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– Sí señor. Antes de que deliberen, quisiera añadir un comentario sobre mi esposa. Ya han visto que… bueno, que no se rinde fácilmente. Se ha vuelto completamente loca y no se da cuenta de los problemas que puede causar con su actitud. Está convencida de que vendrá conmigo a la Unión Soviética y aceptará el destino que allá le aguarde. Pero les ruego que la salven. Sean cuales sean mis pecados, mi mujer no se merece terminar en la Unión Soviética. Es ciudadana estadounidense y tiene que volver con nuestro hijo, que la espera en Nueva York. La decisión que tomen sobre mí es irrelevante. Extradítenme, si de este modo pueden evitar un escándalo diplomático.

John Ravenstock lo observaba en silencio, al igual que los generales.

– ¿Cuál sería su nombre si recuperase la nacionalidad estadounidense, capitán?

– Anthony Alexander Barrington -declaró Alexander.

Sus interlocutores clavaron los ojos en él. Alexander se puso de, pie y les dedicó el saludo militar.

Se abrió la puerta y los siete hombres pasaron a la antesala. Alexander fue el último en salir. Vio que Tatiana se levantaba nerviosamente de la silla y la vio apoyarse en el respaldo para no caerse, y le pareció tan sola y tan menuda, tuvo tanto miedo de que rompiera a llorar frente a media docena de desconocidos, que quiso tranquilizarla e inclinó levemente la cabeza, abrió la boca, le sonrió y dijo:

– Volvemos a casa.

Tatiana respiró y se tapó la boca con la mano.

Y de pronto, porque era ella y no podía evitarlo, corrió hacia él, indiferente a la presencia de los generales. Se dejó envolver por los brazos de Alexander y lo abrazó, y hundió en su cuello la cara surcada por las lágrimas.

El rostro de Alexander se acercó al suyo, y los pies de Tatiana no tocaron el suelo.

Epílogo

Ese mismo día, un avión llevó a Alexander y Tatiana hasta Hamburgo. Estuvieron viviendo en la embajada durante dos semanas, hasta que Alexander recibió el pasaporte. Tatiana se aclaró otra vez el pelo. Celebraron su vigésimo segundo cumpleaños y el cuarto aniversario de bodas en Hamburgo y unos días después zarparon hacia Nueva York en el White Star. Tatiana envió un telegrama a Vikki: «Regresamos». Se pasaron los veintidós días de travesía en el camarote, del que salían tan sólo a la hora de las comidas, si es que salían.

La intensa luz del sol cegaba a Alexander mientras el barco se adentraba en el puerto y los rascacielos neoyorquinos aparecían en el horizonte. En el Battery Park se habían concentrado miles de ciudadanos deseosos de recibir a los soldados que volvían de Europa. Dos de esos ciudadanos eran Anthony y Vikki, que, vestidos de rojo, blanco y azul, agitaban banderitas norteamericanas. Cuando bajaban por la pasarela, Alexander y Tatiana distinguieron a Vikki corriendo hacia ellos con el niño en brazos. Anthony saltó al suelo, se lanzó contra su madre y hasta cinco minutos después no apartó los bracitos de su cuello. A unos pasos de distancia, Alexander los miraba. Tatiana se deshizo del abrazo de Anthony, le señaló a Alexander y fue a saludar a Vikki.

Alexander cogió en brazos a su hijo y lo estrechó contra él. Estaban los dos muy serios.

– ¿Sabes quién es, Anthony?

– Sí -contestó Anthony-. Es mi papá.

Alexander no dijo nada. No podía dejar de abrazar al niño, que alzó una mano y la depositó suavemente en el hombro de Alexander. Después inclinó la cabeza para mirar el cinturón de su padre, le miró la espalda y preguntó:

– ¿Y la pistola?

– No la he traído.

– ¿Ya no la tienes?

– No la llevo encima.

– ¿Está en otro sitio?

Alexander contuvo una sonrisa.

– Puede que sí.

– ¿Me la dejas ver?

– No -dijo Tatiana.

