– «Levantarme ahora -susurró Tatiana-, y rodaré por la ciudad, y por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma. Y lo busqué y lo hallé y no lo dejaré marcharse.»
No existía la noche.
Sólo existía la penumbra, cuando el gran sol septentrional descendía tras la Universidad de Leningrado, frente a la figura del Jinete de Bronce y la fachada de la catedral de San Isaac. El cielo se teñía de azul y de violeta y de rosa en un instante que nunca duraba lo suficiente. La aguja dorada de la catedral de San Pedro y San Pablo enviaba la luz del crepúsculo hacia el espejo del río, el río que surgía del Ladoga, fluía junto a la desaparecida Dasha y las playas de Morozovo, atravesaba Schliselburgo y el hielo y Leningrado, donde se detenía un instante para reflejar la aguja dorada, entre la catedral y los olmos indoblegables del Jardín de Verano.
La noche no era suficientemente larga.
No alcanzaba para hablar del suelo del despacho de Matthew Sayers, de Lisii Nos, de los pantanos de Finlandia. O de Estocolmo.
No alcanzaba para hablar de la celda de castigo de Morozovo, los seiscientos miligramos de morfina inyectados a Leonid Slonko, los altos de Siniavino, el viaje a través de Europa junto a Nikolai Ouspenski.
No alcanzaba para hablar del Vístula.
Y sobre todo, no bastaba para hablar de los bosques y las montañas de Santa Cruz.
– No me hables de él. -La voz de Tatiana sonaba abatida-. No tengo fuerzas para escucharlo.
– Y yo no tengo fuerzas para contártelo.
Después de saber lo de Pasha, Tatiana era incapaz de mirar a Alexander o de hablarle; yacía muy quieta, con las piernas dobladas contra el pecho, mientras Alexander, tumbado a su espalda, la acariciaba y susurraba:
– Lo siento, Tatiasha. Intenté salvarlo para ti.
– No puedo soportarlo.
– Lo sé.
Tatiana ahogó un gemido.
– ¿Sabes, Tania? Cuando Pasha murió, perdí las fuerzas para seguir luchando. Me cansé de intentar entender qué había pretendido Dios con una muerte tan imprevisible y caótica. Y al final, ¿sabes?, comprendí que Pasha no habría podido superarlo, porque si te habías entregado al enemigo, los soviéticos podían conmutar la pena de muerte por una condena en Kolima, pero si lo que habías hecho era luchar en el bando enemigo…
– Lo sé, Shura.
– En 1944 estuve a punto de morir, Tania. No te imaginas la tormenta de sentimientos que bullían en mi interior mientras atravesaba con el batallón disciplinario todos los putos ríos de Polonia.
– ¿Que no me lo imagino? ¡Qué habría dado yo por un batallón disciplinario…!
Alexander le besó la nuca, el cuello y el suave trozo de piel que se extendía entre sus dos clavículas. Entre ellas, junto a su corazón, susurró:
– Tatia, tú no eras un hombre, un hombre violento y armado con seis mil cartuchos de munición y una bayoneta. Hasta que encontré a Pasha, me sentía como si ya no fuera un ser humano. Pero Dios me lo envió en Santa Cruz, me lo envió porque era lo que más necesitaba. Pensé que era la señal de que lograríamos huir y encontrarte. No sabía que eras tú la que estabas destinada a encontrarme a mí.
– Tú nos salvaste a todos, Alexander Barrington -susurró Tatiana-. Diste tu vida para salvarnos.
Alexander dormía, más cercano a la inconsciencia que al sueño, y Tatiana, apoyada sobre un codo, dibujaba las cicatrices de su torso, sus brazos, sus hombros, sus costillas. No quería despertarlo, pero no podía dejar de acariciarlo. Las señales que cubrían todo el cuerpo de Alexander desafiaban su capacidad de comprensión. ¿Cómo podía un cuerpo tan lleno de marcas seguir vivo, más flaco e incompleto que nunca, a punto de romperse por todas las costuras, y sin embargo vivo?
Tatiana ahuecó la mano y la pasó por el cuerpo de Alexander, bajó hasta sus corvas y volvió a subir hasta sus brazos, y allá se detuvo y se demoró en la caricia mientras sus ojos contemplaban su rostro dormido.
