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Karolich sangraba copiosamente.

Alexander le arrancó el uniforme, se desvistió y se puso la ropa que llevaba Karolich. Entretanto, Tatiana, un poco aturdida por el golpe, se asomó a ver cómo estaba Perdov y lo encontró inconsciente en el suelo, junto a la silla.

Alexander vistió a Karolich con su camisa ensangrentada y sus pantalones marrones y le colocó los grilletes en las muñecas y los tobillos. Acto seguido, se calzó las botas y la gorra del teniente, cogió la Shpagin y salió al corredor vestido como él.

– Me va bien, aunque el cabrón era más gordo y un poco más bajo que yo -dijo.

Al pasar junto a Perdov, lo alzó del suelo y volvió a sentarlo en la silla. Tras algunos intentos consiguió que el cabo aguantara sin caerse, con la cabeza inclinada sobre el pecho.

– No ha tardado ni veinte minutos -observó.

– Ya lo sé. Decidí aumentarle un poco la dosis.

– Perfecto. ¿Cuánta morfina le has metido a Karolich?

– Noventa y seis miligramos, pero me parece que lo que lo ha derribado ha sido el golpe de la cabeza.

Alexander se colgó la ametralladora al hombro y empuñó la Colt 1911 con una mano.

– ¿Dónde está el jeep?

– Justo delante de la cárcel, a cincuenta metros. Cuando llegues junto a la garita, saluda a los vigilantes con la mano, como hace siempre Karolich. Luego suele abrir directamente el portón con la llave maestra. Pero recuerda que es zurdo. Deberías…

Alexander se pasó el llavero de la mano derecha a la mano izquierda.

– Perfecto, mejor para mí. Así podré disparar con la derecha. ¿Estás lista? ¿Cómo camina normalmente, unos pasos por delante de ti, o siguiéndote?

– Va a mi lado, y no me abre la puerta nunca. Se limita a saludar a los centinelas y luego sube al jeep.

– ¿Quién conduce?

– Yo.

Antes de que Tatiana abriera la puerta de la cárcel, Alexander extendió la mano hacia ella.

– Espera… -dijo en voz muy baja-. Sube al jeep lo más deprisa que puedas y pon en marcha el motor. Si hay algún problema dispararé contra los centinelas, pero tú tendrás que estar preparada para arrancar.

Tatiana asintió.

– Y otra cosa, Tania…

– Dime.

– Sé que te gusta hacer las cosas a tu manera, pero sólo puede haber una persona al mando… y voy a ser yo. Si los dos tomamos decisiones, los dos terminaremos muertos. ¿Entendido?

– Entendido. Tú mandas.

Alexander abrió la puerta. Ya estaban fuera, bajo la noche oscura y fría. Alexander atravesó a grandes zancadas el patio iluminado. Tatiana apenas podía seguirlo. Cuando los centinelas bajaron la vista hacia él, Alexander se acercó al portón que tenía el letrero «El trabajo os hará libres», lo abrió y siguió andando hacia el jeep. Tatiana ya estaba dentro, con el motor en marcha. De hecho, había empezado a avanzar antes de que Alexander subiera al vehículo.

Alexander alzó los ojos hacia los centinelas de la torreta, sonrió y los saludó. Le devolvieron el saludo.

Subió al camión y dejó que Tatiana saliera de Sachsenhausen y se dirigiera hacia la casa del comandante. A mitad del camino flanqueado de árboles, Tatiana detuvo el jeep. Los dos bajaron y corrieron a la parte trasera; Tatiana abrió las puertas, subió y levantó la trampilla del suelo. De pronto, al ver a Alexander de pie a su lado, pensó que no cabría… se le había olvidado lo alto que era.

Alexander debía de preguntarse lo mismo, porque miró el compartimento, la miró a ella y dijo:

– Menos mal que llevo seis meses sin comer.

– Sí -suspiró Tatiana, y sacó la bolsa con las armas y la mochila del ucraniano-. Entra, corre. Estate preparado, porque cuando llevemos un rato en la carretera, te avisaré golpeando la pared de la cabina con los nudillos.

– No se me olvida, Tania, no hace falta que me lo repitas. ¿Tu equipaje son estas dos bolsas?

Tatiana asintió.

– Y esa mochila de ahí.

– ¿Qué hay dentro? ¿Armas y munición? ¿Un cuchillo, cuerdas?

