander. Tenía las muñecas lavadas y vendadas; el pelo, limpio y recortado; la herida de la sien, desinfectada y protegida. Hasta se había lavado los dientes con peróxido y bicarbonato. Pero Tatiana quería examinar el resto de su cuerpo, para asegurarse de que no tenía las costillas rotas.

– ¿Cuál era la graduación de este preso?

– Ya no tiene ninguna -dijo Karolich.

– Pero ¿cuál tenía?

– En otro tiempo fue comandante, y después lo degradaron a capitán.

– ¿Le duelen las costillas, capitán? ¿Podrían estar rotas? -preguntó Tatiana.

– No sé, no soy médico -contestó Alexander-. Podría ser.

Tatiana le abrió la camisa y le deslizó lentamente las manos desde la garganta hasta las costillas, susurrando:

– ¿Le duele aquí? ¿Y aquí?

Alexander no contestó. No dijo nada, ni abrió los ojos. Siguió tumbado sobre la paja, inmóvil, con las manos a los lados, respirando con lentitud.

Tenía el cuerpo amoratado y sucio. Seguramente no tenía las costillas rotas, porque no dio ningún respingo cuando Tatiana lo rozó. Quizá se había contenido (tampoco había dado ningún respingo cuando le tocó la herida de la sien), pero Tatiana decidió no pensar más en ello.

Le quitó los grilletes de las piernas y le lavó los pies con agua y jabón. Alexander tenía los tobillos entumecidos, con la piel roja y magullada, pero era difícil distinguirlos en la penumbra.

– ¿Se ha roto hace poco las costillas o los pies?

– Podría ser, no lo sé. No he estado atento a sus andanzas. -Karolich seguía sentado sobre la paja. Encendió un cigarro y miró fríamente a Alexander-. ¿Quiere uno, enfermera? Estos cigarrillos son muy buenos.

– Gracias, teniente, no fumo. Quizá quiera uno el prisionero…

Karolich se rió y golpeó con la bota la cadera de Alexander.

– Los reclusos no pueden fumar, ¿verdad, Belov?

Tomó una calada y lanzó el humo hacia la cara de Alexander.

– Teniente, no quiero que provoque al prisionero en mi presencia -protestó Tatiana, poniéndose de pie-. Aquí ya hemos terminado. Podemos irnos.

Alexander emitió un gemido de desaliento.

Mientras Tatiana recogía sus cosas, Karolich volvió a sujetar las muñecas y los tobillos de Alexander con los grilletes.

– ¿Cuánto hace que no come? -preguntó Tatiana.

– Le damos comida -contestó Karolich con voz malhumorada-. ¡Más de la que se merece!

– ¿Y cómo se la toma? ¿Le quitan los grilletes?

– No se los quitamos nunca. Le dejamos la comida en el suelo, y él se acerca, agacha la cara y come directamente de la escudilla.

– Pues no lo ha hecho. ¿No ha visto lo flaco que está? ¿Ése es el último plato que le dejaron? Él no lo ha tocado, pero las ratas sí. Y si hay ratas, es porque saben que podrán darse un festín con la comida abandonada durante días en el suelo. ¿No sabe que las ratas transmiten la peste, teniente? Uno de los cometidos de la Cruz Roja Internacional es evitar que se cometan este tipo de abusos. Y ahora, retire la paja vieja y cámbiela por paja limpia.

Después de cambiar el lecho de paja sobre el que estaba tumbado Alexander, Karolich retiró la bandeja.

– Luego le traerán más comida -dijo.

Tatiana lanzó una mirada a Alexander, que seguía con los ojos cerrados y las manos sobre el estómago. Quería decirle que volvería más tarde, pero no quería que Karolich notara el temblor de su voz.

– No se vaya -dijo Alexander sin abrir los ojos.

– Volveremos más tarde a ver cómo se encuentra -articuló débilmente Tatiana.

Agradeció que tuviera las manos sujetas por los grilletes, porque sabía que, de no ser así, no la habría dejado marcharse.