Existe un momento único, un instante aislado de la eternidad, que precede al momento en que descubrimos la verdad del uno y del otro. Y este instante singular es el que nos impulsa en la vida… cuando nos sentíamos al borde del futuro, volcados al abismo de los sentimientos prohibidos, justo antes de llegar a la convicción de que alguien nos amaba. Antes de llegar a la convicción de que amaríamos a alguien para siempre. Antes de la agonía de Dasha, de la agonía de la madre, de la agonía de Leningrado. Antes de Luga. Antes de la divinidad de Lazarevo, donde los prodigios que tu cuerpo y tu amor derramaron sobre mí nos unieron para siempre. Antes de todo eso, tú y yo paseábamos por el Jardín de Verano y mi brazo rozaba de vez en cuando el tuyo, y tú decías algo que me permitía alzar los ojos hacia tu cara y atisbar fugazmente tu boca risueña, y yo, a quien nunca nadie había tocado, intentaba imaginar cómo sería sentir tus labios sobre mi cuerpo. El momento en que me enamoré de ti en el Jardín de Verano, una de las noches blancas de Leningrado, es el instante que me impulsa en el camino de la vida.
Alexander se despertó y vio a Tatiana mirándolo.
– ¿Qué haces? -susurró.
– Te vigilo -susurró Tatiana.
Y Alexander cerró los ojos y durmió.
A la mañana siguiente, al amanecer, el granjero fue a ordeñar las vacas. Lo oyeron entrar y esperaron en silencio en el henil hasta que se marchó, y luego Tatiana se vistió, bajó al establo y vertió un poco de leche para los dos en una taza que usaba para dispensar medicamentos. Alexander bajó también y se plantó a su lado, con una pistola en cada mano, mientras ella ordeñaba a la vaca. Bebieron leche hasta reventar.
– Nunca te había visto tan delgado -dijo Tatiana-. Bebe un poco más, termínala toda.
Alexander obedeció.
– Y yo a ti nunca te había visto con tantas curvas. -Se acercó a Tatiana, sentada en la banqueta-. Te han crecido los pechos.
– Habrá sido la maternidad… -murmuró Tatiana, dándole un beso-. La maternidad, la comida americana… no sé.
– Vamos arriba -propuso Alexander, acariciándole el pelo.
Subieron otra vez al henil. Pero antes de que tuvieran tiempo de desnudarse, oyeron el ruido de un motor. Eran las siete de la mañana. Alexander se asomó a la pequeña ventana del henil y vio a cuatro oficiales del Ejército Rojo hablando con el granjero, junto a un vehículo militar.
Alexander lanzó una mirada a Tatiana.
– ¿Quién hay? -preguntó ella en un susurro.
– Siéntate contra la pared, pero no muy lejos. Coge la otra P-38 y las balas.
– ¿Quién hay?
– Han venido a buscarnos.
Tatiana emitió un sollozo y se acercó gateando a la ventana.
– ¡Cuatro! ¿Qué vamos a hacer, Dios mío? ¡Estamos atrapados aquí arriba!
– Shh… A lo mejor se marchan.
Alexander preparó la ametralladora, las tres pistolas y el Python. Tatiana observó al grupo por una esquina de la ventana. El granjero abría los brazos y se encogía de hombros. Los soldados, a su lado, fueron señalando la casa, los campos y finalmente el establo. El granjero se apartó unos pasos e hizo un gesto en dirección al establo.
– ¿El revólver es de acción simple o doble?
– ¿Qué?
– Da igual.
– Creo que de acción doble. Bueno, estoy casi segura -dijo Tatiana, intentando recordarlo-. ¿Te refieres a si vuelve a amartillarse automáticamente después del primer disparo? Sí.
Alexander se había tumbado boca abajo, detrás de dos balas de paja, tenía la ametralladora y las pistolas a su lado y empuñaba el Python con las dos manos, apuntando a lo alto de la escalera. Tatiana, que sostenía varios cartuchos en las manos temblorosas, estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.
Alexander se volvió hacia ella.