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Ouspenski y Maikov lo miraron atónitos.

– ¿Y cómo sabe usted eso?

– Porque yo tenía catorce años y pude escapar por la ventana antes de que me atraparan -contestó Alexander, encogiéndose de hombros.

Oyeron unos pasos y se quedaron callados. Alexander se puso de pie cuando se abrió la puerta de la celda.

– Cabo -dijo, dirigiéndose a Maikov-, imagine que la vida que ha llevado hasta ahora se acerca a su fin. Imagine que le han arrebatado todo lo que tenía y no le queda nada…

– ¡Salga ya, Belov! -gritó un hombre corpulento, apuntándolo con un Nagant.

– Necesitas el fusil para convencerme -dijo Alexander.

Salió de la celda y la puerta se cerró de golpe detrás de él.

Entró en una de las aulas de la escuela abandonada y se sentó en una silla infantil, frente a un pupitre encarado hacia la pizarra. Pensó que en cualquier momento aparecería el maestro con un libro debajo del brazo, dispuesto a impartir una clase sobre los desastres del imperialismo.

Pero quienes aparecieron fueron dos milicianos del NKVD. Con ellos había cuatro personas en el aula: Alexander frente al pupitre, un guardián al fondo del aula y los dos agentes detrás de la mesa del profesor. Uno de ellos era calvo y muy delgado y tenía una nariz larga y reflexiva. Se presentó como Riduard Morozov.

– Pero no es el que da nombre a este pueblo, ¿verdad? -preguntó Alexander.

– No -contestó Morozov, con una pequeña sonrisa.

El otro era muy grueso y muy calvo y tenía una nariz bulbosa y cubierta de venillas rojas. Tenía pinta de borrachín. En tono menos amable, se presentó como Mitterand; a Alexander le pareció cómico que se llamara igual que el jefe de la resistencia francesa contra los nazis.

– ¿Sabe por qué está aquí, comandante Belov? -comenzó Morozov, esbozando una sonrisa cortés y hablando en un tono casi cordial.

Estaban teniendo una conversación. Alexander pensó que Mitterand no tardaría en invitarle a un té o a un vasito de vodka. Lo pensó en broma, pero detrás de un pupitre aparecieron realmente una botella de vodka y tres vasitos de cristal. Morozov llenó los vasos.

– Sí -respondió jovialmente Alexander-. Ayer me comunicaron que iba a recibir un ascenso. Voy a ser teniente coronel. -Cuando Morozov le ofreció una copa, añadió-: No, gracias.

– ¿Rechaza usted nuestra hospitalidad, camarada Belov?

– Comandante Belov -rectificó Alexander, poniéndose de pie y elevando el tono-. ¿Cuál es su rango? -preguntó a su interrogador. Esperó la respuesta, pero el otro no dijo nada-. Imagino que no es oficial, puesto que no lo veo con uniforme. Le contesto: no quiero vodka, y tampoco pienso quedarme aquí sentado hasta que se decidan a explicarme qué quieren. Estoy dispuesto a colaborar en la medida de lo posible, camaradas, pero no me insulten obligándome a sentarme con ustedes como si fuéramos amigos. ¿Qué es lo que pasa?

– Está usted detenido.

– Ah. ¿Así que no van a ascenderme? Sólo han necesitado diez horas para reconocerlo, desde que vinieron a buscarme a las cuatro

de la madrugada. Pero aún no me han dicho qué quieren de mí. No sé si ustedes mismos lo saben. ¿Por qué no traen a alguien que esté en condiciones de informarme? Mientras tanto, llévenme a la celda y no me hagan perder el tiempo.

– ¡Comandante!

Esta vez había hablado Morozov, con una voz menos amable.

Los dos agentes ya habían empezado a dar cuenta del vodka. Alexander sonrió. Si continuaban bebiendo a aquel ritmo, terminarían hablándole en inglés y acompañándolo ellos mismos a la frontera de Finlandia. De hecho, ya lo habían llamado «comandante». Alexander conocía bien la psicología militar. La única norma que regía en el ejército era la de tratar con respeto a los superiores, y en este caso la jerarquía había quedado establecida.

– No se mueva, comandante -repitió Morozov.

Alexander volvió a ocupar la silla.

