– Buenos días. Se está mucho mejor con ropa limpia, ¿no?
– Especialmente si es un uniforme norteamericano -dijo Alexander, poniéndose de pie.
– ¡Ah, sí, por supuesto! Acompáñeme. -Lanzó una mirada a Tatiana y añadió-: Será mejor que espere en su habitación, enfermera Barrington. Tardaremos como mínimo dos horas.
– Esperaré aquí -dijo Tatiana.
– Como quiera -respondió Ravenstock, encogiéndose de hombros-. Si necesita un vaso de agua o cualquier cosa, avise al ujier.
Alexander siguió a Ravenstock, pero se dio la vuelta antes de pasar a la sala. Se despidió de Tatiana con un gesto y ella se despidió de él.
Los seis interrogadores estaban sentados al final de una mesa alargada. Alexander esperó al otro extremo, sin sentarse.
John Ravenstock fue nombrando a los presentes: Mark Bishop, el gobernador militar de Berlín («Ya nos conocemos», dijo Alexander); Phillip Fabrizzio, el embajador estadounidense, y los generales de las tres fuerzas norteamericanas con representación en Berlín: el Ejército de Tierra, la Fuerza Aérea y el Cuerpo de Marines.
– Muy bien -comenzó Bishop-. ¿Qué quiere alegar en su defensa, capitán Belov?
– ¿Cómo dice, señor?
– ¿Habla usted inglés?
– Sí, claro.
– Por su culpa, ahora mismo nos encontramos en una situación diplomática tremendamente complicada. La URSS exige insistentemente que entreguemos a Alexander Belov a las autoridades soviéticas en cuanto lo veamos aparecer por nuestras puertas. Pero su esposa asegura que usted tiene la nacionalidad estadounidense. El embajador Fabrizzio ha examinado su expediente, y al parecer ha advertido elementos de confusión en lo que respecta a la ciudadanía de un tal Alexander Barrington. No tengo ni idea de qué hizo o dejó de hacer usted para terminar en Sachsenhausen, pero lo que tengo claro es que en los últimos cuatro días ha matado a cuarenta y un soviéticos y la URSS reclama justicia.
– Es curioso que la comandancia militar soviética, en Berlín o donde sea, se preocupe de repente por cuarenta y un soldados, cuando yo mismo, en tiempos de paz, he visto enterrar a dos mil rusos en Sachsenhausen.
– Sí, claro… Sachsenhausen es un campo para reos de delitos penales.
– No, señor, es para militares como usted o como yo. He visto morir a tenientes, capitanes, comandantes, a un coronel… Y eso sin nombrar a los setecientos presos alemanes (civiles y oficiales de alto rango) que terminaron sepultados o incinerados en Sachsenhausen.
– ¿Niega haber matado a esos cuarenta y un soldados, capitán?
– No, señor. Estuvieron a punto de matarme a mí y de matar a mi esposa. No tenía otra opción.
– Pero logró escapar.
– Sí.
– El comandante del campo especial nos ha dicho que intentó usted fugarse repetidas veces.
– Sí, no estaba a gusto allí.
Los generales se miraron entre ellos.
– Fue usted declarado culpable de traición, ¿no es así?
– Sí, es cierto que me declararon culpable.
– ¿Rechaza esta imputación?
– Absolutamente.
– Nos han dicho que abandonó el Ejército Rojo cuando estaba a punto de recibir refuerzos, y que después de errar un tiempo por el bosque se entregó voluntariamente y combatió a sus compatriotas desde las filas del enemigo.
– No me entregué al enemigo. Llevaba dos semanas sin recibir refuerzos, me había quedado sin municiones y sin hombres, en un frente defendido por cuarenta mil alemanes. Nunca luché contra mis compatriotas, ya que estuve encerrado en Katowice y más tarde en Colditz. Y no sé si saben ustedes que el ejército soviético prohibió ¡que nos rindiéramos, de modo que sí, soy culpable de rendición.
Los militares que lo escuchaban guardaron silencio.
– Tiene suerte de seguir vivo, capitán -dijo el general Pearson-. Hemos oído decir que de los seis millones de prisioneros de guerra soviéticos, los alemanes dejaron morir a cinco millones.
