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– Sí claro. Pero debería haber pensado en lo que hacía antes de embarcarse en un proyecto tan insensato.

– Vine a Europa en busca de mi marido. Él nunca quiso ser soviético. No es como yo, que nací y me eduqué en la URSS. – Tatiana trago saliva y añadió-: En fin, da igual. La cuestión no soy yo sino mi marido. Si habla con él, verá que luchó lealmente en el bando aliado, fue un excelente miliar y se merece regresar a su tierra natal. El ejército estadounidense podrá sentirse orgulloso de contar con un hombre como mi marido. -Tatiana hablaba sin que le temblara la voz-. Es cierto que yo huí de la URSS, pero no maté a nadie en la frontera con Finlandia. Supongo que tiene todo el derecho a extraditarme. Y aceptaré volver a la Unión Soviética, siempre que mi esposo pueda regresar al país al que pertenece.

Antes de terminar de hablar, Tatiana se dio cuenta de lo absurda que era la propuesta, como si Alexander hubiera podido tolerar una situación en la que ella era entregada a los soviéticos mientras el volvía tranquilamente a su tierra. Bajó la cabeza, pero volvió a alzar los ojos enseguida para que Ravenstock no advirtiera el farol.

Ravenstock, sentado en el borde de la mesa, la miraba fijamente. Durante un momento estuvo tranquilo, hasta que recordó, que llegaba tarde a algún sitio y volvió a toquetear nerviosamente la corbata.

– No nos corresponde a nosotros juzgar a nuestros aliados. -Calló un momento y añadió-: Es cierto que el comportamiento de los soviéticos en la Europa ocupada está siendo brutal, se obstinan en no hacer ninguna concesión y tratan muy mal a los prisioneros de los ejércitos aliados; ahora bien, ustedes han infligido un gran número de leyes vigentes en la URSS.

– ¿A los prisioneros aliados, dice? Sólo tiene que darse un paseo por el campo especial número siete para ver que no solo maltratan a los alemanes sino también a sus propios ciudadanos.

Ravenstock tamborileó nerviosamente con los dedos en el reloj.

– Enfermera Barrington, me encantaría seguir conversando con usted sobre los méritos y deméritos de la Unión Soviética, pero por su culpa voy a llegar tardísimo a la recepción. Me ocupare del asunto, pero tendrá que esperar a mañana.

– Por favor, telegrafíe a Sam Gulotta -dijo Tatiana-. Él puede proporcionarle la información que necesite sobre Alexander Barrington.

Ravenstock alzo una gruesa carpeta que habia sobre el escritorio.

– Aquí tengo copia de toda la información. Mañana por la mañana, a las ocho en punto, tendremos una entrevista con su marido.

– ¿Quién lo entrevistará? -preguntó Tatiana.

– El embajador, el gobernador militar y los generales de las tres fuerzas presentes en Berlín, además de yo mismo. Cuando lo hayamos interrogado, tomaremos una decisión. Pero tenga en cuenta que las fuerzas armadas son muy estrictas con estos temas, tanto si implican a sus propios soldados como a los de otro país. La deserción y la traición son delitos muy graves.

– ¿Y qué pasa conmigo? ¿Me van a interrogar también?

Ravenstock se frotó el puente de la nariz y negó con la cabeza.

– Creo que no será necesario, enfermera Barrington. Por favor, ¿puede salir ya de mi despacho para atender a su marido?

Cuando salieron se encontraron con Alexander sentado en la salita, fumando un cigarrillo.

– Mañana lo interrogarán -dijo Ravenstock, en inglés-. Por cierto, ¿cuál es su categoría actual?

– Capitán -contestó Alexander, también en inglés.

– Usted dice que capitán, ellos dicen que comandante, su mujer dice que lo dejaron sin empleo… -recapituló Ravenstock, meneando la cabeza con incredulidad-. No entiendo nada. Lo espero mañana a las ocho, capitán Belov -añadió, mirándolo de arriba abajo-. Si quieren pueden comer en la cafetería de la embajada, o si lo prefieren, les enviarán algo a la habitación.

– Preferimos la habitación -dijo Alexander.

