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– De acuerdo, buscaremos un granero. Estaremos más secos. Tiene que haber granjas al otro lado del bosque.

– ¿Tenemos que seguir caminando?

Alexander la ayudó a levantarse y la estrechó un momento contra él.

– Sí, nos queda un trecho -respondió.

Siguieron avanzando por el bosque, muy lentamente.

– Es medianoche, Alexander. ¿Cuántos kilómetros habremos hecho en total?

– Unos cinco. Veremos granjas dentro de un kilómetro y medio.

Tatiana no quería decirle que la asustaban los constantes crujidos. Hacía tiempo, le había contado que de pequeña se había perdido en el bosque. Había sido la experiencia más aterradora de su vida, pero seguramente Alexander no lo recordaba, porque se lo contó cuando convalecía de sus heridas y estaba próximo a la muerte.

Después de atravesar el bosque llegaron a un campo de labor. La noche era clara y Tatiana vislumbró la silueta de un silo al otro lado.

– Vamos a cruzarlo -dijo.

Alexander le explicó que no se fiaba de los campos de labor y que era mejor rodearlo.

A unos cien metros de la casa había un establo. Alexander abrió la puerta e hizo un gesto para que Tatiana entrara. Un caballo soltó un relincho de sorpresa. El establo estaba caliente y olía a paja, a estiércol y a leche de vaca. Para Tatiana eran olores familiares, que le hacían pensar en Luga. Volvió a sentir aquella aguda sensación de pérdida. Ahora que estaba por fin junto a Alexander, regresaban muchos de los recuerdos que había conseguido olvidar en Estados Unidos.

Alexander apoyó una escalera de mano en el henil bajo el que estaban las vacas y le dijo que subiera.

Tatiana se encaramó al altillo y se sentó sobre una bala de heno. Sacó una cantimplora de la mochila, bebió un poco de agua y se la pasó a Alexander, que tomó otro trago.

– ¿Qué más tienes ahí? -preguntó él.

Tatiana le dedicó una sonrisa, hurgó en la mochila y sacó un paquete de Marlboro.

– ¡Ah, tabaco norteamericano! -dijo Alexander mientras encendía un pitillo.

Fumó tres cigarrillos seguidos sin decir palabra, mientras Tatiana, tumbada sobre el heno, lo miraba aunque se le cerraban los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, se encontró a Alexander contemplándola con una emoción tan profunda, que Tatiana no pudo evitar correr a su lado y dejarse envolver por sus fuertes brazos.

– Shhh, shh… -lo oyó susurrar cerca de su oído.

No podía hablar. Estar en brazos de Alexander, oler su piel, oír su respiración y su voz…

– Shh, shh… -seguía susurrando Alexander mientras la abrazaba.

Le quitó la cofia, la redecilla y las horquillas y le soltó la melena teñida de negro.

El pelo le había crecido mucho y le llegaba casi a la base de la espalda, y Alexander no podía dejar de acariciárselo.

– Si cierro los ojos vuelves a ser rubia -susurró.

Se comportaba como un ciego que está aprendiendo a ver de nuevo, la abrazaba con una fuerza extrema, que no tenía que ver con el amor o la pasión, sino con las dos cosas a la vez y con ninguna. No era una fusión, era una colisión de angustia y de amargura y de alivio y de temor.

Tatiana se daba cuenta de que Alexander deseaba hablar pero era incapaz de decir nada. Por eso se sentó sobre el heno con las piernas abiertas, mientras Tatiana se arrodillaba frente a él y se dejaba envolver por sus brazos, sintiendo cómo su cuerpo se estremecía y su voz susurraba «shh, shh…».

No se lo decía a Tatiana, se lo decía a sí mismo.

Sin dejar de abrazarla, Alexander la reclinó sobre la paja extendida en el suelo. Sus piernas temblorosas la rodearon y Tatiana, que se agitaba entre sollozos y apenas respiraba, no sabía qué hacer para calmar la emoción que bullía dentro de él.

Alexander la besó sin emitir ningún sonido, ni siquiera los del deseo o la lujuria. No sabían qué hacer… ¿desnudarse?, ¿quedarse vestidos? Daba igual. Tatiana no podía ni quería moverse. Los labios de Alexander le recorrían el cuello y las clavículas, mordiéndola, y la boca de Tatiana se entreabría como si fuera a susurrar su nombre o a emitir un gemido. Le resbalaban lágrimas por las sienes.

