– Sí.
Tatiana no dijo nada más.
Alexander le besó la mano.
– ¿Te gustaría vivir en Arizona, la tierra de los escasos manantiales, Tatiasha? -susurró.
– Claro que sí, mi amor…
Querían instalarse en el terreno de su propiedad, pero no tenían suficiente dinero para construir la casa de sus sueños. Por eso decidieron comprar una vivienda prefabricada, y como eran prudentes eligieron una de tamaño medio y la pagaron al contado, aunque Alexander, menos prudente que Tatiana, hubiera preferido una más grande. La instalaron cerca de la carretera, en una esquina del terreno de noventa y siete acres que poseían en el desierto de Sonora, y matricularon a Anthony en una escuela de primaria en el pueblo de Mesa.
Tatiana encontró trabajo de enfermera en el Memorial Hospital de Phoenix.
– Trabajando en urgencias me siento como si hubiera vuelto a la guerra -dijo.
– ¿Y eso es bueno? A Alexander lo contrataron como maestro de obras.
– Trabajando en la construcción me siento muy lejos de la guerra -declaró.
Como habían invertido poco dinero en la casa y procuraban controlar los gastos, empezaron a ahorrar. Alexander aprendió a enyesar y pintar paredes, a instalar conducciones eléctricas y tuberías, a encajar ventanas y puertas, a montar armarios y estanterías, a colocar baldosas y parqués.
– Así podré construir una casa enorme para ti y todos los niños que vas a tener.
– ¿Tengo que recordarte que lo único que has construido en tu vida fueron unos taburetes y una mesa de cocina para las patatas que no llegamos a cultivar?
Se miraron sonriendo, recordando los viejos tiempos. -He dicho niños, Tatiana.
– Hagamos uno ahora mismo.
Sin embargo, pasaron siete años más antes de que Tatiana quedara embarazada de su segundo hijo, quince años después del primer encuentro entre ella y Alexander.
Cuando nació el niño, Alexander había fundado su propia empresa de construcción y había levantado una casa de paredes amarillas y techos rojizos en pleno desierto de Sonora, frente a los montes de Maricopa.
Se han puesto a trabajar en el huerto. Alexander contempla los armazones que instaló la semana pasada para las matas de pepinos, mientras espera a que Tatiana regrese de la cocina con una jarra de té helado. Tatiana llena un vaso y lo sostiene frente a Alexander mientras él absorbe la bebida con una cañita y la observa con sus ojos de color caramelo.
– Antes me traías cigarrillos, y ahora me traes un vaso de té helado -se lamenta.
– El té es mejor, ¿no?
– ¡Ni hablar! -contesta Alexander, mirándola con una expresión que significa: «¿Te has vuelto loca?».
– Así vivirás más tiempo -añade Tatiana, apartándole el flequillo de la frente.
– El tabaco es un veneno muy lento -rezonga Alexander, y vuelve a coger la azada para remover la tierra en torno a las matas de pepinos. Entre los dos siguen hablando en ruso-. ¿Quién ha llamado antes? -pregunta al cabo de un rato.
– Era el señor McAllister.
Alexander se echa a reír.
– ¿Cuánto ofrece esta vez?
– Dice que está dispuesto a comprarnos noventa acres, a cinco mil dólares el acre. Buena oferta, ¿verdad?
– No lo suficiente.
– Dice que la fiebre constructora no durará eternamente, que el mercado está tocando techo y que deberíamos vender ahora, mientras aún hay demanda de suelo. Dice que somos unos avariciosos, y que si le vendemos lo que dice, todavía nos quedarán siete acres. Según parece, eso son casi seis acres y tres cuartos más de lo que poseen la mayoría de los terratenientes de Phoenix.
– La próxima vez avísame, Tania. Hablaré con él y le diré claramente que no pienso vender nada hasta que me pague un millón por acre.
Los dos se echan a reír y se preparan para plantar las tomateras. Alexander la ayuda a sentarse en un taburete y ella abre las bolsas de semillas, las esparce en una bandejita y aparta las que no parecen sanas. Sonríe y piensa que las matas de pepinos están creciendo bien. Alexander montó los armazones la semana anterior y los frutos no tardarán en aparecer.
– ¿Has pensado más nombres, Shura?