– No tengo ninguna duda de que esta cifra no es exagerada, general. Tal vez seguirían vivos si Stalin hubiera firmado la convención de Ginebra. Los prisioneros ingleses y estadounidenses no morían en una proporción tan alta, ¿verdad?
Los militares no respondieron.
– ¿Cuál es su actual categoría?
– No tengo ninguna. Me despojaron de empleo y categoría hace un año, cuando fui declarado culpable de traición.
– ¿Y por qué se empeñan en llamarlo «comandante Belov»? -preguntó Bishop.
Alexander se encogió de hombros.
– No lo sé -respondió, con una semisonrisa-. Fui capitán durante tres años, hasta el año pasado.
– Capitán Belov, ¿le parece bien contarnos la historia desde el principio, desde el momento en que sus padres dejaron Estados Unidos para trasladarse a la Unión Soviética? Nos sería de gran ayuda, pues la información de la que disponemos es bastante incoherente. Nos han dicho que se fugó por primera vez en 1936, tras ser detenido y condenado a una pena de cárcel. Por otra parte, el NKGB lleva diez años buscando a una persona llamada Alexander Barrington, y al mismo tiempo aseguran que usted es Alexander Belov. ¿Podría decirnos quién es usted realmente, capitán?
– Lo haré encantado, señor. Pido permiso para sentarme.
– Permiso concedido -respondió Bishop-. Ujier, traiga unos cigarrillos y un vaso de agua para el capitán Belov.
Alexander llevaba seis horas en la sala de reunión. En cierto momento a Tatiana se le ocurrió que se lo habrían llevado por un pasadizo secreto, pero seguían oyéndose voces ahogadas tras las gruesas puertas de madera, y la mayor parte del tiempo distinguía el timbre de voz de su esposo hablando en inglés.
Se paseó arriba y abajo, se sentó en las sillas y en la alfombra, se puso en cuclillas y volvió a levantarse… Su vida y la de Alexander flotaban ante sus ojos en la antesala de la embajada estadounidense en Berlín.
Estaban aprendiendo a nadar, pero a cada momento les resultaba más difícil. El nuevo día no traía alivio, sino más minutos repletos de recuerdos que no podían dejar atrás. Jane Barrington sentada en el tren que los llevaba de vuelta a Leningrado, oprimiendo la mano de su hijo, consciente de que le había fallado, llorando por él, deseando otra copa; y Harold en la celda, llorando por Alexander; y Yuri Stepanov tumbado sobre el barro de Finlandia, llorando por Alexander; y Tatiana arrodillada en los marjales de la frontera, sangrando y llorando por Alexander; y Anthony a solas con sus pesadillas, llorando por su padre.
Y allí está él, con la gorra en las manos, cruzando la calle hacia su mar, hacia el vestido blanco bordado con rosas rojas; allí está él, acudiendo todos los días a la Kirov, acercándose sonriente a su mar, piedra a piedra, cadáver a cadáver; allí está él, en el Campo de Marte, bajo las lilas, con el fusil al hombro y Tatiana descalza a su lado, con las sandalias rojas en las manos; allí está él, haciendo piruetas con Tatiana en la escalera de la iglesia donde se casaron, bailando con ella bajo la luna roja de su noche de bodas, apartándose el pelo de la frente mientras sale de las aguas del Kama, sujetando el hacha en una mano y el cigarrillo en la otra mientras sale de la cabaña de Lazarevo, acercándose a Tatiana derrotado y exhausto, parándose frente a ella en la cabaña, desnudo, sonriente y empapado; allí está Alexander, con el cigarrillo en los labios.
Y allí está otra vez, de pie junto al Vístula, mirando hacia lo que queda de guerra. Un camino lleva a la muerte y el otro a la vida, no sabe cuál tomar, pero en sus ojos está el mar inmortal, y al otro lado del mar está el puente que conduce a Santa Cruz.
Cuando terminó de contar su historia, los generales, el embajador y el cónsul lo miraron sin pestañear.
– ¡Caramba, capitán Belov, qué vida tan interesante! -exclamó Bishop-. ¿Qué edad tiene usted?
– Veintisiete.
Bishop soltó un silbido.
– ¿Ha dicho que su esposa -comenzó el general Pearson-, sin saber dónde se encontraba usted, vino a Alemania equipada con todo un arsenal, localizó el campo de máxima seguridad número siete y la celda donde estaba usted encerrado, y organizó una fuga?