De pronto, todo estaba en silencio. O quizá no.
Tatiana abrió los ojos.
– ¡A tu espalda! -gritó, y Alexander salió de la trinchera justo cuando uno de los soldados iba a dispararle.
Alexander le quitó el fusil de una patada, le asestó otra patada en las piernas, se abalanzó sobre él y los dos rodaron por el suelo. El soldado sacó un cuchillo de una de sus botas. Tatiana se olvidó de toda precaución y estuvo a punto de caerse del árbol. Se desprendió de la cuerda que la sujetaba, bajó a toda prisa y echó a correr hacia los dos hombres. «¡Parad!», gritaba mientras amartillaba la pistola sabiendo que no quedaban balas. «¡Parad!», pero seguía sorda y no sabía si la oían. El soldado intentaba clavar el cuchillo a Alexander, que lo tenía agarrado por la muñeca.
Tatiana corrió hacia ellos y golpeó al soldado en el cuello con la pistola descargada. El hombre dio un respingo, pero siguió aferrando el mango del cuchillo. Alexander no le soltó la muñeca y evitó por muy poco que le clavara el cuchillo en el estómago. Gritando, Tatiana volvió a atacar al soldado, pero como no tenía fuerza estuvo golpeándolo una y otra vez hasta que Alexander lo agarró por el cuello y se lo retorció. Lo soltó cuando dejó de patalear y el soldado se desplomó a sus pies, magullado y cubierto de sangre. Alexander intentó decir algo a Tatiana, y al ver que no lo oía, le indicó por señas que se apartara. Cuando Tatiana soltó el arma y se retiró unos pasos, Alexander cogió la pistola, apuntó al soldado y apretó el gatillo, pero no se oyó ningún sonido.
«Está descargada», quiso decir Tatiana, pero él ya lo sabía. Alexander cogió el Python, que aún tenía balas en la recámara, y apuntó al soldado pero no disparó; tenía el cuello roto. Alexander soltó el arma, se acercó a Tatiana y la abrazó para tranquilizarla.
Los dos jadeaban. Alexander estaba cubierto de cenizas y tenía sangre en el brazo, la cabeza, el pecho y el hombro.
– ¿Qué? -preguntó Tatiana, viendo que él le hablaba.
– Buen trabajo, Tania -le dijo Alexander al oído-. Pero pensaba que había quedado claro: no tenías que moverte si yo no te lo ordenaba.
Tatiana lo miró a los ojos, sin saber si estaba hablando en broma o en serio. No quedaba muy claro.
– Tenemos que irnos -dijo Alexander, oprimiéndole la mano-. Sólo nos quedan cartuchos de revólver.
– ¿Has acabado con todos? -dijo Tatiana.
– No grites. Creo que no, y en cualquier caso, vendrán cien más y traerán bombas más potentes. Vámonos corriendo.
– Espera, estás herido…
Alexander le tapó la boca con la mano.
– No grites -le dijo-. Tardarás un poco en recuperar el oído, asi que no digas nada y sígueme.
Tatiana le señaló la sangre del pecho. Alexander se encogió de hombros y dejó que Tatiana le arrancara la manga de la camisa. Un proyectil le había rozado el hombro; Tatiana retiró los trocitos de metralla, uno de los cuales se le había clavado en el deltoides. «¿Lo ves, Shura?», pensó que decía.
– Cógelo con los dedos y arráncalo -le dijo Alexander al oído.
Tatiana tiró del metal con los dedos, y estuvo a punto de desmayarse al pensar en el dolor que debía de estar sintiendo él. Alexander hizo una mueca pero no se movió. Tatiana le puso antiséptico en las heridas y se las vendó. Tardó dos minutos.
– ¿Qué tienes en la cara? La herida de la sien se había vuelto a abrir.
– No nos entretengamos más -dijo Alexander-. No es nada, ya lo miraremos luego. Vámonos ya.
Tatiana tenía sangre de Alexander en la cara, pero no se limpió.
Alexander dejó la ametralladora descargada y cogió las pistolas, la metralleta y la mochila. Tatiana agarró el maletín de enfermera, y los dos corrieron pendiente abajo, tan deprisa como pudieron.