Mitterand se dirigió en voz baja al joven guardián que esperaba junto a la puerta. Alexander no lo oyó, pero captó la esencia de la orden. Era obvio que el asunto quedaba fuera de las competencias de Morozov. Tendría que venir un pez gordo para hablar con Alexander. Y aunque el pez gordo no tardaría en llegar, primero intentarían acabar con la resistencia del detenido.

– Ponga las manos en la espalda, comandante -le ordenó Morozov.

Alexander arrojó el cigarrillo al suelo, lo apagó con el pie y se levantó.

Le quitaron la pistola y el cuchillo y le registraron la mochila. Como sólo encontraron vendas, bolígrafos y el vestido blanco de Tatiana, nada de lo cual les pareció interesante, le quitaron las medallas, le arrancaron los galones y le dijeron que ya no tenía derecho a usar el título de comandante. Aún no le habían dicho de qué se le acusaba ni le habían hecho ninguna pregunta.

Se quedaron con su mochila y se rieron cuando la reclamó. Alexander miró la mochila con resignación, sabiendo que dentro estaba el vestido de Tatiana. Una cosa más que quedaba atrás.

Lo llevaron a una celda sin ventanas, en la que no estaban ni Ouspenski ni Maikov. No había ningún banco, ningún catre, ninguna manta. Alexander estaba solo, y las únicas fuentes de oxígeno eran la puerta cuando la abrían los carceleros, la ventanilla metálica Por donde introducían la bandeja de la comida, la mirilla que usaban para vigilarlo o el agujerito del techo que probablemente servía para introducir gas venenoso.

Le dejaron quedarse con el reloj, y no le quitaron los medicamentos que llevaba ocultos en las botas porque no lo cachearon. Alexander pensó que no estaban a buen recaudo, pero ¿dónde podía esconderlos? Se quitó las botas, sacó la jeringuilla, la ampolla de morfina y las píldoras de sulfamida y se lo metió todo en el bolsillo de los calzoncillos largos. Para encontrarlos tendrían que hacerle un registro más concienzudo de lo habitual.

Cuando se agachó recordó el dolor de espalda, que se había intensificado a medida que transcurrían las horas. Pensó en inyectarse morfina pero decidió que era mejor estar alerta durante los siguientes acontecimientos. Engulló una de las pastillas de sulfamida, amarga y ácida, sin machacarla y sin disolverla en agua. Simplemente se la llevó a la boca, la masticó un poco y se la tragó con un escalofrío. Se sentó en el suelo de cemento y cerró los ojos cuando se dio cuenta de que la celda estaba a oscuras y los carceleros no podían verlo. O quizá no llegó a cerrarlos, era difícil saberlo. A fin de cuentas, no había diferencia. Se sentó y esperó. ¿Era ya de noche? ¿Había pasado más de un día? Tenía ganas de fumar. Siguió esperando sin moverse. ¿Habrían escapado ya Sayers y Tatiana? ¿Sayers habría logrado convencerla, consolarla? ¿Habría cogido Tatiana sus cosas y habría subido al jeep? ¿Habrían dejado atrás Morozovo? No tenía ni idea. Temía que el doctor Sayers se hubiera venido abajo, que no hubiera podido convencer a su mujer y que ella hubiera decidido quedarse. Intentó imaginarla a su lado, pero sólo notó el frío de la celda. Si Tatiana se había quedado en Morozovo, el NKVD lo sabría y todo habría terminado para él. Empezó a respirar entrecortadamente al pensar que Tatiana podía seguir allí. Tenía que mantener controlados a los agentes del NKVD durante unas horas más, hasta estar seguro de que su mujer se había ido. Cuanto antes saliera ella de la Unión Soviética, antes podría entregarse él a las autoridades.

Tenía la sensación de tenerla a su lado. Casi podía extender el brazo hacia la mochila y ver a Tatiana con su vestido blanco de flores rojas, con su melena ondulante y su sonrisa resplandeciente. La sentía literalmente a su lado; en realidad, no necesitaba extender el brazo para tocar el vestido. Alexander necesitaba consuelo, y Tatiana también. Lo necesitaba para superar lo que le esperaba. ¿Cómo iba a superar la pérdida de Alexander sin la ayuda de Alexander?