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– ¿Sabéis qué dijo Isadora Duncan sobre Lenin? -preguntó, y citó las palabras de la bailarina-: «Otros se amaban a sí mismos o amaban el dinero, las teorías o el poder. Lenin amaba a sus congéneres… Lenin era Dios y Cristo era Dios, porque Dios es amor y Cristo y Lenin eran sólo amor».

Alexander miró a su padre con una sonrisa de aprobación.

Una noche, los quince amigos, excepto un silencioso y sonriente Slavan, estuvieron horas tratando de explicar a Alexander, que por entonces tenía catorce años, el significado de la expresión «valor añadido negativo»: es decir, el hecho de que un artículo manufacturado (por ejemplo, un par de zapatos) se vendiera por un precio inferior al coste global de los materiales y la mano de obra.

– ¿Qué es lo que no entiendes? -exclamaba un frustrado comunista que de día trabajaba de ingeniero.

– ¿Cómo queréis ganar dinero vendiendo los zapatos?

– ¿Quién habla de ganar dinero?.¿No has leído el Manifiesto comunista?

– Sí.

– ¿No recuerdas lo que dice Marx? La diferencia entre lo que la fábrica paga al obrero que fabrica los zapatos y el precio al que se venden es un robo capitalista y una forma de explotación del proletariado. Y eso es lo que el comunismo trata de erradicar. ¿No nos escuchabas?

– Sí, pero el valor añadido negativo no consiste solamente en eliminar el margen de beneficio -respondió Alexander-. Cuando hay un valor añadido negativo, fabricar los zapatos sale más caro que venderlos. ¿Quién pagará la diferencia?

– El Estado.

– ¿Y de dónde sacará el Estado el dinero?

– Durante un tiempo pagará menos a los obreros que fabrican los zapatos.

– O sea que -dijo Alexander después de una pausa-, en un momento de inflación galopante en todo el mundo, ¿la Unión Soviética pagará menos dinero a sus trabajadores? ¿Cuánto menos?

– Menos, simplemente.

– Y entonces, ¿cómo compraremos zapatos?

– Estaremos un tiempo sin comprar, usaremos el mismo par del año pasado. Hasta que el Estado pueda andar solo…

El ingeniero sonrió.

– Muy bueno -observó pausadamente Alexander-. Hasta que el Estado pueda andar solo y hacerse cargo del Rolls Royce de Lenin, ¿no es así?

– ¿Qué tiene que ver el Rolls Royce de Lenin con el tema que estamos debatiendo? -protestó el ingeniero. Slavan se echó a reír al oírlo-. La Unión Soviética encontrará el modo de salir adelante. Estamos en una fase inicial. Pediremos préstamos al extranjero si es necesario.

– Con todos mis respetos, ciudadano: ningún país del mundo volverá a prestar dinero a la Unión Soviética -puntualizó Alexander-. La deuda externa quedó cancelada en 1917, después de la Revolución Bolchevique. Pasará bastante tiempo antes de que podamos disponer de dinero extranjero. Los bancos del mundo tienen las puertas cerradas para la Unión Soviética.

– Debemos ser pacientes. Las cosas no cambian de la noche a la mañana. Y tú deberías tener una actitud más positiva. ¿Qué le enseñas a tu hijo, Harold?

Harold no dijo nada, pero cuando volvían a casa, preguntó:

– ¿Qué te pasa, Alexander?

– Nada. -Alexander tenía ganas de darle la mano como siempre hacía, pero se sentía demasiado mayor de repente. Continuó andando junto a su padre y al final le tendió la mano-. Por el motivo que sea, la economía no funciona. Y el Estado revolucionario, que se apoya esencialmente en la economía, lo ha previsto todo, excepto cómo pagar la mano de obra. Los obreros cada vez se sienten menos proletarios y más una propiedad del Estado, como las fábricas o la maquinaria. Llevamos más de tres años en este país. Hace poco que ha terminado el primer plan quinquenal, y la comida escasea, las tiendas están vacías y…

Alexander quiso añadir: «y la gente desaparece», pero cerró la boca.