Cuando salieron, la luz grisácea del exterior deslumbró a Tatiana. Karolich le propuso ir a comer a la casa, pero ella le contestó que iría un poco más tarde porque quería comprobar cuántos lotes quedaban en el jeep de la Cruz Roja.

La cárcel estaba a la derecha de la garita de vigilancia, al lado de donde habían aparcado. Uno de los dos centinelas la saludó. Tatiana abrió las puertas del jeep, echó un vistazo y vio que quedaba una cuarta parte de la carga: una fanega de manzanas y unos cuantos lotes de comida. Tenía muy poco tiempo para pensar un plan. Esperó un momento en silencio y al final colocó sesenta botiquines en la carretilla y se encaminó al barracón más cercano. El hecho de que estuviera dispuesta a entrar sola en un barracón donde se hacinaban doscientos sesenta y seis hombres hablaba a las claras de su desesperación, pero Tatiana no se había vuelto loca. Había colgado el maletín de enfermera de la empuñadura de la carretilla y llevaba la P-38 bien visible, embutida en la cinturilla de los pantalones.

Repartió un botiquín por cama, dijo que regresaría después con el médico y volvió varias veces al jeep en busca de más medicinas, corriendo todo el tiempo. Cuando llegó a la casa del comandante, sus compañeros ya estaban terminando de comer. Tatiana se bebió un vaso de agua, los dejó para cambiarse de ropa y retocarse el maquillaje, y después llamó a Penny y a Martin.

– Tenemos que volver a por más lotes a Berlín -anunció-. Ya no queda ninguno, y también se están acabando las vendas y la penicilina. Saldremos esta noche y volveremos mañana.

– ¿Acabamos de llegar y ya quieres marcharte? Qué voluble es esta chica, ¿verdad, Martin? -dijo Penny, guiñándole un ojo.

– ¡Si sólo fuera eso…! -protestó Martin-. Ya le dije que no podíamos venir a un sitio como éste sin el apoyo necesario.

Tatiana le dio una palmadita en el hombro.

– Y tenía usted razón, doctor Flanagan -dijo-. Pero hemos conseguido examinar a cinco mil personas en dos días, cosa que no está nada mal.

Decidieron salir a las ocho, aunque Martin protestó porque tendrían que conducir de noche por carreteras desconocidas. Mientras él y Penny acompañaban a Karolich a los barracones de civiles, Tatiana dijo que terminaría de inspeccionar la cárcel.

– La enfermera Davenport y el doctor Flanagan lo necesitan más que yo -dijo cuando Karolich se ofreció a acompañarla-. Los del calabozo son los menos peligrosos, ya sabe. Al fin y al cabo, no pueden tocarme. Además, le diré al cabo Perdov que me acompañe.

Mientras Karolich se marchaba de mala gana con Martin y con Penny, Tatiana corrió a la cocina y encargó salchichas, patatas con calabaza, pan con mantequilla y naranjas.

– No he comido aún y estoy hambrienta -explicó con resolución.

Cogió también una jarra de agua y preparó un vaso de vodka al que añadió un poco de secobarbital.

Cuando atravesó la puerta del calabozo lanzó una sonrisa al cabo Perdov, que la saludó con otra sonrisa.

– Traigo comida para el prisionero de la celda número siete, que lleva tres días sin probar bocado -explicó-. El teniente Karolich ya lo sabe.

– ¿Quiere que le quite los grilletes?

– Ahora veré si es necesario.

– Oiga… -dijo Perdov, mirando la bandeja-. ¿Eso es un vasito de licor?

– Ah, sí. -Tatiana sonrió-. Supongo que el prisionero no podrá tomar, ¿verdad?

– ¡Por supuesto que no!

– Ya entiendo. ¿Quiere bebérselo usted?

Perdov cogió el vaso de vodka y lo apuró en un par de tragos.

– Cuando vuelva más tarde con la cena, a lo mejor traigo otro vasito para el prisionero… -anunció afablemente Tatiana, guiñándole un ojo.