– ¿Qué haces? -susurró Tatiana-. ¿Por qué te quedas sentado? ¡Corramos! ¡En un minuto podemos estar al pie de la colina!
– Si bajamos, ellos sólo tardarán un minuto en subir aquí y dispararnos desde lo alto. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
– ¡Levántate! ¡Corramos!
– ¿Adónde quieres ir? Alrededor todo son colinas y campos de labor. ¿Crees que correremos más que los pastores alemanes?
Alexander la mantuvo sujeta contra el suelo, mientras su respiración se serenaba.
– ¿Nos olerán los perros?
– Sí, estemos donde estemos.
Tatiana miró hacia el pie de la colina. No los vio, pero oyó los frenéticos ladridos de los perros y los gritos de los hombres que los sujetaban. Sabía que los animales ladraban porque estaban muy cerca de sus presas.
– Métete en la trinchera, Shura -dijo-. Yo me subiré al árbol.
– Átate a las ramas. Lanzarán bombas de humo y no tendrás fuerza para sujetarte.
– Métete en la trinchera y dame los prismáticos para que pueda decirte cuántos hay.
Alexander la soltó y los dos se pusieron de pie.
– Dame también la P-38. -Tatiana hizo una pausa-. Tendremos que matar a los perros. Sin su ayuda, no sabrán dónde estamos.
Alexander sonrió.
– ¿No crees que ver unos perros abatidos a sus pies les dará una pista?
Tatiana no sonrió.
– Y dame las granadas. Intentaré lanzárselas.
– Las lanzaré yo. No quiero que quites la espoleta demasiado pronto. Cuando dispares, ten en cuenta el retroceso. En la P-38 no es muy fuerte, pero notarás la sacudida. Y aunque te quede un cartucho en el peine, si tienes un momento, para y recárgala. Es mejor tener ocho balas que una.
Tatiana asintió.
– No dejes que se acerquen al árbol. Cuanto más lejos estén, más fácil es que yerren.
Alexander le pasó la pistola, la cuerda y una bolsa de tela que contenía varios peines de 9 milímetros.
– ¡Sube al árbol! -le ordenó, empujándola-. Y no bajes si no es imprescindible.
– No digas tonterías -dijo Tatiana-. Bajaré si me necesitas.
– No -protestó Alexander-. Bajarás cuando yo te lo diga. No puedo perder tiempo preguntándome dónde estás y qué haces.
– Shura…
Alexander la miró desde arriba, dominándola con su estatura.
– Bajarás cuando yo te lo diga, ¿me has entendido?
– Sí -contestó Tatiana.
Encajó las armas en la cinturilla de los pantalones y alzó los brazos, pero la primera rama quedaba demasiado arriba. Alexander la aupó hasta que se aferró a ella y siguió trepando. Alexander entró en la trinchera y alineó a su lado las pistolas y los cargadores, colocó la metralleta cargada sobre el soporte y se enrolló el cinto de balas en el torso. Tenía la Shpagin junto a él, con ciento cincuenta cartuchos en el cinto.
Tatiana trepó lo más arriba que pudo. Como el abundante follaje del tilo le tapaba la visión, rompió unas ramitas tiernas y se sentó en una de las más gruesas, junto al tronco. Alcanzaba a ver toda la ladera, iluminada por la tenue luz del alba. Los soldados parecían pequeños y lejanos. Estaban muy dispersos, con varios metros de separación entre unos y otros, esparcidos como un borrón de tinta.
– ¿Cuántos son?-gritó Alexander.
Tatiana los observó con los prismáticos.
– Unos veinte.
Los latidos de su corazón eran tan fuertes que pensó que se le rompería el esternón. «Veinte como mínimo», quiso añadir, pero no pudo. No distinguía a los perros, pero sí a los hombres que los sujetaban, porque corrían más deprisa que los demás y con movimientos más espasmódicos, como si los animales tironearan de las correas.
– ¿A qué distancia?
Tatiana no podía decírselo con seguridad. Estaban bastante abajo, ya que las siluetas se veían muy pequeñas. Pensó que Alexander sabría calcular la distancia, pero no podía hacer dos cosas a la vez: ubicarlos y matarlos. La mira del Python era muy precisa. ¿Alcanzaría para ver a los perros?
– ¿Ves los perros, Shura?
