– A ver, ¿qué pasa? -preguntó Brestov, ebrio y sonriente-. ¿Quién dice que quiere fugarse?
– Alexander Belov, señor. La enfermera de la Cruz Roja es su esposa.
– ¿Qué enfermera?
– La morena.
– Creía que las dos eran morenas…
– La bajita -precisó Ouspenski, entre dientes.
– Ninguna de las dos era alta.
– ¡La flaca! Se llama Tatiana Metanova y huyó de la Unión Soviética hace unos años.
– ¿Y dice que ha venido a buscar a su marido?
– Así es.
– ¿Cómo supo que estaba aquí?
– No lo sé, señor, pero…
Brestov soltó una carcajada y se encogió de hombros.
– ¿Dónde está Karolich? -preguntó al soldado que vigilaba la puerta de las oficinas-. Dígale que venga.
– Hace rato que no lo veo, señor.
– Pues vaya a buscarlo.
– Hable con la enfermera -propuso Ouspenski-. Es la mujer de Belov.
– Tendremos que esperar a mañana.
– ¡Mañana será tarde! -gritó Ouspenski con una voz estridente!
– Pues hoy no puede ser. Ya se han ido.
– ¿Adonde? -preguntó Ouspenski, desconcertado.
– Se han ido a Berlín a buscar más material. Hablaré con ella mañana, cuando vuelvan.
Ouspenski dio un paso atrás.
– Creo que esa mujer no volverá mañana, señor.
– Claro que sí.
– Quizá… No soy dado a apostar, pero apostaría a que Alexander Belov ya no está aquí.
– No sé de qué me habla -protestó Brestov-. Belov está en el calabozo. Cuando venga Karolich iremos a comprobarlo.
– Mientras tanto, quizá convendría llamar al punto de control más próximo para que detengan el jeep -observó Ouspenski.
– No pienso hacer nada hasta que vuelva mi asistente. -Al incorporarse, Brestov hizo caer algunos papeles de la mesa-. Además esa joven me cae bien y no la veo capaz de hacer lo que está usted diciendo.
– Vaya a ver si aún está el prisionero -insistió Ouspenski-. Y si resulta que tengo razón, ¿podría hacerme el favor de llamar a Moscú y proponer una conmutación de la pena? -Ouspenski esbozó una sonrisita suplicante-. Mañana vienen a buscarnos para llevarnos a Kolima…
– No adelantemos acontecimientos.
Esperaron a que llegara Karolich.
Las puertas de la trasera chocaron sonoramente contra los lados del jeep y luego se oyó un fuerte ruido, como si hubiera caído un bulto o hubieran chocado con algo.
– ¿Qué ha sido eso? -exclamó Penny-. ¡Dios mío, Tania! ¿Has atropellado a un perro?
Tatiana paró el motor y los tres saltaron a la carretera desierta, corrieron hacia la trasera del vehículo y se quedaron mirando en silencio las puertas abiertas.
– ¿Qué diantre ha pasado? -preguntó Penny.
– Parece que no cerré bien -dijo Tatiana.
Echó un vistazo al interior del jeep y vio que faltaba su mochila.
– ¿Y qué es lo que has atropellado?
– Nada.
– Entonces, ¿qué ha sido ese ruido?
Tatiana se giró, vio un bulto caído sobre el asfalto, a unos veinte metros, y corrió hacia él. Era su mochila.
– ¿Se ha caído del jeep?
– Habrá sido al pisar un socavón. No pasa nada.
– Entonces montémonos otra vez en el jeep -dijo Martin-. Es peligroso estar en una carretera oscura.
– Tiene razón -dijo Tatiana.
Se apartó un momento junto a la cuneta y fingió vomitar. Martin y Penny le dieron una cantimplora para que se enjuagara la boca y esperaron solícitos a su lado.
– Lo siento, creo que no me encuentro bien -se disculpó Tatiana-. ¿Puede seguir conduciendo usted, Martin? Me echaré en la parte de atrás.
– Claro, claro.
La ayudaron a subir. Antes de que Martin cerrara las puertas, Tatiana los miró con afecto.
– Gracias a los dos, por todo.
– No tienes por qué darlas -dijo Penny.