– Perfecto. -Ravenstock lanzó una mirada a su ropa, desgarrada y sucia de barro y sangre-. ¿No tiene otra cosa que ponerse?

– No.

– Mañana a las siete, la doncella le dejará un uniforme de capitán. Por favor, esté listo para acudir a la sala de reuniones a las siete y cuarto.

– Así lo haré.

– ¿Seguro que no quiere que llamemos a un médico para que le examine las heridas?

– Gracias, ya tengo a alguien que se ocupará de mí.

Ravenstock asintió.

– Los veré mañana. Ujier, acompáñelos al quinto piso. Avise al ama de llaves para que les preparen un dormitorio y algo de cenar. Deben de estar muertos de hambre.

La habitación era amplia y de techos altos, con tres ventanales, suelo de madera y grandes alfombras. Un adorno de molduras recorría todo el perímetro de las paredes. Estaba equipada con unas butacas muy cómodas, una mesa e incluso un baño privado. Alexander dejó las mochilas en el suelo y se sentó en un sillón de brazos. Tatiana dio unas vueltas por la habitación, admirando los cuadros, las molduras y las alfombras, mirándolo todo para no tener que mirar a Alexander.

– ¿Están muy nerviosos los soviéticos? -preguntó él, a su espalda.

– Ya te puedes imaginar -dijo Tatiana, sin volverse.

– Sí, me lo imagino.

– Han sustituido a Stepanov -explicó Tatiana, volviéndose.

Las manos de Alexander se crisparon levemente.

– En febrero, cuando vino a verme, me dijo que le extrañaba durar tanto tiempo en el puesto. Después de la guerra, las cosas se han puesto difíciles para los generales veteranos. Hay demasiadas campañas fallidas, demasiadas bajas, demasiados fracasos de los que acusarlos.

– ¿Y cómo supo que tú estabas en el campo?

– Vio mi nombre en las listas de prisioneros especiales.

– A mí no me dejaron consultarlas.

– Tú no eres el jefe de la guarnición soviética en Berlín.

Tatiana apoyó los codos en la repisa de la ventana y hundió la cara entre las manos.

– ¿Qué está pasando? Pensaba que habíamos superado lo más difícil, y ahora me parece que lo más difícil está por venir.

– ¿Pensabas que a partir de ahora sería fácil? -preguntó Alexander-. ¿Ha habido algo en nuestra vida que lo haya sido? ¿Pensabas que al pisar suelo estadounidense estarían esperándonos con una fiesta?

– No, pero creía que después de explicárselo a Ravenstock…

– Quizá Ravenstock no conoce tus mágicos poderes de persuasión, Tatiana -ironizó Alexander-. Es diplomático. Cumple órdenes y tiene que facilitar las relaciones entre los dos países.

– Sam dijo que podía pedirle ayuda. No me lo habría dicho si…

– Sam, Sam… ¿Quién demonios es Sam, y por qué piensas que el NKGB iba a hacerle caso?

– ¡Lo sabía! -exclamó Tatiana, estrujándose las manos-. No deberíamos haber venido. Tendríamos que haber huido por el norte, donde no nos estarían esperando. Podríamos haber subido a un carguero y pedir asilo en Suecia.

– Es la primera vez que oigo este plan, Tania.

– No tuvimos tiempo de pensarlo. ¡Berlín, Berlín…! ¿Te habría traído aquí si hubiera pensado sólo por un momento que no encontraríamos ayuda?

Oyeron unos golpes en la puerta y se miraron sin saber qué hacer. Alexander se levantó para abrir, pero Tatiana señaló el cuarto de baño.

– Métete ahí por si acaso -le dijo.

Era una doncella, cargada con una bandeja de comida y unas toallas.

– ¿Tiene tabaco? -preguntó Tatiana con la voz temblorosa-. Le pagaré lo que sea si me trae un paquete, o mejor dos.

La chica volvió con tres paquetes de cigarrillos.

– ¿Te encuentras bien, Alexander?

El baño había estado tan silencioso que Tatiana se había olvidado de Alexander mientras esperaba a que volviera la doncella, pero de pronto pensó que tal vez se había hecho daño, corrió a la puerta gritando su nombre y la abrió con tal fuerza que casi lo derribó.