Alexander se quitó y le quitó lo estrictamente necesario. Más que penetrarla, irrumpió en su interior. Tatiana lo absorbió, y mientras su boca se abría en un grito mudo y sus manos se aferraban a la espalda de él y lo acercaban más y más hacia ella, a través de los susurros del pesar y de los gritos del deseo, sintió que Alexander, totalmente abandonado, le hacía el amor como si lo estuvieran desclavando del madero donde había sido crucificado.

La manera de asir su cuerpo, su movimiento feroz e incansable, estaban cargados de tal intensidad, que Tatiana tuvo la impresión de que su conciencia estaba a punto de claudicar…

– Shura, por favor… -articuló casi sin voz.

Pero era imposible, y lo sabía. Y no quería que fuera de otro modo. No podía ser de otro modo.

La violenta liberación alcanzó por fin a Alexander, a costa de un momentáneo lapsus mental de Tatiana, que gritó, y sus gritos salieron del establo y resonaron en el estanque y en el río y en el cielo.

Alexander continuó por un momento encima de ella, sin moverse ni retirarse. El cuerpo le temblaba todavía. Ella lo estrechó con más fuerza, aunque era imposible acercarlo más… Sin embargo, siguió estrechándolo. Y de pronto…

– Shh, shh…

No había sido Alexander.

Había sido Tatiana.

Los dos se durmieron.

No habían hablado.

Tatiana se despertó y lo sintió otra vez dentro de ella.

La noche, aunque prolongada por los dioses, no era suficientemente larga.

Tatiana extendió la tela impermeable sobre el heno. Se desvistieron. En la oscuridad silenciosa y trémula, Tatiana lloró. Lloró desde el momento en que se inclinó sobre él, contuvo el aliento y volvió a tocarlo; lloró cuando él estaba dentro de ella, y cuando la besaba; lloró durante todo el tiempo en que sus manos la acariciaban mientras se movía dentro de ella, durante todo el tiempo en que su boca recorría el cuerpo de Tatiana y la boca de ella recorría el de Alexander, mientras se apretaba contra él agitada por los gemidos y los sollozos y se fundía con él en una asombrosa liberación; lloró al sentir su ansia y su necesidad, su tristeza y su vulnerabilidad, y volvió a arder y a derretirse.

– Shura, Shura… -susurraba Tatiana con la cara contra su cuello.

– No sé si las lágrimas son la reacción que quería provocar… -susurró a su vez Alexander.

Tatiana se sentía confinada y liberada una y otra vez, y volvía a arder y a derretirse para él, de nuevo en manos de Alexander, y volvía a llorar y a suspirar: «Shura, Shura…». Una y otra vez él entraba en ella y ella lloraba sin cesar mientras él entraba y salía, rápida y lentamente, profunda e incesantemente.

Cuando dejó de moverse, Alexander permaneció encima de ella mientras Tatiana le acariciaba delicadamente la espalda y la cabeza y sus pies acariciaban sus piernas. Estaban apretados el uno contra el otro y Tatiana volvía a llorar.

– Tatia, tendrás que dejar de llorar cada vez que te haga el amor -susurró Alexander, pegado a su mejilla-. ¿Qué puede pensar un hombre si su mujer llora cuando le hace el amor?

– Que él es su única familia -dijo Tatiana, llorando-. Que es toda su vida.

– Y ella la de él -susurró Alexander, presionando su cuerpo contra el de Tatiana-. Pero él no llora.

Se apartó un poco y Tatiana no pudo verle la cara.

Alexander le besó los senos y el estómago y fue bajando más, y volvió a emplear la boca, más suavemente esta vez, y ella volvió a correrse pero muy muy suavemente, y sus gemidos eran suaves también, como caricias.

– «Mujer fuerte, ¿quién la hallará? Porque su estima supera largamente la de las piedras preciosas -declamó Alexander con su voz más profunda, abrazado a Tatiana-. Dad cerveza al desfallecido, y vino a los de amargo ánimo. Que beban y se olviden de su necesidad -se le quebró la voz, pero siguió-: y que de su miseria no se acuerden.»