– Tu madre dice que no -dijo Alexander.

Vikki, con una enorme sonrisa, preguntó:

– ¿Así que éste es Alexander?

– Éste es Alexander.

Vikki le estrechó la mano, asintió con la cabeza y se echó a reír.

– ¡Ahora lo entiendo todo!

El padre llevó a su hijo en brazos hasta la casa. La mano de Anthony reposó todo el tiempo en el cuello de Alexander. El niño se acercó a su oído y susurró:

– ¿Podré verla más tarde?

– Tu madre se enfadará.

– No se lo diremos.

– Se enterará, créeme.

Vikki propuso celebrar el retorno fuera de la casa.

– Mis abuelos se mueren por conocerte.

Tatiana dijo que prefería no salir y que no tardaría en ir a visitar a Isabella y a Travis.

– ¿Cenar en casa? ¡Oh, no! Alexander no querrá comer beicon.

– Sí, sí. Me apetece comida estadounidense. ¿Qué os parece una hamburguesa con beicon?

– Sí -dijo Tatiana-. Eso es baconburger.

– ¡Ah, ahora vas a enseñarme tú inglés! -dijo Alexander abrazándola.

– En realidad eso es «una baconburger», no lo olvides -añadió Vikki.

Tatiana preparó baconburgers y patatas asadas («Con taquitos de beicon», precisó Vikki), y Alexander bebió y fumó y tomó té, y después de la cena cogió las manos de Tatiana entre las suyas, la abrazó por las caderas y la hizo colocarse en su regazo.

– Siéntate aquí -le dijo-. Estoy muy feliz.

Vikki contó que Edward la había ayudado a cuidar a Anthony, que acudía a la casa cuatro veces por semana «por lo menos», para cenar y para jugar con el niño, y que había pasado con ellos casi todos los fines de semana.

– ¿Quién es Edward? -preguntó Alexander, con el brazo en torno a las caderas de Tatiana.

– Un médico que trabaja con nosotras en Ellis y en la Universidad de Nueva York -respondió Vikki sin pestañear-. Un buen amigo. ¿Quieres que pasemos mañana por el hospital universitario, Tanía? Edward se alegrará de verte.

Tatiana lanzó una mirada a Alexander, que se encogió de hombros y dijo:

– Lo que tú quieras.

Alexander y Tatiana acostaron al niño, que oprimía la mano de su madre y no paraba de hacer preguntas a su padre.

Después pasaron casi toda la noche en vela, con una almohada sobre la boca de Tatiana para ahogar sus gemidos. Al amanecer se quedó dormida, y a las ocho, Anthony abrió la puerta de su habitación. Alexander llevó al niño a la cocina.

– Mamá duerme -le dijo-. ¿Tienes hambre?

– ¿Puedes hacer el desayuno?

– Lo intentaré. ¿Qué te apetece?

– ¿Qué sabes hacer?

– Nada.

– Pues tomaré nada y un vaso de leche -dijo Anthony, y se echó a reír.

A las once, Tatiana salió de la habitación y se los encontró sentados en el sofá. Anthony hojeaba Buenas noches, luna y recitaba el texto de memoria para su padre, que se había quedado profundamente dormido.

Cuando se despertó, Tatiana y él desayunaron y luego salieron los tres a la calle y se dirigieron a la Universidad de Nueva York.

Tatiana no sabía hasta qué punto podía hablar de Edward con Alexander, y decidió no decir nada hasta después de presentárselo. Quizá podría reducir al mínimo las explicaciones innecesarias. En todo caso, tenía que ir a ver a Edward sin más dilación. Le avisaron por el busca mientras lo esperaban en la cafetería donde habían comido juntos tantas veces. Cuando Edward atravesó las puertas batientes de la cafetería, Anthony saltó del regazo de Alexander y corrió hacia él.

– ¡Ven a conocer a mi papá, Edward! -gritaba.

Edward y Alexander se saludaron con un apretón de manos, mientras Anthony tironeaba de la falda de su madre para que lo cogiera en brazos.