Tatiana esperó su respuesta. Lo vio mover el Python y apuntar hacia abajo, sonaron dos disparos y los ladridos cesaron.
– Sí -dijo Alexander.
Tatiana volvió a coger los prismáticos. El grupo de soldados se estaba dispersando en medio de un obvio desconcierto.
– ¡Vienen!
No era necesario el aviso, porque Alexander se levantó de un salto y abrió fuego con la ametralladora. Durante varios segundos, Tatiana no oyó más que las explosiones de las balas. Cuando cesaron los disparos se oyó un sonido sibilante, y cien metros más abajo de donde se encontraban impactó una granada. La siguiente estalló a cincuenta metros. La siguiente, a veinticinco.
– ¿Dónde están, Tania? -gritó Alexander, aún con la culata de la ametralladora apoyada contra el hombro.
Tatiana volvió a usar los prismáticos. Sus ojos empezaban a gastarle malas pasadas. Tenía la impresión de que los soldados se arrastraban por el suelo con sus uniformes oscuros, acercándose a ellos. ¿Se arrastraban o se convulsionaban?
Unos cuantos se pusieron de pie.
– Hay dos a la una en punto, y tres a las once en punto -gritó Tatiana.
Alexander volvió a abrir fuego, pero de repente se paró y soltó la ametralladora. ¿Qué pasaba? Cuando lo vio coger la Shpagin, Tatiana entendió que se había quedado sin munición. Pero a la Shpagin sólo le quedaba medio tambor, unos treinta y cinco cartuchos, que se agotaron en un minuto. Alexander cogió las dos Colt, disparó ocho veces, paró dos segundos, disparó otras ocho veces, paró otros dos segundos. «El ritmo de la guerra», pensó Tatiana, deseando poder cerrar los ojos. De repente, en la posición de las once no había tres soldados sino cinco, y en la de la una, cuatro. Alexander seguía agazapado y sólo dejaba de disparar en las pausas de dos segundos que empleaba para recargar las armas.
Desde abajo los atacaron con fuego racheado. Disparaban al azar, pero las balas se acercaban cada vez más. Tatiana volvió a usar los prismáticos y vio que las ametralladoras producían un destello que permitía localizarlos. Alexander también podría verlos desde donde estaba. Súbitamente, Tatiana pensó que a él también podrían localizarlo por el destello de las pistolas y le gritó que se agachara. Alexander volvió a tumbarse boca abajo en la trinchera.
Uno de los soldados había empezado a ascender por la ladera y estaba a sólo cien metros, delante del árbol.
Tatiana lo vio lanzar un objeto que dibujó una trayectoria sibilante en el aire y aterrizó muy cerca de Alexander, prendiendo fuego a los matorrales. Alexander cogió dos granadas, arrancó las espoletas y las arrojó a ciegas porque desde el interior de la trinchera no podía ver dónde se encontraban sus perseguidores.
Pero Tatiana sí que podía verlos. Amartilló la P-38, apuntó a la silueta que había aparecido frente al árbol y disparó sin pensarlo dos veces. El retroceso le golpeó violentamente el hombro, pero lo peor fue el estallido, que la dejó sorda. Delante de la trinchera, la hierba y los arbustos ardían en llamas.
«¿Alexander?», creyó susurrar, pero no oyó ninguno de los sonidos que salían de su boca. Cogió otra vez los prismáticos para observar el pie de la montaña. Ahora había más luz, y las siluetas dispersas en el suelo parecían inmóviles. Tatiana disparó una y otra vez. No estallaron más proyectiles de mortero, pero hubo ráfagas esporádicas de ametralladora dirigidas contra la trinchera. Tatiana vio a los tiradores agazapados entre los arbustos, en medio de la ladera. Como no podía hablar con Alexander ni oír sus respuestas, volvió a apuntarlos con la pistola, sin saber si las balas podían llegar a una distancia de doscientos metros, y disparó. Hubiera querido oír los estallidos, pero estaba totalmente sorda. Recargó la pistola seis veces más.
Alexander no había dejado de disparar. Quizás habían sido sus proyectiles los que habían incendiado los matorrales. Tatiana ya no estaba segura de nada. Apuntó hacia la ladera de la colina, cerró los ojos y siguió disparando, recargando el arma y volviendo a disparar hasta que se quedó sin balas.