Martin, prudente, cerró las puertas desde el exterior. Antes de que el médico se sentara al volante, Tatiana levantó la trampilla y se encontró con Alexander mirándola. En ese momento arrancó el jeep.
Martin avanzaba muy lentamente, a menos de treinta kilómetros por hora, porque no le gustaba conducir de noche por carreteras desconocidas.
Tatiana oyó sus voces en la cabina, ahogadas por el cristal de la ventanilla. Alexander salió del compartimento y cogió la metralleta de Karolich.
– No tendrías que haber recogido la mochila -susurró casi inaudiblemente-. Vamos a tener que tirarla otra vez y luego nos costará encontrarla.
– La encontraremos.
– ¿Y si la dejamos aquí?
– Lo llevo todo en ella. Ah, y también tenemos que coger esto.
Señaló la mochila más pequeña y el petate.
– No. Tendremos que arreglárnoslas con una sola mochila.
– En ésta hay pistolas, granadas, un revólver y cartuchos varios.
– ¡Ah!
Alexander se puso de puntillas y tanteó el techo, en busca del pasador que cerraba la escotilla.
– Saldré yo primero y tú me irás pasando las cosas -susurró-. Las iré lanzando a la carretera y luego te ayudaré a subir.
Cuando Alexander ya se había deshecho de la mochila, el maletín de enfermera y la bolsa de las armas y la había ayudado a subir al techo del vehículo, Tatiana vio la ladera sobre la que querían lanzarse y estuvo a punto de cambiar de opinión. La ladera parecía un abismo sin fondo; en cambio, si se quedaban en el jeep, podrían estar en el sector francés en menos de setenta minutos.
El viento le alborotaba el pelo y le impedía oír bien a Alexander. A pesar de todo, entendió sus palabras:
– Tenemos que saltar ya, Tania. Lánzate lo más lejos que puedas, sobre la hierba. Yo saltaré primero.
Sin tomar aliento y sin mirar atrás, Alexander se incorporó y se lanzó hacia la cuneta, con la bolsa de municiones a la espalda. Tatiana echó una mirada a la pendiente pero no lo vio.
Con el aliento entrecortado y los músculos en tensión, Tatiana se preparó y saltó a su vez. Se dio un fuerte golpe contra el suelo, pero cayó en la ladera y rodó entre los matorrales. Como había llovido, la tierra estaba fangosa y blanda. Trepó hasta el borde de la carretera y vio que el jeep no se había detenido. Le dolía algo, pero no tenía tiempo de pensar qué era. Volvió a bajar corriendo, deteniéndose de vez en cuando para preguntar en un susurro:
– ¿Alexander…?
A las ocho treinta, Karolich no aparecía por ningún lado. El soldado que informó a Brestov no parecía demasiado preocupado, y el comandante tampoco. Ordenó que llevaran a Ouspenski de vuelta al barracón.
– Ya lo veremos mañana, camarada Ouspenski.
– ¿Por qué no echa un vistazo a la celda de Belov, comandante? Para asegurarse, nada más. Sólo serán dos minutos. Podemos entrar mientras me acompaña al barracón.
– Muy bien, cabo -dijo Brestov, encogiéndose de hombros-. Entre a ver la celda, si quiere.
Ouspenski y el soldado se encaminaron hacia el calabozo y pasaron junto a la garita.
– ¿Les ha preguntado si han visto a Karolich? -dijo Ouspenski, señalando a los centinelas.
– Sí, dicen que subió con la enfermera al jeep hace unos cuarenta y cinco minutos y los dos se dirigieron hacia la casa del comandante.
– Pues en la casa del comandante no estaba.
– Eso no significa nada.
El vigilante abrió la puerta de la cárcel y se adentró en el corredor que separaba las celdas. Perdov estaba en el suelo, inconsciente, apestando a vodka.
– Estupendo… -masculló el soldado-. ¡Buen vigilante estás hecho, Perdov!
Le arrebató la llave maestra y se dirigió hacia la celda número siete.
Ouspenski y el vigilante se pararon junto a la puerta de la celda y echaron un vistazo al interior. El hombre tumbado sobre la paja estaba sujeto por los grilletes y llevaba puestos unos pantalones oscuros y una camisa manchada de sangre. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y no se movía.