– Sí, todo eso.

– ¿Tienes alguna linterna?

– Debajo del compartimento.

Alexander cogió la linterna.

– Métete dentro.

Alexander se acomodó como pudo y Tatiana bajó la trampilla.

– ¿Me oyes?

– Sí -dijo la voz ahogada de Alexander. Abrió la trampilla desde dentro-. Cuando me avises, da un golpe bien fuerte para que se oiga sobre el ruido del motor. ¿Qué hora es?

– Las siete cuarenta.

– Procura que tus compañeros no se retrasen y vamonos cuanto antes.

– Ahora mismo.

Antes de subir al jeep, Tatiana se apartó a vomitar a un lado del camino.

– No sé a qué viene tanta prisa -se quejó Penny-. Estoy cansada, he tomado vino… ¿no podríamos irnos a dormir y salir mañana por la mañana?

– Tenemos que estar de vuelta mañana mismo -dijo Tatiana, empujándola hacia el jeep-. ¿Viene, doctor Flanagan?

– Sí, ya voy. No quiero dejarme nada.

– Puede recogerlo mañana.

– Ah, claro. Tendríamos que despedirnos del comandante del campo, ¿no?

– No hace falta -dijo Tatiana, con el tono más indiferente que pudo. Tenía ganas de chillar-. Ya me he despedido yo por ustedes. Además, mañana lo veremos otra vez.

Salieron de la casa y dejaron las bolsas en la trasera del jeep.

– ¿Y tu equipaje, Tania? -preguntó Penny.

Tatiana señaló sus mochilas.

– Lleva tantas bolsas… -observó Martin-. Creo que cada vez la veo más cargada.

– Nunca se sabe qué se puede necesitar en un viaje como éste. ¿Conduzco yo? No he bebido y tengo la cabeza despejada.

– Sí, ¿por qué no? -dijo Martin, instalándose en el asiento contiguo al del conductor-. ¿Reconocerá el camino en una noche tan oscura?

– He estado estudiando la ruta en el mapa. Tenemos que ir hasta Oranienburgo y tomar la carretera de la izquierda.

– Sí, creo que es eso. -Martin cerró los ojos-. Vamos.

Tatiana condujo lentamente mientras se habituaba a la oscuridad pero enseguida empezó a aumentar la velocidad. Quería alejarse lo antes posible del campo especial número 7.

Cuando faltaban cinco minutos para las ocho, Nikolai Ouspenski abrió los ojos y soltó un grito. Bajó de la litera de un salto y corrió como un loco hacia el soldado que vigilaba la puerta del barracón.

– ¡Tengo que hablar ahora mismo con el comandante! -chilló. ¡Es un asunto muy urgente!

– Ya será menos… -repuso tranquilamente el soldado, apartándolo-. ¿Qué puede haber tan urgente de pronto?

– ¡Uno de los prisioneros va a fugarse! ¡Dígale al comandante Brestov que el capitán Alexander Belov está a punto de fugarse!

– ¿Qué dice? ¿Belov? ¿El que está encadenado en una celda de aislamiento hasta que venga a buscarlos el convoy?

– ¡Créame! Una de las enfermeras de la Cruz Roja no es estadounidense. ¡Es la mujer de Belov y ha venido para ayudarlo a escapar!

Tatiana llevaba conduciendo uno, dos, tres minutos… El tiempo y la distancia se habían paralizado. No conseguía conducir lo suficientemente deprisa ni que el tiempo pasara lo suficientemente rápido para que llegara el momento previsto. No recordaba si había algún punto de control en Oranienburgo. Si lo había, ¿les habrían avisado desde el campo especial? ¿Tendrían teléfono en la caseta? ¿Y si entraba alguien en los calabozos? ¿Y si Karolich se levantaba y empezaba a gritar? ¿Y si Perdov se caía de la silla y recuperaba el conocimiento con el golpe? ¿Y si, y si…?

– Le estamos hablando, Tania. ¿No nos escucha? -dijo Martin.

– No, perdone. ¿Qué decían?

Llegaron a Oranienburgo y se desviaron por la carretera de la izquierda. En cuanto dejaron atrás las luces mortecinas de la población, Tania golpeó dos veces con los nudillos en la pared de la cabina. Penny y Martin estaban charlando y no se dieron cuenta.

Ouspenski pudo hablar con Brestov a las ocho y cuarto.