Durante las dos o tres horas siguientes, avanzaron junto a los muros o las hileras de árboles que servían de separación entre los campos, hasta que el paisaje pasó de agrícola a residencial, empezaron a verse calles y se toparon con un gran letrero en el lateral de un edificio de tres pisos: «Está usted entrando en el sector británico de Berlín».
Tatiana ya no estaba sorda. Se aferró al brazo sano de Alexander y le dijo con una sonrisa:
– Ya casi estamos. No hubo respuesta.
Al cabo de unos metros, Tatiana comprendió por qué. Berlín no estaba desierto; las calles estaban llenas de camiones y jeeps, y no todos pertenecían al ejército británico. Cuando vieron que un camión con la hoz y el martillo pasaba a toda velocidad tocando la bocina, Alexander agarró a Tatiana y la hizo entrar precipitadamente en un portal. -¿A qué distancia está el sector norteamericano? -le preguntó.
– No lo sé. Pero aquí tengo un plano de Berlín.
Resultó que estaba a cinco kilómetros. Tardaron todo el día en llegar. Corrían de un edificio a otro, y se detenían a esperar en portales, pasajes o patios.
Cuando accedieron al sector norteamericano, eran las cuatro de la tarde.
Llegaron frente a la embajada estadounidense a las cuatro y media, pero no se atrevieron a cruzar la avenida Clayallee porque había una hilera de jeeps con la hoz y el martillo aparcados frente a la entrada.
Esta vez fue Tatiana la que arrastró a Alexander al interior de un portal. Se sentaron en el hueco de la escalera, respirando aceleradamente.
– Puede que no hayan venido por nosotros -opinó Tatiana, tratando de imprimir esperanza a su voz-. A lo mejor siempre suelen estar por aquí.
– ¡Ya! ¿No crees que les habrán ordenado esperar a que aparezcan un hombre y una mujer de nuestras características?
– No, no lo creo -dijo Tatiana, dubitativa.
– Entonces vamos. -Alexander hizo ademán de levantarse, pero ella lo detuvo-. ¿Qué quieres hacer, Tatiana?
– Soy ciudadana estadounidense y tengo derecho a pedir ayuda a la embajada -respondió ella tras pensarlo un momento.
– Sí, pero te detendrán antes de que puedas ejercer ese derecho.
– Pues habrá que hacer algo.
Alexander guardó silencio mientras Tatiana seguía pensando qué hacer. Pensó que él ya no se veía tan tenso, como si su cuerpo se hubiera relajado con la pelea.
– Anímate, anda -le dijo, acariciándole la cara-. La batalla no ha terminado aún, soldado. Vamos.
– ¿Adónde?
– A hablar con el gobernador militar. Su residencia no está lejos de aquí.
Cuando llegaron a las dependencias de la comandancia estadounidense, Tatiana se escondió en un edificio del otro lado del paseo, se quitó las prendas verde oliva, se puso el ajado uniforme de enfermera e hizo una seña a Alexander para que la siguiera hasta la puerta, protegida por vigilantes armados. Eran las cinco de la tarde y en las inmediaciones no se veía ningún vehículo soviético.
– Te esperaré aquí. Ve tú sola y ven después a buscarme -propuso Alexander.
– No pienso abandonarte aquí, Alexander -dijo Tatiana, tendiéndole la mano-. Vamos. Suelta las armas.
– No cruzaré la calle desarmado.
– ¡No hay nadie! Además, no te dejarán entrar con armas en la residencia del gobernador.
Terminaron abandonando la ametralladora porque era demasiado voluminosa y se acercaron a la verja con las pistolas escondidas en la mochila. Tatiana, sin soltar la mano de Alexander, anunció al centinela que quería hablar con el gobernador Mark Bishop.
– Me llamo Jane Barrington -dijo.
Alexander le lanzó una mirada.
– ¿No eres Tatiana Barrington?
– En los documentos de la Cruz Roja usé el nombre de Jane -explicó Tatiana-. Y Tatiana suena tan ruso…
Se miraron a los ojos durante un instante.
– Es que lo es -repuso Alexander, en voz baja.
Cuando salió a recibirlos, Mark Bishop lanzó una mirada a Tatiana y otra a Alexander.