– ¿Y qué crees que está pasando en Estados Unidos? -preguntó Harold-. Tienen un treinta por ciento de paro, Alexander. ¿Crees que viven mejor que nosotros? Las cosas van mal en todo el mundo. Acuérdate de la brutal inflación de Alemania. Y ahora ha salido ese tipo, Adolf Hitler, prometiéndoles que acabará con todos sus problemas. A lo mejor lo consigue. Al menos, sus compatriotas así lo esperan. Pues ya ves, el camarada Lenin y el camarada Stalin prometieron lo mismo en el caso de la Unión Soviética. ¿Cómo llamaba Stalin a Rusia? «El segundo Estados Unidos», ¿no? Debemos confiar en sus directrices, y ya verás cómo las cosas mejoran.

– Ya lo sé, papá. Puede que tengas razón. Aun así, el Estado tiene que encontrar la manera de pagar a la gente. ¿Cuánto tiempo estarán rebajándote el sueldo? Ya no podemos pagar ni la carne ni la leche, suponiendo que hubiera. Y a ti te irán rebajando el sueldo hasta… ¿hasta qué? Llegará el momento en que se den cuenta de que necesitan más dinero para gestionar los asuntos públicos, y tu trabajo es el coste variable más importante. ¿Qué harán entonces? Seguir bajándote la paga cada año, hasta… ¿hasta qué?

– ¿De qué tienes miedo? -preguntó Harold, y oprimió con cariño la mano de su hijo-. Cuando seas mayor tendrás un buen trabajo. ¿Aún quieres ser arquitecto? Lo serás, tendrás una buena profesión.

– Me temo que no falta mucho para que tú y yo y todos nosotros terminemos siendo mero capital fijo -concluyó Alexander, y soltó la mano de su padre.

Capítulo 6

Edward y Vikki, 1943

Tatiana se había sentado junto a la ventana, con un libro en una mano y su bebé de dos semanas en el regazo. Tenía los ojos cerrados pero los abrió de golpe al oír el sonido de una respiración.

Edward Ludlow estaba a su lado, mirándola con expresión preocupada. Tatiana lo achacó a que la veía muy silenciosa desde que había nacido el niño. No era tan extraño; de hecho, les sucedía lo mismo a muchos de los refugiados que llegaban a la isla, como si al ver la túnica de la Estatua de la Libertad desde las habitaciones de Ellis se les hiciera súbitamente patente la enormidad de lo que dejaban atrás y de lo que les aguardaba en el futuro.

– Tenía miedo de que se te cayera el niño -explicó Edward-. No quería asustarte.

– No te preocupes -contestó Tatiana, mostrándole que lo tenía bien sujeto.

– ¿Qué estás leyendo?

Tatiana echó un vistazo al libro.

– Nada, sólo me he sentado un rato.

Era El jinete de bronce y otros poemas, de Aleksandr Pushkin.

– ¿Te encuentras bien? No quería despertarte.

Tatiana se frotó los ojos. El niño seguía durmiendo.

– Es que este niño sólo duerme de día.

– Como su madre…

– La madre se ha adaptado a sus horarios… -Tatiana sonrió-. ¿Todo bien?

– Sí, sí… -contestó apresuradamente el doctor Ludlow-. Quería decirte que ha venido a verte una persona del departamento de inmigración.

– ¿Y qué quiere?

– ¿Que qué quiere…? Ofrecerte la oportunidad de quedarte en Estados Unidos.

– Yo creía… como mi hijo ha nacido en terreno estadounidense…

– Territorio estadounidense -la corrigió amablemente el doctor Ludlow-. La fiscalía general tiene que estudiar tu caso. -Hizo una pausa-. Compréndelo, no es habitual que lleguen inmigrantes clandestinos en plena guerra. Y menos desde la Unión Soviética.

– ¿Y no le ha parecido peligroso presentarse aquí personalmente? -inquirió Tatiana-. ¿Le has dicho que tengo tuberculosis?

– Se lo he dicho, y se pondrá una mascarilla. Por cierto, ¿cómo te encuentras? ¿Has esputado sangre?

– No. Y ya no tengo fiebre. Me encuentro mejor.

– ¿Has salido a pasear?

– Sí, el aire del mar me sienta bien.

– Claro, el aire del mar es muy sano. -Edward la miró con una expresión seria y ella le dedicó una mirada similar. El médico se aclaró la voz y continuó-: Las enfermeras están admiradas de que no hayas contagiado la tuberculosis al niño.