– No se me ocurren más. Si tienes otro chico, no sabré cómo llamarlo.
Ya tienen tres hijos varones: Anthony, que acaba de ingresar en la academia militar de King's Point Merchant; Harry, y Charles Gordon, al que llaman Gordon Pasha o Pasha a secas, que significa «rey» en turco.
– No puedo ser la única mujer de la casa, ya hay demasiados hombres en la familia Barrington.
– Por decir eso, vas a tener gemelos.
– Quiero una niña para poder llamarla Janie.
– Aja. Me encantaría tener una Janie.
Tatiana se queda pensativa.
– ¿Te dije que Vikki ha vuelto de Australia? Quiere venir y quedarse hasta que nazca el niño. ¿Te parece bien?
– Claro. Dile que Steve vuelve a estar soltero y que estará encantado de acompañarla al cine.
– Vikki no quiere salir. Dice que viéndote a ti lo pasa mejor que en cualquier cine.
– Qué simpática. Bueno, pues invítala a ver el espectáculo nocturno.
Tatiana alza la cabeza, y Alexander le sonríe. Lleva unos pantalones cortos de color crema, y su torso desnudo y musculoso está curtido por el implacable sol de Arizona. Las cicatrices de guerra destacan en color más claro por todo su cuerpo. Tatiana sonríe para sí, coge unas tijeras de podar y aparta la bandeja de las semillas.
– ¿Sabes qué pasó el otro día en Mesa, Shura? Un furgón de la cárcel chocó con una hormigonera, y ahora la policía anda buscando a los dieciocho delincuentes más duros del estado…
Alexander se echa a reír ante lo inesperado del chiste. Tatiana lleva una camiseta blanca de tirantes y unos pantaloncitos blancos. Sus brazos y sus hombros están muy bronceados. Se recoge el pelo rubio con un clip para que no le vaya a la cara. Canturrea una tonada conocida: «Había luna llena y las estrellas brillaban en el cielo y en tus ojos…».
– ¿Qué hay para comer? -pregunta Alexander.
– ¿Comer? -Tatiana no lo mira, concentrada en la poda de las hojas que crecen en la base de las matas-. Hace sólo un momento que hemos desayunado.
– Me muero de hambre.
– Siempre te mueres de hambre. ¿Te apetece un sandwich de atún?
– Perfecto. ¿Me harás uno? -Alexander levanta la azada para seguir removiendo la tierra-. Y no creas que es demasiado temprano para pensar en la cena…
Alexander observa los hombros de Tatiana, que se agitan levemente con su risa.
– Para la cena, puedes elegir entre un bocadillo de beicon o lo que quede en la nevera -dice Tatiana, y vuelve a cantar.
– Mmm… -responde Alexander.
Suelta la azada y se acerca a ella. Contempla su espalda y la recuerda (más que recordarla, la ve) inclinándose hacia el hogar en la cabaña de Lazarevo, arrodillada en el claro, agachada junto a los sacos de azúcar que guardaban en el vestíbulo de la casa de Quinto Soviet durante la hambruna de 1941, sacando los mapas de Finlandia de la mochila, preguntándole «¿Qué llevas en esas bolsas, hombretón?»… Observa sus pecas y su pelo rubio, oye su suave y cantarina voz y no puede resistirlo más. Como siempre, su cercanía lo afecta hasta el punto de que empieza a dolerle el corazón.
– Mírame -le dice.
Tatiana alza la cara y lo ve frente a ella, contemplándola con una expresión que ella conoce muy bien. En la mano, Alexander tiene una vaina de guisantes tiernos.
– Suelta las armas y levántate -dice.
Tatiana, sonriente, aparta las tijeras y se incorpora con ayuda de Alexander, porque el embarazo está muy avanzado. Alexander abre la vaina para darle los guisantes, pero ella no espera, inclina la cara hacia las manos de él y se lleva la vaina a la boca. Alexander la observa mientras le acaricia la tripa.
– ¿Qué miras? -pregunta Tatiana.
Engulle los guisantes dulces y tiernos, lo rodea con sus brazos y apoya la cara en su torso desnudo y cubierto de sudor. Los rítmicos latidos del corazón, que insufla la vida en el cuerpo de Alexander, resuenan en su mejilla y en su oído. Tatiana le acaricia la cicatriz de la espalda y le besa el pecho.